sábado, 13 de agosto de 2011

La poética de Mamet (III)

Más sobre la poética de David Mamet, recogida en su libro Los tres usos del cuchillo (Alba Editorial, 2001):
  • "La progresión hacia el clímax, el desenlace, la conclusión, acelera, pues, el ritmo. Una vez nos han planteado los hechos, nuestra atención se centra. Ahora sólo nos resta observar nuestro avance hacia el objetivo y la incursión ocasional del impedimento anómalo, del giro atípico del argumento".
  • "Cuando el público ha prestado o entregado transitoriamente su atención es sencillo intercalar un elemento ajeno, ya que lo aceptará como algo esencial hasta el momento que se demuestro lo contrario".
  • "La introducción del elemento ajeno es un comportamiento poco frecuente en el primer acto, cuando la luna de miel aún está vigente (se ha observado a menudo que cualquiera puede escribir un primer acto), pero esa misma introducción no es en absoluta atípica en el segundo acto".
  • "Cuando se levanta el telón tenemos la atención del público; los autores no debemos hacer nada. Pero transcurrido un rato, si el argumento no irrumpe con fuerza, los espectadores se pondrán a bostezar o a comer palomitas. Por eso es muy común intercalar un elemento ajeno en el segundo acto de la obra".
  • "El público quiere que le estimulen, que le confundan, que le defrauden a veces para poder quedar, finalmente, satisfecho. Por eso necesita que el segundo acto termine con una pregunta".
  • "Enterrar el final en el principio (el logro supremo del drama) resulta algo más difícil: significa que en el término medio debe emerger lo previamente insospechado, y, al emerger, debe hundir al protagonista (y al artista) en el abismo de la desesperación: 'Estaba preparado para todo menos para esto'. De la desesperación debe nacer la decisión de terminar el periplo".
  • "Una parte del viaje del héroe es que éste (artista/protagonista) debe cambiar radicalmente de parecer, por la fuerza de las circunstancias o por la fuerza de la voluntad. El héroe debe remozar su concepción del mundo y este cambio puede dar como resultado una obra artística con mayúsculas".

domingo, 7 de agosto de 2011

Lucía y la muerte


"¡Un ataúd! En una plaza concurrida; la gente pasando a mi alrededor. Algunos se acercan y me ven con ojos tristes. Yo intento hablarles pero las palabras no salen de mi boca. Intento levantarme y ninguno de mis músculos responde a estos impulsos. Me pregunto entonces ¿es posible estar muerto y ver cómo la vida sigue su paso sin ti? Y observo cómo la gente, en su torpe prisa, va dejando a un lado lo que es realmente importante. Es entonces cuando me inunda una gran tristeza puesto que tengo la certidumbre de haber vivido como ellos".

Diálogo de Lucía extraído de "Pieza para dos actores"

miércoles, 3 de agosto de 2011

Piglia y los premios literarios


"Los premios son incómodos, porque en la literatura no se hace una jerarquía. La literatura no responde a la idea deportiva de que hay un escritor número uno, dos, tres o cuatro. Esa es una tentación del mercado: el mercado intenta ordenar lo que la cultura desordena o lo que la cultura pone en crisis. El mercado tiene siempre que pensar que hay un solo escritor o dos escritores por país; y toman los premios como una definición. No creo que los premios van a legitimar la obra de un escritor. En ese sentido, el premio es una sensación de incomodidad".

Fuente: Diario El Universal

viernes, 29 de julio de 2011

Últimas siete funciones


(“Pieza para dos actores”)

de Víctor Vegas

Primer Premio en el VII Certamen de Textos Teatrales de Torreperogil, Jaén, España (2004)

Premio Montevideo Ciudad Teatral, Montevideo, Uruguay (2009)


"Amor y odio son cuernos de la misma cabra"

Anónimo


Producción a cargo del Teatro Nacional y TICTAKproducciones

Dirección: Manuel Ruíz

Con Silvia Campos y Arturo Campos

Del 16 de junio al 7 de agosto

Temporada 2011

De jueves a Sábado 8:00 pm y domingos 5:00 pm

Teatro Vargas Calvo

Más información:
https://www.teatronacional.go.cr/tvc/desdeelotrolado.html

sábado, 23 de julio de 2011

La poética de Mamet (II)

Más sobre la poética de David Mamet, recogida en su libro Los tres usos del cuchillo (Alba Editorial, 2001):
  • "El drama no tiene por qué afectar necesariamente el comportamiento de las personas. Existe un artefacto fantástico y enormemente efectivo que transforma la actitud de las personas y hace que vean el mundo desde otra perspectiva. Se llama pistola".
  • "No es tarea del autor teatral lograr que se produzcan cambios en la sociedad".
  • "El propósito del arte no es efectuar cambios, si no deleitar. No creo que su finalidad sea ilustrarnos, ni que deba transformarnos, ni tampoco aleccionarnos".
  • "El teatro existe para tratar problemas del alma y misterios de la vida humana, no calamidades cotidianas".
  • "En el drama, como en los sueños, el hecho de que algo sea 'verdad' es irrelevante y nos interesa sólo si está relacionado con la búsqueda del protagonista (la búsqueda de un MacGuffin) tal como ésta se nos ha planteado".
  • "El poder del autor de teatro reside en su capacidad para plantear el problema".
  • "El drama nos estimula porque resume y proyecta en la obra el elemento más esencial de nuestro ser, el preciado mecanismo de adaptación [...] Podemos hacer uso de nuestras habilidades de supervivencia, adelantarnos al protagonista y sentir temor por persona interpuesta sintiéndonos a salvo. Éste es el poder y el gozo del drama. Por eso la obra de segunda clase, la que no está estructurada como una búsqueda de un único objetivo por parte del héroe, queda relegada al olvido".

Este post es continuación de este otro.

martes, 12 de julio de 2011

Virtuosismo y sensibilidad




Como muchos chicos de mi generación, durante los primeros años de la década de los ochenta del siglo pasado, fui inexorablemente seducido por el rock and roll.

Al igual que la mayoría, empecé escuchando bandas como The Beatles, Queen, The Rolling Stone, Supertramp, The Police y grupos americanos como The Doors, Toto, Bruce Sprinting y REO Speedwagon, por citar sólo a unos pocos, a los más conocidos y populares. Luego, gracias a las orientaciones del novio de mi hermana de aquella época (unos dos años mayor que yo) y a un par de buenos amigos que conocí mientras cursaba el cuarto de bachillerato, mis gustos musicales se fueron ampliando y a la vez refinándose más hasta decantarme por el rock de las bandas europeas, en especial las británicas. Llegó entonces el momento para el hard rock y el heavy metal: Led Zeppelin, Deep Purple, Rainbow, Uriah Heep, AC/DC (ya sé que no es europea, pero qué le vamos a hacer), Black Sabbath, Scorpions, Judas Priest, Iron Maiden, Deef Leppard, Whitesnike y tal vez sea necesario colocar aquí un conveniente etcétera.

Sin embargo, hubo también tiempo y espacio en mi musiteca para ese otro rock progresivo que hacían Pink Floyd, The Yardbirds, Jethro Tull, Génesis, Asia y Yes.

Sobre todo para Yes.

El primer disco de Yes que llegó a mis manos fue Tormato. Me gustó, pero diría que no fue significativo ni trascendente para mí. Poco después, en casa de uno de mis amigos de bachillerato que ya he mencionado, escuché Relayer. Éste LP sí que me hizo doblar las rodillas y caer rendido ante un sonido que era totalmente nuevo. Confieso que al principio me costó un poco digerir lo que estaba saliendo de las negras y abultadas panzas de los altavoces: “The Gates Of Delirium”, el surco que funcionaba como obertura del LP. Y aun cuando, al finalizar “Sound Chaser”, su segundo surco, seguía con la boca abierta y chorreante, aturdido como si hubiera recibido entre ceja y ceja un rápido y demoledor puñetazo de Mike Tyson, ya en ese justo momento, sobre todas las cruces del mundo, hubiera podido jurar que era eso y no otra cosa lo que andaba buscando. Que todo cuanto había vivido, todo lo que me había sucedido desde mi propio nacimiento hasta ese preciso instante, había sido para estar allí, para llegar a ese momento vital, único, irrepetible, sentado en la butaca de la sala de estar de la casa de mi amigo y escuchando Relayer de Yes.

La siguiente pista, “To Be Over”, la número tres y la última del disco, vino a ser la estocada de gracia que me hacía falta para caer rendido a los pies del grupo. Quedé prendado de la particular manera en que Steve Howe tocaba, o mejor, hacía gemir a sus guitarras Gibson Les Paul, Gibson Les Paul Gold Top, Fender Steel and Telecaster, Martin Mandolin, Fender Stratocaster, etcétera, etcétera. Con él, con Howe, llegué a descubrir, a entender, a interiorizar que las guitarras, como los seres humanos, tenían alma. Y por supuesto quedé enamoradísimo de la inquietante, intensa, sublime, extraña, inasible y andrógina voz de “il castrato” Jon Anderson. Me impresionó la complejidad de los temas del disco, en especial “The Gates Of Delirium”, compuesto a semejanza de las sinfonías clásicas, dividido en movimientos con tiempos y estructuras diferentes; me encantó su atmósfera mítica y sublime, su carácter épico, melancólico y a la vez festivo.

A Relayer siguieron Fragile, Close to the Edge, Tales from Topographic Oceans, Yessongs —todos grabados en la primera mitad de la década de los setenta, todos componiendo o formando parte de lo que la crítica especializada de entonces había dado en llamar el «Yes clásico», su etapa más sinfónica y ecléctica—; así como también sus primeros trabajos: Yes, Time and a Word y The Yes Album. Y desde luego los dos discos más recientes que había grabado la banda en la época de mi primer contacto con ella: Drama y 90125, editados por Atlantis Records en 1980 y 1983, respectivamente.

Luego vino un período en el que dejé de tener noticias de Yes. En aquel tiempo compartir música era algo más complejo y difícil de lo que es hoy en día. No existía internet y mucho menos música en formato digital. A veces, cambiar de grupo de amigos significaba, de alguna manera, cambiar también el tipo de música que se escuchaba. Y eso fue lo que sucedió conmigo. Al salir de bachillerato y empezar a estudiar en la universidad, me vi obligado a variar bastante mis gustos musicales. Aunque nunca dejé de escuchar mis viejos discos de vinilo y las cintas que había grabado en casa de mis amigos.

Tiempo después, ya graduado, viviendo y trabajando en Caracas, volví a tener noticias de Yes. Era el año 1997 y por casualidad me enteré a través de internet del lanzamiento del más reciente disco de la banda (ahora sí, en formato digital masterizado, como correspondía a la época): Keys to Ascension 1 y 2. Enseguida lo compré. Se trataba de un doble CD en el que habían incluido temas clásicos grabados en vivo y tres temas nuevos en los que se mantenían fieles a la música que habían hecho a principio de los años setenta.

Cierto día, escuchando Keys to Ascension en la oficina, supe que un compañero de trabajo era también fans del grupo. A partir de allí compartimos el material que teníamos de Yes y estrechamos nuestra amistad. Fue con él, y en compañía de nuestras respectivas esposas, que, dos años más tarde, asistí a mi primer concierto de Yes. La banda había incluido Caracas en su itinerario de promoción de su más reciente trabajo The Ladder. Lo que en un principio iba a ser su única presentación en el Teatro Teresa Carreño, se convirtió en el primero de tres conciertos en los que sin embargo muy pronto se colgó el cartel de “agotado”. Sería ahora imposible expresar con palabras lo que viví aquella noche presenciando en directo el virtuosismo y la sensibilidad de Jon Anderson, Steve Howe, Chris Squire, Alan White, Billy Sherwood e Igor khoroshev. Lo que eché en falta fue que en dicha alineación no estuviera en los teclados Rick Wakeman (sustituido correctamente por khorshev), para así haber disfrutado de la alineación clásica de la banda. Poco después también Wakeman visitó Caracas y fui a verlo. Pero siempre me quedará el despecho de no haberlos visto tocar juntos.

Hace unas tres semanas leí que Yes, después de diez años dedicado exclusivamente a ofrecer conciertos, decidió volver a los estudios de grabación y preparar el lanzamiento de nuevo material. Fly From Here es el nombre de su más reciente disco y será puesto a la venta a partir de hoy martes 12 de julio. A pesar de que Chris Squire ha dicho que el disco es un retorno a la esencia de la banda, de la música que hicieron en los setenta, “We Can Fly”, el sencillo que han liberado para la promoción, a mí me ha sonado muchísimo a Drama. Quizá se deba a que la alineación actual, a excepción de Benoit David, claro, fue la misma que participó en la grabación de Drama. Ni siquiera ha faltado Trevor Horn que, aunque no se pone frente a los micrófonos como en aquella ocasión, ha producido el disco.

No sé qué pensarán los demás fans de este nuevo material. En lo que a mí respecta, sólo sé que, a lo largo de su trayectoria, Yes ha demostrado la calidad y el virtuosismo de sus integrantes aún en sus trabajos menos reconocidos. Así que, en cuanto tenga oportunidad, me haré con Fly From Here.

jueves, 7 de julio de 2011

Crónicas de Montevideo (II)*



El barrio Pocitos está ubicado sobre la costa nordeste del Río de la Plata, la que mira al Atlántico. Según la leyenda, debe su nombre a las lavanderas que, a principios del siglo XIX, atraídas por las limpias aguas de un arroyo que cruzaba la zona, excavaban pozos en la arena de la playa cercana para lavar allí la ropa de sus señores, residentes en la ciudad amurallada. Al igual que muchos barrios montevideanos, tuvo su origen como un poblado independiente que luego acabó siendo engullido por el crecimiento de la ciudad.

Tras nuestro paseo por las ramblas, Javier condujo con rumbo a este barrio. Es uno de los más poblados y hermosos de la capital y cuenta también con las mejores playas de Montevideo, según Luciana. En el barrio Pocitos se concentra un enjambre de comercios de todos los tipos y tamaños, pudiendo encontrarse cualquier cosa que se necesite sin tener que salir de la zona. Por supuesto, su arquitectura es mucho más moderna que la de Ciudad Vieja, de esbeltos y gallardos edificios de entre 10 y 15 pisos.

Es el barrio que prefieren las clases media y alta.

Cuando cae la noche, nos dice Luciana, las calles del barrio se animan y las puertas de los locales se abren de par en par para recibir a los visitantes. La oferta, tanto gastronómica como de ocio nocturno, es abundante y variada. De hecho, en la misma cuadra donde Javier y Luciana comparten un pequeño apartamento, Pablo Bengoechea, capitán e histórico jugador del club de fútbol Peñarol (y de la selección uruguaya), regenta un famoso restaurante. Bar El Diez es su nombre, uno de los apodos con los que se conocía, en su época de goleador, a Bengoechea.

La sala-comedor del apartamento de Javier y Luciana es minúscula y la cocina de tipo kitchenette. Para compensar el tamaño, el ventanal de la sala-comedor da a la calle y a través de él se cuelan los chorros de luz y el bullicio que se producen fuera, como si ese tramo de la calle formara también parte inseparable de su anatomía. El apartamento queda en un primer piso, así que se levanta apenas unos metros sobre el nivel de la calle. Bebemos y picamos algo mientras continuamos nuestra conversación de indagación y reconocimiento, con el único propósito de romper el hielo. Cuando ya todos nos hayamos más cómodos y relajados, decidimos salir de nuevo a la calle. “Vamos a la Ciudad Vieja”, propone Luciana y hacia allí nos dirigimos. Volvemos a subir al Renault Twingo y a recorrer las ramblas y, al cabo de unos minutos, ya hemos llegado a nuestro destino. Es entonces cuando entramos en contacto con la Plaza Independencia, atravesamos la Puerta de la Ciudadela y caminamos por el bulevar de la calle Sarandí con rumbo al propio corazón del barrio Ciudad Vieja y nos extasiamos largo rato con sus calles y edificios.

Pasada las diez, Luciana recuerda que su hermana, que es cantante, se presenta en un local cercano a donde nos hallamos. “¿Les gustaría ir?”, nos pregunta. “Por supuesto, encantados”, respondemos enseguida Irma y yo y Luciana nos sonríe con esa sonrisa suya, entre cómplice y pícara, que ilumina unos segundos su rostro. Un rostro rectangular, de nariz alargada y prominente, de facciones marcadas y espesas cejas, con unos ojos de color indefinido, profundos y expresivos. Un rostro hermosísimo en su conjunto. Sus maneras y gestos la delatan como una mujer cercana y apasionada. Javier nos cuenta que, días antes, y para el estreno, se cortó el cabello con la finalidad de parecerse más a él, porque en la obra ambos interpretan a unos gemelos. Él no estuvo de acuerdo porque le encantaba verla con su cabello cayéndole sobre los hombros, pero igual ella se lo ha cortado.

“¡Así es Luciana!”.

El bar adónde vamos se llama El Pony Pisador y está en la calle Bartolomé Mitre del barrio Ciudad Vieja. Es uno de esos locales de tipo híbrido que, hasta cierta hora de la noche, funciona como taberna y, a partir de entonces, las mesas y sillas son retiradas y pasa a ser una discoteca. La calle Bartolomé Mitre está saturada de ellos y en las noches de verano se pone que no cabe un alma. El Pony Pisador tiene dos niveles, siendo la planta baja el más amplio. La barra es larga y en forma de “L” y se ubica justo debajo de la segunda planta y abarca todo el espacio inferior cubierto por ésta. A la segunda planta se accede a través de una escalera que está a un costado de la barra. Del techo cuelga una de esas enormes esferas rotatorias, cubierta por miles de trozos de espejo, típicas de las discotecas. En la planta baja, a la derecha de la puerta de entrada, se ha reservado un pequeño espacio para que haga las veces de escenario. Allí, ejecutando su show, encontramos junto a otros músicos a Gia Love, nombre artístico de la hermana de Luciana.

El Pony Pisador está lleno pero gracias a los buenos oficios de Javier nos ubican en una mesa que queda libre al poco de llegar. Les comento a los chicos que la cosa pinta bien y que me encanta el ambiente, ellos dicen que eso no es nada, que dentro de un rato el sitio estará a reventar. Casi gritamos para poder oírnos unos a otros. Luego nos callamos y les dedicamos toda nuestra atención a la cantante y a sus músicos. ¿No es por ellos que hemos ido allí? El sonido de los instrumentos está ligeramente por encima del de la voz de la cantante y no nos permite apreciar en su totalidad el timbre de voz de Gia. Sin embargo, lo que escuchamos nos gusta a mí y a Irma y se lo comentamos a Luciana. Ella nos dice que la hermana compone sus propios temas, un pop melódico con ciertas reminiscencias de rock and roll.

Durante uno de los intermedios de descanso de los músicos, Gia se acerca a nuestra mesa y Luciana nos la presenta. Resulta ser tan encantadora como su hermana mayor. Tras terminar la presentación de Gia, decidimos quedarnos en El Pony Pisador hasta bien entrada la madrugada. Alrededor de las cuatro de la mañana le comunico a los muchachos que Irma y yo no aguantamos más, que estábamos muy cansados y nos gustaría irnos a descansar.

De camino al hotel, en el interior del Renault Twingo, le comento a Javier y Luciana que para ser nuestro primer día en Montevideo todo ha ido bien, que habíamos estirado las horas hasta más no poder, como si se trataran de goma de mascar. Sin duda la hemos pasado genial, un muy buen comienzo, añado. Pero que todos los días de nuestra visita no podían ser como aquel. “¿Y qué les gustaría hacer mañana por la noche?”, preguntó Javier. De inmediato me le adelanté a Irma y dije, “particularmente a mí, me gustaría ver un poco de teatro”.

*Este post es continuación de este otro y resta aún una tercera entrega.

jueves, 30 de junio de 2011

La violencia como síntoma


América Latina es un continente violento. Y detrás del complejo entramado de la violencia de las últimas décadas, por lo general, se encuentra la mano del narcotráfico.

Gracias a los recursos obtenidos a través de su negocio, los narcos van extendiendo poco a poco sus tentáculos sobre la sociedad en la que actúan hasta conseguir minar sus sistemas de defensas. La semana pasada, algunos presidentes centroamericanos lanzaban un S.O.S. a sus colegas más ricos de EE UU y Europa para que les ayuden a combatir los avances del crimen organizado en sus respectivos países. Si a esta realidad sumamos los males endémicos de la región, pobreza y gobiernos corruptos, el resultado puede acercarse a lo que dice Francisco Dall'Anese, jefe de la Comisión Internacional contra el Crimen Organizado en Guatemala (CICIG): "Este país tiene un altísimo riesgo de convertirse en un narcoestado. El crimen organizado ha venido ocupando los espacios que el Estado pierde. Así, los criminales brindan a la población servicios como escuelas, asistencia médica... obteniendo una especie de legitimidad en una población secularmente abandonada". No es una situación nueva en Latinoamérica. Habría que recordar el imperio de corrupción, terror y muerte que Pablo Escobar Gaviria consiguió levantar en los años ochenta en Colombia.

Un pequeñísimo pellizco de esta situación lo vemos reflejado en la película Hermano, ópera prima del director venezolano Marcel Rasquín. En ella el líder de una mafia de narcos paga al entrenador, proporciona uniformes y equipamiento y da trabajo y protección a varios de los jugadores de un equipo de fútbol de barrio. Pero este es sólo el telón de fondo de la cinta, puesto que su trama gira en torno a la relación de Julio y Daniel, dos hermanos muy unidos a quienes les encanta jugar al fútbol. Julio y Daniel son tan distintos como la noche y el día y, a la vez, tan parecidos como dos gotas de agua. Uno estudia bachillerato, es ingenuo y concibe el fútbol como una manera de vivir. El otro trabaja para el líder de los narcos, vigila que los camellos de la zona estén al día con el pago de sus deudas y gracias a eso lleva plata a casa. Uno es un soñador, el otro tiene los pies bien plantados sobre la tierra. Cuando juegan al fútbol, uno se comporta como un líder nato sobre la cancha y el otro como un delantero talentoso, único, una verdadera promesa... Ambos adoran a su madre (una mujer humilde que hace dulces y tartas para ganarse la vida) y, cada cual a su manera, sabe que de la violencia es imposible escapar. También, cada cual a su manera, se aman y protegen.

Un buen día la fortuna toca a su puerta en la figura de un cazatalentos que les ofrece la oportunidad de realizar una prueba en un club profesional de fútbol y quizá la posibilidad de firmar contrato con él.

A Rasquín le disgusta que tilden a su ópera prima de social, "Porque hablo de personajes, es cine humano y no social", dice. Pero es difícil, por decir lo menos, que alguien que no haya vivido en Latinoamérica y por tanto sea ajeno a la cotidianidad de la gente que habita sus barrios populares, lo perciba de manera diferente. ¿Cómo puede relatarse una historia en el seno de una familia humilde, que habita estos barrios, sin mostrar la realidad que la circunda? ¿Cómo no hablar de violencia y narcotráfico si a diario cada uno de sus miembros se levanta y acuesta atravesando sus entrañas? No hacerlo, desde luego, sería falsear y traicionar la historia que se intenta contar.

Hermano es un melodrama que desde la primera escena golpea la sensibilidad del espectador. Hay escenas duras, por supuesto, pero también escenas de gran belleza, que conmueven y te hacen sentir un nudo abrasivo en la garganta. En fin, es parte de ese buen cine que de tanto en tanto consigue salir a flote en la región, pese a las limitaciones técnicas y presupuestarias.

lunes, 27 de junio de 2011

La lucidez del trastornado*


En “La salud de los enfermos”, de Julio Cortázar, una familia de pronto se ve involucrada en un complot doméstico para evitar que la realidad llegue, con toda su carga demoledora, a oídos de la matriarca, una mujer encantadora pero de salud frágil y carácter fácilmente impresionable, o al menos es la imagen que de ella se han formado su médico y allegados.

Mientras leía Blanco nocturno (Anagrama, 2010), del también argentino Ricardo Piglia, sobre todo hacia el final de la novela, tuve muy presente el cuento de Cortázar. Era imposible dejar de pensar en él, su argumento y personajes venían a mi mente una y otra vez. Antes de generar confusiones innecesarias, permítanme aclarar que, aparte de desarrollarse en Argentina y de que sus acciones giran en torno a una familia local, ambas historias no tienen nada más en común. ¿O tal vez sí?

La novela de Piglia comienza con la investigación de un asesinato, como si de una novela negra se tratase, sin embargo, ya dejado atrás el inicio y bien entrados en el relato, la historia poco a poco va dando un giro inesperado y cambiando de registro hasta decantarse por un drama familiar que de una u otra forma extiende sus largos tentáculos a los habitantes del pueblo de la pampa argentina donde se localizan y desarrollan las acciones.

“La comprensión de un hecho consiste en la posibilidad de ver relaciones. Nada vale por sí mismo, todo vale en relación con otra ecuación que no conocemos”, dice Croce, el comisario que investiga el asesinato de Durán, un mulato puertorriqueño que un buen día llega al pueblo y que, tres meses y cuatro días después, es hallado muerto en la habitación del hotel donde se hospedaba. Y a esto que dice Croce juega precisamente el autor con su narración, a que los lectores establezcamos nuestras propias relaciones y tratemos de descubrir esa otra ecuación que desconocemos o que él nos birla astutamente a golpe de técnica y oficio.

Piglia pertenece a ese selecto grupo de autores que con un puñado de obras (4 novelas, 3 libros de relatos y 3 de ensayos) ha logrado meterse en el bolsillo a un sinnúmero de lectores. Lectores, dicho sea de paso, que lo consideran un escritor de culto. Su leyenda se ha extendido como reguero de pólvora entre varias generaciones de estos lectores y pareciera que con cada nueva publicación esta leyenda se ve acrecentada. Su destreza narrativa es indiscutible, al igual que su sensibilidad para dejar traslucir a través de sus relatos el mundo que nos rodea, con sus horrores e injusticias, sus pequeñas historias y grandes frustraciones. El virtuosismo y la perversión compartiendo la misma cama. Leerlo es adentrarse en un callejón oscuro en el que sabemos que tarde o temprano saltará sobre nosotros, con sus garras y dientes afilados, la naturaleza humana.

Pero volvamos a lo que se nos expone en Blanco nocturno. Un forastero llega a un pueblo perdido de la pampa, donde es asesinado. Una de las familias fundadoras del pueblo, de las más ricas, se encuentra entre los sospechosos del asesinato. Alrededor de esta familia ronda un conflicto que se nos desvela a cuenta gotas y en la que se ve envuelta una fábrica de autos venida a menos a consecuencia de las políticas económicas de los gobiernos de EE UU y Argentina; fábrica a la que también algunos quieren echarle mano. Intrigas, mentiras, manipulación, la especulación financiera e inmobiliaria, una familia fragmentada por el rencor y el dinero, etc. Y detrás de todo esto, la locura: “Croce tenía una capacidad extraordinaria para captar el sentido de los acontecimientos y también para anticipar sus consecuencias, pero no podía hacer nada para evitarlos y cuando lo intentaba lo acechaba la locura”. De entre los temas abordados por Piglia en su novela, para mí el más llamativo y evidente ha sido justamente éste, la locura. Dos de los personajes más cautivadores de Blanco nocturno caminan por la cuerda floja de la demencia: el comisario Croce, del que ya he hablado, y Lucas Belladona, el obstinado dueño de la fábrica que lucha y se enfrenta a todos por un sueño. Quizá lo más notable y hermoso, las escenas más oníricas y reveladoras de la novela, tienen como protagonistas a estos dos personajes, a sus respectivos mundos enajenados. Los momentos de mayor lucidez, los mejores del relato, sin duda, los encontramos en sus diálogos, en las escenas donde se nos muestran sus respectivas anhelos, búsquedas y luchas. Y, por si fuera poco, a mitad de novela, en el capítulo 12, cuando Renzi (el alter ego del autor que ya ha aparecido en otros de sus libros) visita por primera vez a Croce en el manicomio, Piglia nos regala una hilarante escena con dos loquitos fumones. Se los aseguro, no tiene desperdicio.

Desde mi punto de vista, tal vez Blanco nocturno sea la mejor novela que hasta el presente haya publicado Piglia. Y digo “tal vez” porque de las cuatro (Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada y Blanco nocturno), todavía me falta leer La ciudad ausente. En síntesis, Blanco nocturno es otro contundente gesto del autor para continuar engrosando su leyenda.


*Desde su publicación en septiembre de 2010 por la editorial Anagrama, Blanco nocturno ha conseguido dos prestigiosos premios: el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos.

sábado, 18 de junio de 2011

Gente que se deprime


Este es un retrato de Walter Black (Mel Gidson): un hombre de mediana edad, casado y con dos hijos, presidente de una compañía de juguetes familiar, heredada, venida a menos, inmerso en una profunda depresión.

Este es un retrato de la familia de Walter Black: una esposa, Mederith (Jodie Foster), ingeniero para más señas, que todas las noches se conecta a internet para conferenciar con sus clientes japoneses sobre los planos de la más reciente montaña rusa que ha diseñado; un hijo mayor, Porter (Anton Yelchin), que a pesar de ser brillante, es un alumno regular que utiliza su talento para redactar trabajos a los demás estudiantes del instituto, eso sí, previo pago de una tarifa nada solidaria, además, odia a Walter y tiene miedo de acabar pareciéndose a él, su obsesión es tal que, en su habitación, tiene una pizarra abarrotada con post-it en los que ha ido apuntando las características, gestos y hábitos que ha identificado que él y su padre comparten; y un hijo menor, Henry (Riley Thomas Stewart), que desearía ser invisible para pasar desapercibido entre sus compañeros de colegio.

La depresión de Walter Black lo aísla de todo, especialmente de su familia. Él sólo desea dormir y lo hace en cualquier lugar: en la casa, en el trabajo o en el coche. Un buen día Mederith, tras dos años de apoyarlo y consentir su comportamiento, decide echarlo de casa. Ese día (o la noche de ese día), en un motel de mala muerte en las afueras, gracias a un accidente, y sobre todo a un castor de peluche que ha encontrado tirado en el conteiner de la basura, Walter decide hacer borrón y cuenta nueva. Ya basta de médicos, de tratamientos, de libros de autoayuda. Ese día toma la resolución de pasarle el control de su mediocre y precaria vida al castor de peluche. Sí, así como han leído. A partir de ese día, el castor de peluche será el que se comunique por él...

En El Castor (2011), Jodie Foster se apoya en el excelente guión de Kyle Killen para sacarle a Gidson la mejor actuación que quizá haya ofrecido en su carrera, después, claro está, de aquella mítica interpretación que hizo a mediados de los noventa de William Wallace, en Braveheart, cinta que también dirigió. La historia de Walter y su familia nos entretiene, nos hace reír a momentos y, en otros, sorprendernos, horrorizarnos y conmovernos a un mismo tiempo. Lo que sucede con las vidas de Walter y Porter que, tras conocer a Norah (Jennifer Lawrence), de alguna forma, como su padre, decide también redimirse nos mantiene pegados a la butaca, pendientes de lo que vendrá a continuación. Desde luego, como buenos espectadores, suponemos que las decisiones que toman en determinadas ocasiones no son las adecuadas y que entonces se hundirán aún más en sus respectivos pantanos existenciales.

Según Foster, todas sus películas son independientes y personales, “con trazos comunes que hablan de la soledad y del miedo a estar solos por mucho que te guste disfrutar de esa soledad. Que hablan de la familia y de nuestro miedo a parecernos a nuestros padres. Que hablan de una crisis espiritual como la que todos vivimos cada cinco años, que hablan de depresión aunque sea un tema que la mayor parte de la gente prefiere evitar”. Pero esta última cinta de la actriz y realizadora, también nos habla de la redención, de ese paso esquivo y difícil que a veces necesitamos dar para salvarnos a nosotros mismos. Y de que el camino a esa redención es menos arduo y tortuoso cuando caemos en cuenta de que no estamos solos, de que hay alguien a nuestro lado dispuesto a acompañarnos en el trayecto. Una peli estupenda para aquellos que gusten de los buenos dramas. Como dicen los americanos: two thumbs up! Muy recomendable.