martes, 14 de diciembre de 2021

Media galleta y un triciclo


Duro, hermoso, conmovedor. Son los adjetivos que se me han venido a la cabeza enseguida que se han encendido las luces y los que estábamos sentados en el patio de butacas no parábamos de aplaudir a los causantes de lo que acabábamos de ver y experimentar en la Sala Tarambana. Se trata del espectáculo “El triciclo”***, adaptación del texto de Fernando Arrabal dirigido por Nati Villar Caño e interpretado por los alumnos de la Escuela Municipal de Teatro “Ricardo Iniesta” de Úbeda.

Desde la primera escena, como para que no nos quepan dudas, Villar Caño nos presenta su particular declaración de intenciones: pone a desfilar uno tras otro a los personajes de la obra que atraviesan el escenario de una punta a la otra para arrojar bolsas de basura en un contenedor y desaparecer luego ante la vista del público.

El meollo del asunto es que dentro del contenedor hay una persona.

En el texto, con su peculiar manera de decir las cosas, Arrabal nos habla sobre desigualdad y exclusión. Los protagonistas de “El triciclo” son seres marginados por una sociedad que en su afán de esconder sus miserias bajo la alfombra, los ha obligado a replegarse a un lugar donde se hacen invisibles, y como si esto no fuera suficiente, vigilan con celo que permanezcan allí, como en el pasado se hacía con las personas que contraían la lepra.

El lenguaje que utiliza Arrabal en su pieza se mueve entre el absurdo, la ingenuidad y la ternura. Mezcla que deviene en entrañable poesía. Característica a la que Villar Caño y su equipo, tanto técnico como artístico, le hincan el diente y lo mejor es que saben sacarle provecho en su montaje: solventan de forma simbólica y poética algunos de los crudos escollos que propone el texto. El resultado es un espectáculo que cautiva, agrede y conmueve a partes iguales. Porque, en el fondo, la historia que se cuenta en “El triciclo” es brutal y salvaje, solo que la manera en que está contada la edulcora, seduciéndonos y haciéndonos irremediablemente cómplices de los victimarios… ¡Esos adorables criminales! Que, dicho sea de paso, antes han sido víctimas y, como tantas otras veces ha sucedido en la Historia, en determinadas circunstancias, ya se sabe, las victimas suelen acabar convirtiéndose en verdugos. Pero tal vez sea ese el “perverso fin” de Arrabal: construir unos personajes encantadores que derriben nuestra moralidad y nos conviden a ponernos de un lado en el que en condiciones normales nunca estaríamos.

En fin, que con Climando, Apal, Mita y El Viejo de la Flauta vamos de la mano hacia el abismo... Felices, pero siendo muy conscientes de ello.

El montaje que Nati Villar Caño ha hecho de la pieza de Arrabal guarda meticulosa fidelidad con el espíritu del texto; cada elemento encaja como piezas de puzle: escenografía, vestuario, luces, música (original, compuesta por Manuel Martínez) y efectos sonoros. Y, desde luego, cómo podría pasar por alto a los intérpretes que dan vida a cada uno de los personajes. Aunque, si se me permite el atrevimiento, yo destacaría las actuaciones de dos actrices en especial, Candela López Marín y Francisca Villacañas Jimena, en los roles de Climando y Apal, respectivamente, personajes sobre cuyos hombros recae gran peso de la obra. ¡Y vaya si ambas no han asumido esa cuota de responsabilidad de modo soberbio!

Lo que quizá he echado de menos fue que no hubiera más espacio en el escenario de la sala Tarambana para disfrutar del triciclo —verdadero motor del espectáculo, detonante de las acciones que hacen avanzar la historia— moviéndose por toda la escena, ya sea con Climando o Mita empuñando el manillar y llevándonos allá a donde ellos quieran.

*** ”El triciclo” inauguró la VI Edición del Festival Visibles 2021 organizado por la Sala Tarambana de Madrid el 24 de septiembre de 2021.

Con el futuro en los bolsillos

 


Cuando en 1992 comencé a trabajar en la profesión para la que había estado preparándome durante años, me sentí un gran afortunado. El departamento de IT de la compañía que me contrató, había estado pertrechándose en tiempos recientes de la última tecnología —tanto software como hardware— disponible en el mercado. A veces creía, por instantes, que tenía el futuro guardado en los bolsillos.

Los años venideros no hicieron más que acrecentar aquella ilusoria sensación: fuimos de las primeras compañías en el país en centralizar sus operaciones comerciales y de logística al echar mano de los avances en las telecomunicaciones y el nuevo milenio nos pilló montados en una serie de atractivos proyectos tecnológicos que, según nosotros, nos mantendría por los siguientes años en la cresta de la vanguardia.

Sin embargo, esto no ocurrió como pensábamos debido en gran medida a los caprichos que siempre nos tiene reservado el destino. “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntales tus planes”, reza un viejo adagio popular.

Mucha agua ha pasado desde entonces bajo los puentes y en ocasiones, por majestuosos que se recuerden, algunos orgullos suelen hundirse como el Titanic. Quizá para las nuevas generaciones de informáticos, la forma en que hacíamos las cosas en la década de los noventa, sencillamente los mueva a la risa. Tanto como en su momento a nosotros nos causó risa la forma en que nuestros predecesores trabajaban.

Es ley de vida.

Desde el inicio del milenio a estos días que nos ocupan la tecnología no ha dejado de avanzar a pasos agigantados. Gracias a estos avances, en la actualidad un dispositivo que podemos manipular con una sola mano resulta varias veces más potente que aquellos ordenadores de última generación con los que comencé a trabajar en 1992. Ni el más visionario de nuestros colegas de aquellos años hubiera imaginado que llegaríamos a estar tan interconectados como lo estamos hoy en día. Aunque no siempre interconexión signifique comunicación. Es la paradoja tecnológica que nos depara nuestra época: mientras más avanzadas se encuentran las telecomunicaciones a escala global, al parecer, más desconectados nos encontramos unos de otros en lo personal. Pero en el fondo no es culpa de la tecnología sino de la utilidad que acabamos dándole.

Y a uno de estos tipos de utilidad que solemos darle a la tecnología debo la enriquecedora experiencia de haber entrado en contacto, hace unos meses, con el colectivo Raíz Teatro. Una compañía teatral que tiene muy claro sus objetivos y a quiénes desea hacer llegar sus propuestas escénicas. Liderada por la carismática y polifacética Katherine Peytrequín Gómez (actriz, directora, productora, gestora, administradora, docente y bibliotecaria), la agrupación cuenta con sede en San José de Costa Rica. En estos tiempos de pandemia, cuando las restricciones impuestas por las autoridades sanitarias nos obligan a quedarnos en casa, la gente de teatro ha recurrido a las plataformas digitales con el fin de dar salida a sus inquietudes creativas ante la imposibilidad de hacerlo desde los escenarios. Fue gracias a la lectura dramatizada de una de mis piezas de teatro, difundida a través de una de estas plataformas, que Katherine tuvo noticias de mi obra. Transmitida en streaming a través del Facebook Live de Agitep (Asociación de Grupos Independientes de Teatro Profesional), la lectura estuvo a cargo de dos viejos conocidos —convertidos ahora en buenos amigos— que en 2011, con el título de “Desde el otro lado”, estrenaron “Pieza para dos actores” en la sala Vargas Calvo del Teatro Nacional: Silvia Campos y Arturo Campos. Dicho montaje lo dirigió Manuel Ruiz y lo produjo Tictak Producciones. Una adaptación más corta de esta obra fue la que Arturo y Silvia leyeron en las redes sociales de Agitep y que llamó la atención y curiosidad de Katherine. Según me contaría ella misma después, le encantó tanto el texto que enseguida quiso conocer más de su autor, googleó mi nombre, dio con mi web y devoró otras de mis piezas. Días después aceptaría la invitación que le hiciera la gente de Agitep para participar en su programa de lecturas y decidió seleccionar y presentarse con “Mientras amanece”.

Tuve la oportunidad de ver dicha lectura y no pude más que quedar enganchado con la propuesta que preparó Katherine a partir de mi texto, para la cual contó con los buenos oficios de tres talentosos actores: Jeremy Arias, que interpretó a Paul; Marco Rodríguez Vargas, que hizo de Theo; y Kyle Boza Gómez, que leyó algunas de las acotaciones que se sugieren en la obra. Sin duda un trabajo destacable y que, por los comentarios acumulados durante la lectura, hizo mella en la sensibilidad de varios de los espectadores. Tanto, que posteriormente Eliella Teatro, otra agrupación de reconocida trayectoria en el teatro costarricense, invitó a Katherine a participar en la iniciativa de lecturas dramatizadas que ellos también venían ofreciendo desde hacía meses en sus redes sociales.

Ojalá que en un futuro no muy lejano (por nuestra salud y la del teatro) los teatreros podamos retornar, sin restricciones de ninguna especie, a los escenarios, nuestro hábitat por naturaleza (y no las plataformas digitales), con la finalidad de continuar ofreciéndole a los espectadores el trabajo que hemos venido realizando desde tiempos ancestrales y con el que intentamos conectar con el otro para conjurar juntos, entre otras cosas, la paradoja tecnológica de nuestra época. ¿De qué vale una vida sin el otro? Particularmente a mí me gustaría mucho ver a Raíz Teatro atreverse desde los escenarios con “Mientras amanece”. 

Un funambulista en la sima

 


Decía Zygmunt Bauman que el camino a la identidad es un interminable campo de batalla entre el deseo de libertad y la demanda de seguridad, ya que libertad y seguridad son conceptos que se contraponen y excluyen mutuamente. ¿Cómo podría un funambulista escapar de sus miedos y obsesiones, y sentirse por entero realizado (liberado), sabiendo que cuenta con una red que lo protege de la caída?

Mientras realizaba la lectura de “Ser gato”, esa especie de artefacto literario que el escritor Edgar Borges ofrece ahora a sus lectores, gracias a una cuidada edición de Altamarea Ediciones con ilustraciones de Fría Aguilar, venía de manera constante a mis pensamientos esta contraposición entre libertad y seguridad de la que hablaba Bauman; además de dos proezas artísticas que en su momento me impactaron profundamente: el largo poema de Blaise Cendrars, “Prosa del transiberiano y de la pequeña Juana de Francia”, y la hazaña que la mañana del 7 de agosto de 1974 realizara Philippe Petit, para asombro del mundo: cruzar caminando sobre un cable la distancia entre las azoteas de las Torres Gemelas del World Trade Center en la ciudad de Nueva York.

¿Por qué? Es lo que pretendo ventilar en estas notas.

En su nuevo libro, Edgar Borges nos presenta a un personaje que emprende una quijotesca cruzada contra sí mismo en su afán por liberarse de las cadenas que lo mantienen atado a una vida que descubre de pronto que no le satisface. Y no hay mayor posibilidad de combate que la que se produce contra uno mismo, según Juan Mayorga. Este personaje, que es también el narrador del libro, se siente rehén de un sistema que comenzó a sembrar barrotes a su alrededor desde la infancia, continúo haciéndolo en la escuela y aceleró y afianzó la construcción de esta peculiar cárcel en su adultez a medida que iba adquiriendo más responsabilidades y formando parte más activa, consciente o no, del propio sistema. Su deseo de liberación es tal que anhela convertirse en gato. Un simbolismo que refleja a la perfección la identidad que ambiciona alcanzar porque, ¿qué otra criatura doméstica o más cercana al ser humano representa mejor la libertad que un gato? Su autosuficiencia y postura indiferente o rebelde ante su supuesto amo lo hacen, junto a su sigilo, la criatura doméstica más próxima a lo salvaje. A propósito de esto, Carlos Monsivais solía decir que acariciar el lomo de un gato era como acariciar el lomo de un tigre.

Por otro lado, “Ser gato” es un libro inclasificable. De allí que me refiera a él como artefacto literario. Su autor rompe sin romper del todo con lo que venía haciendo hasta el presente en materia literaria; mantiene las temáticas que lo obsesionan y con las que ha conseguido erigir su particular universo creativo —temáticas, por cierto, abordadas con originalidad en otras de sus obras: “El hombre no mediático que leía a Peter Handke”, “La ciclista de las soluciones imaginarias”, “La niña del salto”—, pero da mucho mayor peso y protagonismo al lenguaje. La forma por encima de la anécdota. Sin embargo, no por ello renuncia a proponer a sus lectores reflexiones filosóficas sobre la realidad que lo circunda y con la que tiene que convivir a diario. Esa realidad que nos asfixia y de la cual quisiéramos a veces desligarnos al igual que el narrador de “Ser gato”. Tal es la preponderancia del lenguaje en este libro, que en ocasiones he tenido la impresión de que estaba leyendo verso en lugar de prosa. Su ritmo y cadencias, así como su espíritu contestatario a la par que nostálgico en algunos tramos, son los que por momentos me han traído reminiscencias del célebre poema de Cendrars. E imaginaba que su narrador era un hombre sin tiempo ni espacio, un pez fuera del agua, un perenne adolescente, un funambulista desolado masticando sus miserias en silencio en el fondo de alguna sima.

No sería descabellado pensar que muchos de los grandes acontecimientos que nos han conmocionado a escala mundial, en lo que llevamos de siglo, no han hecho más que convalidar, y dejarnos muy en claro, lo que Bauman quiso darnos a entender con sus reflexiones sobre libertad y seguridad.

“Ser gato”, desde su intimidad, también nos hace una advertencia al respecto.

¿Fue acaso un espejismo los aires de libertad que en las décadas de los sesenta y setenta, del siglo pasado, creyeron y vocearon experimentar millones de jóvenes alrededor del planeta? Si lo miramos a la distancia de nuestros días, pareciera que sí. A fin de cuentas, quizá el 11 de septiembre de 2001, los restos de libertades que creíamos disfrutar en Occidente se vinieron abajo junto con las torres del World Trade Center. Nunca jamás volveremos a ver a otro funambulista cruzar de un lado a otro sus azoteas.