jueves, 30 de junio de 2011

La violencia como síntoma


América Latina es un continente violento. Y detrás del complejo entramado de la violencia de las últimas décadas, por lo general, se encuentra la mano del narcotráfico.

Gracias a los recursos obtenidos a través de su negocio, los narcos van extendiendo poco a poco sus tentáculos sobre la sociedad en la que actúan hasta conseguir minar sus sistemas de defensas. La semana pasada, algunos presidentes centroamericanos lanzaban un S.O.S. a sus colegas más ricos de EE UU y Europa para que les ayuden a combatir los avances del crimen organizado en sus respectivos países. Si a esta realidad sumamos los males endémicos de la región, pobreza y gobiernos corruptos, el resultado puede acercarse a lo que dice Francisco Dall'Anese, jefe de la Comisión Internacional contra el Crimen Organizado en Guatemala (CICIG): "Este país tiene un altísimo riesgo de convertirse en un narcoestado. El crimen organizado ha venido ocupando los espacios que el Estado pierde. Así, los criminales brindan a la población servicios como escuelas, asistencia médica... obteniendo una especie de legitimidad en una población secularmente abandonada". No es una situación nueva en Latinoamérica. Habría que recordar el imperio de corrupción, terror y muerte que Pablo Escobar Gaviria consiguió levantar en los años ochenta en Colombia.

Un pequeñísimo pellizco de esta situación lo vemos reflejado en la película Hermano, ópera prima del director venezolano Marcel Rasquín. En ella el líder de una mafia de narcos paga al entrenador, proporciona uniformes y equipamiento y da trabajo y protección a varios de los jugadores de un equipo de fútbol de barrio. Pero este es sólo el telón de fondo de la cinta, puesto que su trama gira en torno a la relación de Julio y Daniel, dos hermanos muy unidos a quienes les encanta jugar al fútbol. Julio y Daniel son tan distintos como la noche y el día y, a la vez, tan parecidos como dos gotas de agua. Uno estudia bachillerato, es ingenuo y concibe el fútbol como una manera de vivir. El otro trabaja para el líder de los narcos, vigila que los camellos de la zona estén al día con el pago de sus deudas y gracias a eso lleva plata a casa. Uno es un soñador, el otro tiene los pies bien plantados sobre la tierra. Cuando juegan al fútbol, uno se comporta como un líder nato sobre la cancha y el otro como un delantero talentoso, único, una verdadera promesa... Ambos adoran a su madre (una mujer humilde que hace dulces y tartas para ganarse la vida) y, cada cual a su manera, sabe que de la violencia es imposible escapar. También, cada cual a su manera, se aman y protegen.

Un buen día la fortuna toca a su puerta en la figura de un cazatalentos que les ofrece la oportunidad de realizar una prueba en un club profesional de fútbol y quizá la posibilidad de firmar contrato con él.

A Rasquín le disgusta que tilden a su ópera prima de social, "Porque hablo de personajes, es cine humano y no social", dice. Pero es difícil, por decir lo menos, que alguien que no haya vivido en Latinoamérica y por tanto sea ajeno a la cotidianidad de la gente que habita sus barrios populares, lo perciba de manera diferente. ¿Cómo puede relatarse una historia en el seno de una familia humilde, que habita estos barrios, sin mostrar la realidad que la circunda? ¿Cómo no hablar de violencia y narcotráfico si a diario cada uno de sus miembros se levanta y acuesta atravesando sus entrañas? No hacerlo, desde luego, sería falsear y traicionar la historia que se intenta contar.

Hermano es un melodrama que desde la primera escena golpea la sensibilidad del espectador. Hay escenas duras, por supuesto, pero también escenas de gran belleza, que conmueven y te hacen sentir un nudo abrasivo en la garganta. En fin, es parte de ese buen cine que de tanto en tanto consigue salir a flote en la región, pese a las limitaciones técnicas y presupuestarias.

lunes, 27 de junio de 2011

La lucidez del trastornado*


En “La salud de los enfermos”, de Julio Cortázar, una familia de pronto se ve involucrada en un complot doméstico para evitar que la realidad llegue, con toda su carga demoledora, a oídos de la matriarca, una mujer encantadora pero de salud frágil y carácter fácilmente impresionable, o al menos es la imagen que de ella se han formado su médico y allegados.

Mientras leía Blanco nocturno (Anagrama, 2010), del también argentino Ricardo Piglia, sobre todo hacia el final de la novela, tuve muy presente el cuento de Cortázar. Era imposible dejar de pensar en él, su argumento y personajes venían a mi mente una y otra vez. Antes de generar confusiones innecesarias, permítanme aclarar que, aparte de desarrollarse en Argentina y de que sus acciones giran en torno a una familia local, ambas historias no tienen nada más en común. ¿O tal vez sí?

La novela de Piglia comienza con la investigación de un asesinato, como si de una novela negra se tratase, sin embargo, ya dejado atrás el inicio y bien entrados en el relato, la historia poco a poco va dando un giro inesperado y cambiando de registro hasta decantarse por un drama familiar que de una u otra forma extiende sus largos tentáculos a los habitantes del pueblo de la pampa argentina donde se localizan y desarrollan las acciones.

“La comprensión de un hecho consiste en la posibilidad de ver relaciones. Nada vale por sí mismo, todo vale en relación con otra ecuación que no conocemos”, dice Croce, el comisario que investiga el asesinato de Durán, un mulato puertorriqueño que un buen día llega al pueblo y que, tres meses y cuatro días después, es hallado muerto en la habitación del hotel donde se hospedaba. Y a esto que dice Croce juega precisamente el autor con su narración, a que los lectores establezcamos nuestras propias relaciones y tratemos de descubrir esa otra ecuación que desconocemos o que él nos birla astutamente a golpe de técnica y oficio.

Piglia pertenece a ese selecto grupo de autores que con un puñado de obras (4 novelas, 3 libros de relatos y 3 de ensayos) ha logrado meterse en el bolsillo a un sinnúmero de lectores. Lectores, dicho sea de paso, que lo consideran un escritor de culto. Su leyenda se ha extendido como reguero de pólvora entre varias generaciones de estos lectores y pareciera que con cada nueva publicación esta leyenda se ve acrecentada. Su destreza narrativa es indiscutible, al igual que su sensibilidad para dejar traslucir a través de sus relatos el mundo que nos rodea, con sus horrores e injusticias, sus pequeñas historias y grandes frustraciones. El virtuosismo y la perversión compartiendo la misma cama. Leerlo es adentrarse en un callejón oscuro en el que sabemos que tarde o temprano saltará sobre nosotros, con sus garras y dientes afilados, la naturaleza humana.

Pero volvamos a lo que se nos expone en Blanco nocturno. Un forastero llega a un pueblo perdido de la pampa, donde es asesinado. Una de las familias fundadoras del pueblo, de las más ricas, se encuentra entre los sospechosos del asesinato. Alrededor de esta familia ronda un conflicto que se nos desvela a cuenta gotas y en la que se ve envuelta una fábrica de autos venida a menos a consecuencia de las políticas económicas de los gobiernos de EE UU y Argentina; fábrica a la que también algunos quieren echarle mano. Intrigas, mentiras, manipulación, la especulación financiera e inmobiliaria, una familia fragmentada por el rencor y el dinero, etc. Y detrás de todo esto, la locura: “Croce tenía una capacidad extraordinaria para captar el sentido de los acontecimientos y también para anticipar sus consecuencias, pero no podía hacer nada para evitarlos y cuando lo intentaba lo acechaba la locura”. De entre los temas abordados por Piglia en su novela, para mí el más llamativo y evidente ha sido justamente éste, la locura. Dos de los personajes más cautivadores de Blanco nocturno caminan por la cuerda floja de la demencia: el comisario Croce, del que ya he hablado, y Lucas Belladona, el obstinado dueño de la fábrica que lucha y se enfrenta a todos por un sueño. Quizá lo más notable y hermoso, las escenas más oníricas y reveladoras de la novela, tienen como protagonistas a estos dos personajes, a sus respectivos mundos enajenados. Los momentos de mayor lucidez, los mejores del relato, sin duda, los encontramos en sus diálogos, en las escenas donde se nos muestran sus respectivas anhelos, búsquedas y luchas. Y, por si fuera poco, a mitad de novela, en el capítulo 12, cuando Renzi (el alter ego del autor que ya ha aparecido en otros de sus libros) visita por primera vez a Croce en el manicomio, Piglia nos regala una hilarante escena con dos loquitos fumones. Se los aseguro, no tiene desperdicio.

Desde mi punto de vista, tal vez Blanco nocturno sea la mejor novela que hasta el presente haya publicado Piglia. Y digo “tal vez” porque de las cuatro (Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada y Blanco nocturno), todavía me falta leer La ciudad ausente. En síntesis, Blanco nocturno es otro contundente gesto del autor para continuar engrosando su leyenda.


*Desde su publicación en septiembre de 2010 por la editorial Anagrama, Blanco nocturno ha conseguido dos prestigiosos premios: el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos.

sábado, 18 de junio de 2011

Gente que se deprime


Este es un retrato de Walter Black (Mel Gidson): un hombre de mediana edad, casado y con dos hijos, presidente de una compañía de juguetes familiar, heredada, venida a menos, inmerso en una profunda depresión.

Este es un retrato de la familia de Walter Black: una esposa, Mederith (Jodie Foster), ingeniero para más señas, que todas las noches se conecta a internet para conferenciar con sus clientes japoneses sobre los planos de la más reciente montaña rusa que ha diseñado; un hijo mayor, Porter (Anton Yelchin), que a pesar de ser brillante, es un alumno regular que utiliza su talento para redactar trabajos a los demás estudiantes del instituto, eso sí, previo pago de una tarifa nada solidaria, además, odia a Walter y tiene miedo de acabar pareciéndose a él, su obsesión es tal que, en su habitación, tiene una pizarra abarrotada con post-it en los que ha ido apuntando las características, gestos y hábitos que ha identificado que él y su padre comparten; y un hijo menor, Henry (Riley Thomas Stewart), que desearía ser invisible para pasar desapercibido entre sus compañeros de colegio.

La depresión de Walter Black lo aísla de todo, especialmente de su familia. Él sólo desea dormir y lo hace en cualquier lugar: en la casa, en el trabajo o en el coche. Un buen día Mederith, tras dos años de apoyarlo y consentir su comportamiento, decide echarlo de casa. Ese día (o la noche de ese día), en un motel de mala muerte en las afueras, gracias a un accidente, y sobre todo a un castor de peluche que ha encontrado tirado en el conteiner de la basura, Walter decide hacer borrón y cuenta nueva. Ya basta de médicos, de tratamientos, de libros de autoayuda. Ese día toma la resolución de pasarle el control de su mediocre y precaria vida al castor de peluche. Sí, así como han leído. A partir de ese día, el castor de peluche será el que se comunique por él...

En El Castor (2011), Jodie Foster se apoya en el excelente guión de Kyle Killen para sacarle a Gidson la mejor actuación que quizá haya ofrecido en su carrera, después, claro está, de aquella mítica interpretación que hizo a mediados de los noventa de William Wallace, en Braveheart, cinta que también dirigió. La historia de Walter y su familia nos entretiene, nos hace reír a momentos y, en otros, sorprendernos, horrorizarnos y conmovernos a un mismo tiempo. Lo que sucede con las vidas de Walter y Porter que, tras conocer a Norah (Jennifer Lawrence), de alguna forma, como su padre, decide también redimirse nos mantiene pegados a la butaca, pendientes de lo que vendrá a continuación. Desde luego, como buenos espectadores, suponemos que las decisiones que toman en determinadas ocasiones no son las adecuadas y que entonces se hundirán aún más en sus respectivos pantanos existenciales.

Según Foster, todas sus películas son independientes y personales, “con trazos comunes que hablan de la soledad y del miedo a estar solos por mucho que te guste disfrutar de esa soledad. Que hablan de la familia y de nuestro miedo a parecernos a nuestros padres. Que hablan de una crisis espiritual como la que todos vivimos cada cinco años, que hablan de depresión aunque sea un tema que la mayor parte de la gente prefiere evitar”. Pero esta última cinta de la actriz y realizadora, también nos habla de la redención, de ese paso esquivo y difícil que a veces necesitamos dar para salvarnos a nosotros mismos. Y de que el camino a esa redención es menos arduo y tortuoso cuando caemos en cuenta de que no estamos solos, de que hay alguien a nuestro lado dispuesto a acompañarnos en el trayecto. Una peli estupenda para aquellos que gusten de los buenos dramas. Como dicen los americanos: two thumbs up! Muy recomendable.

viernes, 10 de junio de 2011

Estreno de “Desde el otro lado” en San José, Costa Rica


(“Pieza para dos actores”)
de Víctor Vegas
Primer Premio en el VII Certamen de Textos Teatrales de Torreperogil, Jaén, España (2004)
Premio Montevideo Ciudad Teatral, Montevideo, Uruguay (2009)

"Amor y odio son cuernos de la misma cabra"
Anónimo

Producción a cargo del Teatro Nacional y TICTAKproducciones
Dirección: Manuel Ruíz
Con Silvia Campos y Arturo Campos
Del 16 de junio al 7 de agosto
Temporada 2011
De jueves a Sábado 8:00 pm y domingos 5:00 pm
Teatro Vargas Calvo
Más información:

sábado, 4 de junio de 2011

Chesil Beach


“Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que una conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible”. Así comienza Chesil Beach de Ian McEwan. Una novela en la que se nos relata la historia de Florence y Edward, de sus temores, anhelos e ilusiones, de sus relaciones familiares, de sus fracasos, de cómo se conocen y enamoran, pero, sobre todo, se nos cuenta las reacciones de ambos la primera noche que pasan juntos en la intimidad, justo después de casarse. Alrededor de este último asunto se teje el relato.

Aunque huelga decirlo, tratándose de McEwan, mi primera impresión con esta novela es que está exquisitamente narrada. Soberbia y magnífica. A veces las descripciones se detienen en detalles que parecieran nimios, insignificantes, pero el autor lo hace con tal maestría (¿la sencillez y la honestidad en grado puro?), que más bien nos gustaría que estos pasajes se alargasen para continuar disfrutando de su destreza técnica. Sin embargo, en la mayoría de los casos, párrafos o páginas más adelante, estos mismos detalles que antes nos han parecido baladíes cobran su dimensión exacta y real significado. También las acciones de algunas escenas se hallan intencionalmente pormenorizadas puesto que cada acción, en sí misma, simboliza el mundo interior de los personajes. Bueno, puede que esto último suene a Perogrullo…

La novela tiene la clásica estructura de “espinazo de pescado”, en la que, de forma lineal, secuencial, y en un tiempo predeterminado, se cuenta una historia principal (la de la pareja de recién casados en su primera noche de intimidad en la habitación de hotel a orillas de Chesil Beach) que, de tanto en tanto, es interrumpida o alternada con otras subtramas del pasado (de cómo eran antes y justo después de conocerse Florence y Edward, de cómo son sus respectivas familias, etc.) para darnos mayor información sobre los personajes. Una estructura en apariencia simple, fácil, pero que puede albergar toda la complejidad que la maña y el talento del autor consigan meterle.

Las primeras líneas que ha elegido McEwan para dar inicio a su relato son una suerte de compendio del contenido total de la novela. En ellas se encuentra la clave de cuanto viene a continuación. Estamos hablando que la historia de Florence y Edward se desarrolla a comienzo de la década del sesenta del siglo pasado, cuando la revolución sexual era aún una quimera. “Sin decirlo, aquellas chicas transmitían la clara impresión de que se estaban ‘reservando’ para un futuro marido. No había ambigüedad: para tener relaciones sexuales con alguna tenías que casarte con ellas”. Algo quizá difícil de comprender en nuestros días.

Considero que con esta breve, rara y exquisita novela, McEwan arriesga lo suyo y al final logra salir indemne gracias a su extraordinaria visión y oficio de escritor. Porque es infrecuente que en tan poco espacio consiga reflexionarse sobre tal abanico de temas, encima, apoyándose en elipses o datos ocultos, en anécdotas truncadas y clichés como los son los problemas de comunicación entre las parejas, la consabida historia de amor entre el joven pobre y del campo y la niña rica y citadina; incluso de las relaciones afectuosas en una familia disfuncional basadas, me atrevería a decir, en el viejo adagio popular que afirma que amor y odio son cuernos de la misma cabra.

Tal vez, al acabar Chesil Beach, aquellos amables lectores que acepten su invitación, se sorprendan a sí mismos en el centro de una vorágine de sensaciones encontradas, contradictorias. En el fondo, ¿me ha gustado o no esta novela?, puede que se pregunten. Pero la buena literatura suele dejar, en contados casos, también este extraño sabor de boca.