martes, 31 de julio de 2018

En el país de Alicia (III)



Efectuar cualquier tarea en la Venezuela de hoy, por más anodina y rutinaria que parezca, puede en ocasiones resultar un despropósito. Y para muestra un botón: a causa de los racionamientos de agua a los que vive sometida la población desde hace varios años, un acto tan sencillo como tomar una ducha se reviste de un sentimiento de angustia, de desasosiego, y obliga a la gente a acatar y cumplir a rajatabla con horarios rígidos y carentes de practicidad.

Durante nuestra estadía en Caracas, Irma y yo teníamos que levantarnos a las 5.30 de la madrugada para ducharnos. Y encima estábamos forzados a hacerlo a la velocidad del rayo puesto que solo contábamos con una hora —el intervalo en el que el agua corriente estaba disponible en el edificio— y porque éramos cuatro las personas que ocupábamos y compartíamos aquel apartamento y que desde luego necesitábamos darnos una ducha antes de salir a la calle.

Tiempo atrás, con olfato previsor, al igual que han hecho miles de familias venezolanas, Juan Carlos había instalado en su casa un tanque de agua con capacidad para 560 litros; esto nos permitía llevar a lo largo del día una vida más o menos normal, hasta que volviéramos a disponer de agua corriente al final de la tarde —cosa que sucedía entre las 19.00 y 20.00 horas—. Pero por supuesto teníamos que administrar el contenido de este tanque con mucho criterio y hasta con algo de racanería puesto que no debíamos descartar la posibilidad de que al día siguiente no entrara agua en el edificio. Algunos días antes, mientras conversaba por teléfono con mis padres —que viven en la provincia y no cuentan con ciertos «privilegios» con los que pueden contar quienes residen en la capital—, me comentaban que llevaban una semana sin agua. Los invadía la zozobra porque los tanques —en casa de mis padres hay tres, con una capacidad total de cinco mil quinientos litros aproximadamente— se hallaban ya en niveles muy bajos y preocupantes. ¿Qué iban a hacer cuando se vaciaran del todo? La situación era tan crítica que hasta algunos vecinos se les habían acercado con baldes y envases para solicitarles que les regalaran un poco de agua. Las autoridades competentes, como única explicación, habían informado a la población de que debido a la carencia de uno de los productos o insumos con los que hacían potable el agua —no quedaba claro el porqué de dicha carencia—, se habían visto en la obligación de mantener suspendido el servicio por todo aquel tiempo.

Sin embargo, nada decían de cuándo sería restablecido.

Otra de las muchas contrariedades con las que tienen que enfrentarse y lidiar los venezolanos de manera cotidiana la representan los cortes de electricidad. A veces el servicio funciona de modo intermitente y en otras oportunidades se interrumpe por horas e incluso días en ciertas regiones del país. En Caracas suelen presentarse estas fallas de tanto en tanto, pero quienes las padecen con mayor frecuencia e intensidad son los habitantes del interior del país.

Como mis padres y sus vecinos.

Algo que vi como novedad y que no había notado en mis anteriores visitas fue el gran menoscabo que ha sufrido el transporte público. No es que en el pasado el servicio de transporte público de nuestras ciudades haya sido una maravilla, pero mal que bien funcionaba, y a sabiendas de sus deficiencias uno podía contar con él. Yo, por ejemplo, durante mi época de estudiante, me movía de forma exclusiva en transporte público y, después de graduarme, viviendo todavía en Barquisimeto, cuando me tocaba trabajar por temporadas en Caracas. Hoy en día el servicio ha desmejorado muchísimo, a tal punto que en ciertas ciudades es casi inexistente. Los usuarios pueden pasar horas esperando para trasladarse de un lugar a otro, sobre todo de sus hogares al trabajo y viceversa. Algunos de mis amigos de Barquisimeto me comentaron que preferían ir o venir andando del trabajo aun cuando el trayecto fuera largo y les llevara horas completarlo. Preferían enfrentarse con este percance en lugar de contar con el transporte público. Y a causa de sus bajos salarios no podían permitirse el lujo de pagar un taxi. Al Metro de Caracas, otrora emblema de los avances, civismo y modernidad del país me advirtieron de que ni se me ocurriera siquiera bajar, que estaba colapsado, al igual que el Metro Bus, del que quedaban ya pocas unidades en servicio. Me dijeron que las averías en el Metro son frecuentes y obligan a los pasajeros a desalojar los trenes en medio de las vías y túneles sin el apoyo del personal de seguridad. Además, observé con estupor —tanto en Caracas como en Barquisimeto— cómo las personas se subían a camiones de carga de particulares en los que iban hacinadas y desprotegidas, como si de ganado se tratase —en Barquisimeto, a propósito, le llaman a estos camiones los «ruta-chivos» en alusión al macho de la cabra—, porque son los únicos vehículos que cubren ciertas rutas de las zonas urbanas. Determinadas circunstancias, una vez más, nos hacen ciegos y sordos frente a los riegos y los peligros de vivir. De hecho me contaron que con estos camiones se habían producido un número impreciso de accidentes en los que el saldo resultante había sido personas heridas de gravedad e incluso fallecidas.

En algunas zonas de Caracas me percaté de que la gente hacía autostop, o pedían cola, como solemos decir en Venezuela. Pero, ¿cómo es que en un país con índices de criminalidad tan elevados siga existiendo personas que se atrevan a practicar esta actividad?, le pregunté en una oportunidad a Juan Carlos. Su respuesta me perturbó tanto como observar aquellas escenas de gente pidiendo cola: «Porque a las personas no les queda otra alternativa. Es arriesgarte o ir andando a todas partes, en cuyo caso igualmente te expones a ser víctima de los malandros. Lo increíble es que todavía haya choferes que se atrevan a montar extraños en sus carros, pero por increíble que parezca, todavía los hay».

Otro de los signos distintivos de la actual Venezuela son las colas. En el país se hacen colas por casi cualquier cosa. Colas en las que pueden desperdiciarse, mandar por el caño del desagüe prolongados tramos de tu vida. Colas para comprar alimentos o productos de primera necesidad, regulados o no (cuatro horas y media diarias invierte en promedio un venezolano para comprar algunos de los productos regulados por el gobierno); colas para subir a alguna unidad de transporte público —las pocas que quedan—; colas para sacar por vez primera documentos oficiales o bien para renovarlos; colas para retirar dinero del banco o cualquier otro recado que tengas que hacer en estas instituciones; colas para comprar la batería del coche; colas para cobrar la pensión; colas para pagar los servicios de luz, agua, gas o teléfono; colas para ser atendidos en los centros de salud tanto públicos como privados; colas para poner gasolina; colas para comprar una bombona de butano… Y aunque para muchos pueda que luzca como una exageración de mi parte, ¡la gente hace colas hasta para hurgar en los contenedores de basura!

Más adelante contaré una anécdota al respecto.

En uno de esos días entretanto aguardábamos turno para ser atendidos por el empleado de una oficina de un banco privado —nos urgía reactivar una vieja cuenta que teníamos en esta institución—, nos enteramos de que ahora, para abrir una cuenta en cualquier banco, debes concertar con anticipación una cita a través de internet. A menudo los plazos de espera de dicha cita van del mes a los tres meses hasta que al fin atiendan tu solicitud.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (II)

martes, 24 de julio de 2018

En el país de Alicia (II)


Caracas es una ciudad de contrastes.

De profundos contrastes.

En un radio de pocos metros, por ejemplo, pueden hallarse los rascacielos más altos, modernos y emblemáticos del país y, a escasa distancia, cientos de chabolas que ascienden por un terreno escarpado, unas sobre otras, para constituir y dar forma a uno de los muchos sectores populosos y deprimidos que se distribuyen a lo largo y ancho de la urbe. Otro ejemplo pudiera ser el Ávila, que se erige como un majestuoso gigante verde sobre el valle en el que se asienta Caracas, una montaña de densa vegetación tropical a la que el caraqueño común venera y a la que innumerables creadores —pintores, poetas, músicos— han dedicado parte de su obra y que contrasta con el Guaire, un río de aguas turbias y malolientes que atraviesa de oeste a este la ciudad. Otro ejemplo que se me ha venido a la mente en mi afán por ilustrar los contrastes de Caracas es el que representan dos especies de aves muy familiarizadas con la geografía caraqueña: las que cada mañana y cada tarde atraviesan con gran alboroto los cielos de la ciudad y las que en silencio revolotean los alrededores del Guaire; mientras el plumaje de las guacamayas o papagayos (las «gritonas» o aves que surcan los cielos caraqueños) está lleno de brillo y color, el de los zamuros o zopilotes (las aves que en silencio revolotean sobre el Guaire) es oscuro e irisado como la noche. Mientras para algunas personas las guacamayas simbolizan la belleza, los zamuros en cambio encarnan su reverso.

Pese a sus evidentes contrastes por mucho tiempo Caracas llegó a tener la reputación de ser una de las capitales más atractivas y modernas de América Latina.

Distinción que ostentó al menos hasta fines del siglo pasado.

Viví a lo largo de quince años en Caracas y sus contrastes siempre me chocaron y maravillaron a partes iguales.

Durante este lapso la ciudad y yo mantuvimos una compleja relación, una especie de vínculo de amor-odio, de repulsión-idilio que me es difícil de explicar y que tal vez solo puedan entender algunos caraqueños que mantienen un sentimiento similar con ese trozo de tierra que los ha visto nacer y crecer. Raras veces se desprecia con tanta intensidad lo que también se ama con arrebato.

Quizá debido a este dual y extraño sentimiento me ha sabido mal, me ha dolido en lo profundo ver a Caracas en las condiciones en que la he visto. Constatar de primera mano el franco deterioro en el que se halla inmersa. El asfalto de sus calles y avenidas fracturado y lleno de agujeros; las fachadas de los edificios descoloridas, sin el ángel que lucieron en otras épocas; basura y malos olores en cada rincón; las áreas verdes de algunas zonas del este se encuentran en tal descuido que un marrón pálido, reseco, se ha instalado en lo que antes era yerba y césped cuidados; centros comerciales como el de los Chaguaramos son ahora monumentos al abandono y la desidia —Irma y yo entramos por pura casualidad y salimos casi enseguida horrorizados, con una opresión en el pecho, porque de recién casados solíamos ir mucho a este centro comercial y allí pasamos muy gratos momentos acompañados de buenos amigos o solos ella y yo— como lo son, de idéntica manera, otros sitios simbólicos tales como el Jardín Botánico —no hace falta aventurarse en sus entrañas, desde fuera pueden apreciarse los estropicios—; puentes de guerra sobre el Guaire, que si bien han aliviado el infernal tráfico de Las Mercedes, contribuyen a darle a la ciudad un aire de fealdad y permanente conflicto.

Me atrevería a afirmar que hasta la luz natural que la alumbra ha perdido algo de su característico fulgor.

Considero pertinente aclarar que en ningún momento de nuestra estadía (o previo a ella) tuve la tentación, la curiosidad o el interés de salir a recorrer las calles de Caracas con propósitos antropológicos, como unos días antes me confesara que había hecho en su última visita a la capital venezolana mi amigo Frank. El propósito de nuestra visita era simple: reencontrarnos con familiares, amigos y conocidos y aprovechar de solventar unos asuntos personales con bancos y otras instituciones. Por tanto lo que describo en estas notas es lo que vimos Irma y yo entretanto hacíamos todos nuestros recados. Con él, con mi amigo Frank, habíamos sostenido un breve pero provechoso encuentro en Bogotá, ciudad en la que ahora reside. El encuentro se produjo un par de días previos a nuestro viaje a Venezuela. Habíamos quedado en el Parque de la 93 y el plan era sentarnos a conversar tranquilamente en cualquiera de los locales que se hallaban alrededor, de modo que acabamos en un Juan Valdez. Frank y yo llevábamos años sin vernos. Gracias a internet y a las redes sociales nos habíamos mantenido en contacto y al tanto de las trayectorias vitales de cada cual. «Claro. Veámonos», dijo, tan pronto me puse en contacto con él a nuestra llegada a Bogotá. «Creo que es importarte que les cuente un poco de cómo andan las cosas por allá. Para que vayan preparados…». Él había estado meses atrás en Caracas y había tenido tiempo de patearla. Visitó varios de sus sectores, incluido el centro, y nos habló con lujo de detalles de lo que se había encontrado. Yo, a cierta altura de su exposición, lo interrumpí para comentarle que si acaso había querido despedirse de su ciudad porque no había tenido la oportunidad de hacerlo al mudarse a Bogotá y me dijo, con cierta expresión sombría en el rostro, que ya no consideraba a esa su ciudad, que le había costado reconocerla de lo cambiada que estaba y continuó dibujándonos un panorama apocalíptico.

Frank llevaba viviendo en Bogotá poco más de un año.

Entretanto lo escuchaba, pensaba con ingenuidad que tal vez exageraba. En su relato creía haber percibido una mezcla de indignación, frustración y tristeza. Ya se sabe: las emociones que en ocasiones nos juegan malas pasadas y nos alejan del tan anhelado y necesario equilibrio cuando opinamos sobre algo que nos afecta. Sin embargo, a Irma y a mí apenas nos bastó con un par de días de nuestra estancia para corroborar la versión que de la actual Caracas nos había hecho Frank y, el resto del tiempo que pasamos allí, nos sirvió para constatar con estupor y desaliento que más bien mi amigo se había quedado corto en sus descripciones y anécdotas sobre la ciudad y su gente.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (I)

martes, 17 de julio de 2018

En el país de Alicia (I)

Cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala calidad, 
es hora de comenzar a decir la verdad.
Bertolt Brecht

Mientras recorríamos los pasillos del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía, esos que llevan desde las puertas de desembarque al área de inmigración, hubo un momento en el que Irma y yo nos hemos mirado instintivamente a la cara y, con este breve y sencillo gesto, ha quedado sobreentendido para ambos lo que pasaba por la cabeza del otro: nunca antes en nuestras muchas idas y vueltas, en nuestros muchos arribos a aquel aeropuerto, nos habíamos topado con tanta desolación. Aparte de los pasajeros del vuelo P5 7008 de Wingo, procedente de Bogotá —en el que viajábamos—, parecía que en ese instante no estuviera desembarcando ningún otro vuelo. Nuestra percepción ha quedado refrendada cuando en el área de inmigración apenas hemos tenido que formarnos unos pocos minutos para cumplir con los procedimientos de entrada al país.

Eran las seis y cuarenta y cinco de la tarde de un día miércoles.

Tampoco había demasiada gente en la zona del aeropuerto reservada para la retirada del equipaje facturado. De hecho la mayoría de rostros que he podido apreciar allí me han lucido familiares; supuse entonces que habrían venido con nosotros en el P5 7008. Aguardamos un buen rato antes de que la correa en la que se indicaba que saldrían nuestras maletas comenzara a funcionar, a moverse.

Fuera esperaba por nosotros Juan Carlos, un viejo y entrañable amigo de la infancia, con quien tuve la fortuna de cursar prácticamente toda la carrera universitaria en la UCLA de Barquisimeto. Días atrás él no solo se había ofrecido para irnos a recoger a Maiquetía, sino que incluso nos había puesto su casa a nuestra entera disposición con el fin de alojarnos durante nuestra estadía en Caracas. De modo que tras los abrazos y las primeras palabras que nos hemos cruzado, dirigimos con agilidad nuestros pasos hacia su camioneta.

En el parking, entretanto metíamos el equipaje en el maletero, se nos han acercado tres niños y un señor pidiendo que le diéramos alguna ayuda. La insistencia era el único rasgo distintivo que al parecer compartían el hombre y los niños. Juan Carlos les ha informado en un tono nada amigable, de que no cargábamos efectivo encima, que el efectivo era un bien escaso por esos días, tan difícil de conseguir como la honestidad y volviéndose hacia nosotros nos ha pedido que subamos rápido a la camioneta. Eso hemos hecho enseguida Irma y yo. Dentro del vehículo, Juan Carlos murmura entre dientes —como para sí mismo— que Venezuela se ha convertido en una nación de pedigüeños, ha puesto el motor en marcha y hemos enfilado con rumbo a su casa.

En el trayecto nos topamos con una autopista Caracas-La Guaira también desolada, casi vacía. Solo unos pocos coches subían y bajaban por los diferentes carriles. Como era día de semana, esa soledad no me pareció compatible con la de otras épocas y así se lo he hecho saber en un comentario a mi amigo.

—Mucha gente tiene los carros parados en sus casas por falta de repuestos. Si a esto le añades la cantidad de personas que está saliendo del país, entonces puedes hacerte una idea del por qué la autopista se encuentra tan sola. Además, a estas horas ya la gente está «guardada». A menos que sea indispensable salir a la calle, a estas horas todos prefieren mantenerse resguardados en sus casas.

A causa de los elevados índices de criminalidad, la inseguridad está entre las principales preocupaciones para los venezolanos.

Había anochecido y en ningún tramo de la autopista funcionaba el alumbrado público. O mejor dicho, solo en los boquerones —los dos túneles que atraviesan el sistema montañoso que separa a Caracas del litoral— hemos podido notar algo de luz artificial, aparte, desde luego, de la de los faros de los poquísimos coches con los que nos habíamos topado bajando o subiendo de La Guaira.

Confieso que Irma y yo nos habíamos preparado mentalmente a lo largo de semanas con la finalidad de enfrentarnos a estas y otros tipos de situaciones que imaginábamos nos íbamos a encontrar durante nuestra visita. Para los venezolanos que vivimos en el exterior los problemas que afectan al país no nos son ajenos. La distancia no tiene por qué hacernos indiferentes. Pero una cosa es leerlo o verlo en los medios de comunicación o redes sociales, o incluso escucharlo de boca de nuestros propios familiares, amigos o conocidos, y otra muy distinta era constatarlo en directo, de primera mano. Nadie puede experimentar la sensación de estar frente al mar a través de las opiniones de otros; hay que estar frente al mar para saber de verdad qué es eso, para saber con exactitud qué se siente.

Como Santo Tomás ante la noticia de la resurrección de Jesús.

O quizás era más como observar las montañas que ahora se desplegaban frente a nosotros, salpicadas de miles de puntos luminosos, un espectáculo que recuerdo siempre asombraba y fascinaba a los extranjeros que por vez primera subían de noche a Caracas desde Maiquetía; los venezolanos, en cambio, sabíamos muy bien que detrás de aquel subyugante espectáculo se escondía una realidad diferente. Que la experiencia de contemplar aquellas montañas de noche no era ni remotamente parecida a la de hacerlo con la luz del día.

(Continuará)