Este es un retrato de Walter Black (Mel Gidson): un hombre de mediana edad, casado y con dos hijos, presidente de una compañía de juguetes —familiar, heredada, venida a menos—, inmerso en una profunda depresión.
Este es un retrato de la familia de Walter Black: una esposa, Mederith (Jodie Foster), ingeniero para más señas, que todas las noches se conecta a internet para conferenciar con sus clientes japoneses sobre los planos de la más reciente montaña rusa que ha diseñado; un hijo mayor, Porter (Anton Yelchin), que a pesar de ser brillante, es un alumno regular que utiliza su talento para redactar trabajos a los demás estudiantes del instituto, eso sí, previo pago de una tarifa nada solidaria, además, odia a Walter y tiene miedo de acabar pareciéndose a él, su obsesión es tal que, en su habitación, tiene una pizarra abarrotada con post-it en los que ha ido apuntando las características, gestos y hábitos que ha identificado que él y su padre comparten; y un hijo menor, Henry (Riley Thomas Stewart), que desearía ser invisible para pasar desapercibido entre sus compañeros de colegio.
La depresión de Walter Black lo aísla de todo, especialmente de su familia. Él sólo desea dormir y lo hace en cualquier lugar: en la casa, en el trabajo o en el coche. Un buen día Mederith, tras dos años de apoyarlo y consentir su comportamiento, decide echarlo de casa. Ese día (o la noche de ese día), en un motel de mala muerte en las afueras, gracias a un accidente, y sobre todo a un castor de peluche que ha encontrado tirado en el conteiner de la basura, Walter decide hacer borrón y cuenta nueva. Ya basta de médicos, de tratamientos, de libros de autoayuda. Ese día toma la resolución de pasarle el control de su mediocre y precaria vida al castor de peluche. Sí, así como han leído. A partir de ese día, el castor de peluche será el que se comunique por él...
En El Castor (2011), Jodie Foster se apoya en el excelente guión de Kyle Killen para sacarle a Gidson la mejor actuación que quizá haya ofrecido en su carrera, después, claro está, de aquella mítica interpretación que hizo a mediados de los noventa de William Wallace, en Braveheart, cinta que también dirigió. La historia de Walter y su familia nos entretiene, nos hace reír a momentos y, en otros, sorprendernos, horrorizarnos y conmovernos a un mismo tiempo. Lo que sucede con las vidas de Walter y Porter —que, tras conocer a Norah (Jennifer Lawrence), de alguna forma, como su padre, decide también redimirse— nos mantiene pegados a la butaca, pendientes de lo que vendrá a continuación. Desde luego, como buenos espectadores, suponemos que las decisiones que toman en determinadas ocasiones no son las adecuadas y que entonces se hundirán aún más en sus respectivos pantanos existenciales.
Según Foster, todas sus películas son independientes y personales, “con trazos comunes que hablan de la soledad y del miedo a estar solos por mucho que te guste disfrutar de esa soledad. Que hablan de la familia y de nuestro miedo a parecernos a nuestros padres. Que hablan de una crisis espiritual como la que todos vivimos cada cinco años, que hablan de depresión aunque sea un tema que la mayor parte de la gente prefiere evitar”. Pero esta última cinta de la actriz y realizadora, también nos habla de la redención, de ese paso esquivo y difícil que a veces necesitamos dar para salvarnos a nosotros mismos. Y de que el camino a esa redención es menos arduo y tortuoso cuando caemos en cuenta de que no estamos solos, de que hay alguien a nuestro lado dispuesto a acompañarnos en el trayecto. Una peli estupenda para aquellos que gusten de los buenos dramas. Como dicen los americanos: two thumbs up! Muy recomendable.
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