Conocí a
Mariela Ramírez hace casi 31 años. Los dos comenzábamos a estudiar la carrera
de Ingeniería en Informática en la UCLA de Barquisimeto, ciudad en la que ambos
nacimos. Ninguno de los dos había cumplido aún los dieciocho.
Recuerdo que
andaba con Juan Carlos Cornieles –ese otro amigo entrañable al que me une una
amistad de más de 35 años– recorriendo los pasillos oscuros del “básico” o “gallinero”,
un edificio, por darle algún nombre, en el que estábamos obligados a cursar un
par de materias. Juan Carlos y yo odiábamos aquel sitio por antipático y deprimente.
Nos ponía de malhumor tan sólo ver su fachada a lo lejos, cuando nos
acercábamos en transporte público. Pero quién nos iba a decir que allí él
conocería a la mujer de su vida y yo a una de esas grandes amigas con la que la
existencia me ha premiado sin merecerlo del todo.
Mentiría
ahora si dijera que los tres congeniamos enseguida. Nada que ver. En aquella
época Mariela era desconfiada y esquiva como un animal silvestre. Sin embargo,
Juan Carlos, desde un principio, vio en ella algo que yo no podía ver. Por ejemplo, yo prefería a la chica simpática
y risueña que la acompañaba.
Pasaron las semanas y los meses y la chica simpática y risueña resultó ser mucho más lejana y compleja que
la otra chica silenciosa y esquiva que había elegido mi amigo. En esos días, no
sólo constaté con asombro que Mariela nos acogía en su grupo de estudio, sino
que incluso nos abría de par en par las puertas de su casa. Tiempo después ella misma me
confesaría que su familia, al principio, pensó que éramos novios, puesto que solía
visitarla a menudo y pasábamos horas y horas conversando sentados en el sofá
del salón de su casa.
Conversábamos
de todo un poco, y yo disfrutaba como nadie de aquellas conversaciones, pero
sobre todo conversábamos de Juan Carlos. Mi amigo se había enamorado de ella
como suelen enamorarse los adolescentes, y ella insistía que no sentía
nada por él, que entre ellos no podría existir más que una amistad.
Pues eso,
que entonces yo desempeñaba el rol de celestino.
Y algo debí
haber hecho bien, sin quitarle méritos al esfuerzo de mi amigo por
conquistarla, naturalmente, porque desde aquellos días hasta hoy domingo 31 de
enero de 2016, estuvieron juntos. Sólo la muerte ha conseguido separarlos.
No hay
palabras con las que pueda expresar la alegría que significó para mí que ambos
me eligieran como padrino de su boda. Ni tampoco el haber sido testigo del
hogar que juntos construyeron a lo largo de estos años, incluida la crianza de una hermosa e
inteligente hija de 20 años llamada Raquel. Recuerdo también que de tanto en tanto,
los dos, muy cariñosamente y cada uno a su manera, me exhortaban a que sentara
cabeza y me decidiera por fin a formar un hogar.
Años después
les daría esa satisfacción cuando me casé con Irma.
La última
vez que me encontré con Mariela fue en noviembre pasado. Llevábamos casi tres años sin
vernos porque no visitaba Venezuela desde principios de 2013. Me costó reconocer
en aquel cuerpo disminuido y maltratado por la enfermedad a mi amiga de
siempre. Pero bastó con sentir su contacto, su largo y fraternal abrazo, para
saber que dentro de aquel maltrecho cuerpo seguía estando la
espectacular, maravillosa y valiente mujer que conocí hace casi 31 años en los
pasillos del “gallinero”, el lugar más deprimente del mundo.
Aquella última
tarde en que la vi, volvimos a hablar largo y tendido, como creo que no lo
hacíamos desde que nos sentábamos en el sofá de casa de sus padres. Todo ese
tiempo estuvimos cogidos de las manos, de esa forma me contagió su optimismo,
hicimos planes para el futuro, nos visitaría en Madrid, porque estaba segura de
que le ganaría la batalla a la enfermedad… Aunque no ha podido ser así y hoy siento un
dolor, una desolación y una rabia que me han mantenido anulado durante la mayor parte del día.
Sé que la rabia
y el dolor que ahora siento pasarán, porque la vida continúa. La vida siempre
encuentra su camino. No puede ser de otra manera. No obstante, creo que permanecerá
el vacío, porque el mundo desde hoy será un poquito más deprimente que antes.