Hace escasamente dos años, y unos pocos días, en diciembre de 2005, viajé a España para participar en dos eventos: la presentación de un libro donde se incluía una de mis piezas de teatro y las deliberaciones de los premios de dramaturgia de Villa de Torreperogil, en su edición de ese año, de las que formaba parte del jurado.
Era la primera vez que salía del país en mi recién adquirido rol de escritor. Antes lo había hecho en innumerables ocasiones como ingeniero en informática, oficio que abandoné en 2003, como han de saber algunos de mis lectores, para dedicarme por completo a la literatura.
Entretanto rellenaba las formas de inmigración para mi entrada en España, al llegar a la casilla “Profesión”, tuve la duda de si colocaba “escritor” o “ingeniero en informática”. Quizá la costumbre, o un prurito para entonces inconfesable, me obligaron a escribir: “ingeniero en informática”.
Días después, de retorno a Caracas, ante esos chocantes formatos de inmigración, me ganó de nuevo la duda, ¿qué colocaba en la casilla de “Profesión”? Reflexioné un poco y tal vez gracias al buen trato recibido en Torreperogil, y a una extraña confianza adquirida durante el viaje, me atreví a colocar: “escritor”.
Mientras en el aeropuerto de Baraja el agente de inmigración pasó por alto lo que decía la casilla “Profesión” de mi formato, en Maiquetía no pasó desapercibida y el agente me hizo no pocas preguntas y comentarios relacionados con mi oficio de escritor.
Y es que esta profesión pareciera levantar sospechas en el ánimo de algunos de nuestros interlocutores. “¿Escritor? ¡Escritor es Gabriel García Márquez!”, parecieran pensar al tiempo que nos miran por el rabillo del ojo con una expresión a medio camino entre una profunda compasión y una inadmisible pena ajena.
Ahora que lo escribo —no sé si la experiencia vivida en los últimos cinco años ha aumentado mis niveles de paranoia—, siento que es la misma expresión que acostumbro a ver dibujada en los rostros de ciertos parientes, amigos o conocidos cuando respondo a su pregunta sobre qué estoy haciendo ahora.
Sin duda hay profesiones dentro de las cuales uno pareciera estar más obligado que en otras a tener éxito. O al menos a obtener esas prebendas que la gente común suele relacionar con el éxito: reconocimiento, premios, fama o notoriedad, y, desde luego, no podía faltar, dinero. El oficio de escribir pareciera ser una de ellas. ¿Les suena el “cuando seas famoso...”? Y es raro, o al menos paradójico, que se manifieste algo parecido en el inconsciente colectivo de un país donde la lectura no está entre las principales necesidades, actividades o pasatiempos de sus habitantes. En lo que a mí respecta, esto sí que debería ser digno de levantar irreductibles sospechas.
Tomar la decisión de ser escritor en nuestros países tal vez se aproxime demasiado a dar un salto al vacío. “Un acto de locura”, como dijo Vargas Llosa. Pero no hacerlo, deseándolo por encima de todo, sería en cambio un acto de cobardía. A mí me llevó casi veinte años entenderlo. Sin embargo, fue suficiente tiempo para interiorizar la lección y aprenderla.
Irónicamente, ahora que la he tomado como oficio, la literatura se me ha convertido en una gran incertidumbre. Cada vez que reflexiono sobre ella, sobre sus efectos, son enormes nubarrones los que se asoman en el horizonte. Nada luce despejado. A lo largo de los años que me desempeñé como ingeniero en informática, lo confieso, nunca me había sentido tan desguarnecido, tan frágil, como me he sentido en los últimos cinco años. Sin embargo, quizás sea precisamente esto, lo que cada día hace a la literatura más atractiva para mí, aumentando mis deseos de profundizar en ella. A pesar de los obstáculos encontrados, no veo manera de desandar el camino que decidí emprender a partir de 2003. Empecé a escribir historias a los once años, y, alcanzados los cuarenta, el gusto por hacerlo parece haberse reinventado, hallado nuevas vertientes.
Como dice la popular cuña de la tarjeta de crédito: “hay ciertas cosas que el dinero no puede comprar...”, entre ellas está la satisfacción de dedicarse a lo que uno desea. Y cuando la vida nos presenta esa oportunidad, importa poco lo que piensen o digan los demás.
Borges escribió que la vida exigía una pasión, la mía es escribir.
De ahora en adelante, en los formatos de inmigración que deba rellenar en los países que visite, en la casilla “Profesión”, no dudaré en colocar la palabra “escritor”.
Esa y no otra.