Caracas es una ciudad de contrastes.
De profundos contrastes.
En un radio de pocos metros, por ejemplo, pueden hallarse los
rascacielos más altos, modernos y emblemáticos del país y, a escasa distancia, cientos
de chabolas que ascienden por un terreno escarpado, unas sobre otras, para
constituir y dar forma a uno de los muchos sectores populosos y deprimidos que se
distribuyen a lo largo y ancho de la urbe. Otro ejemplo pudiera ser el Ávila,
que se erige como un majestuoso gigante verde sobre el valle en el que se
asienta Caracas, una montaña de densa vegetación tropical a la que el caraqueño
común venera y a la que innumerables creadores —pintores, poetas, músicos— han
dedicado parte de su obra y que contrasta con el Guaire, un río de aguas turbias
y malolientes que atraviesa de oeste a este la ciudad. Otro ejemplo que se me
ha venido a la mente en mi afán por ilustrar los contrastes de Caracas es el que representan dos especies de aves muy familiarizadas con la geografía caraqueña: las que cada mañana y cada tarde atraviesan con gran alboroto los cielos de la ciudad y las que en silencio revolotean los alrededores del Guaire; mientras el plumaje de las guacamayas o papagayos (las «gritonas» o aves que surcan los cielos caraqueños) está lleno de brillo y color, el de los zamuros o
zopilotes (las aves que en silencio revolotean sobre el Guaire) es oscuro e irisado como la
noche. Mientras para algunas personas las guacamayas simbolizan la belleza, los
zamuros en cambio encarnan su reverso.
Pese a sus evidentes contrastes por mucho tiempo Caracas llegó a
tener la reputación de ser una de las capitales más atractivas y modernas de América
Latina.
Distinción que ostentó al menos hasta fines del siglo pasado.
Viví a lo largo de quince años en Caracas y sus contrastes siempre
me chocaron y maravillaron a partes iguales.
Durante este lapso la ciudad y yo mantuvimos una compleja relación,
una especie de vínculo de amor-odio, de repulsión-idilio que me es difícil de
explicar y que tal vez solo puedan entender algunos caraqueños que mantienen un
sentimiento similar con ese trozo de tierra que los ha visto nacer y crecer.
Raras veces se desprecia con tanta intensidad lo que también se ama con
arrebato.
Quizá debido a este dual y extraño sentimiento me ha sabido mal, me ha
dolido en lo profundo ver a Caracas en las condiciones en que la he visto. Constatar
de primera mano el franco deterioro en el que se halla inmersa. El asfalto de
sus calles y avenidas fracturado y lleno de agujeros; las fachadas de los
edificios descoloridas, sin el ángel que lucieron en otras épocas; basura y
malos olores en cada rincón; las áreas verdes de algunas zonas del este se
encuentran en tal descuido que un marrón pálido, reseco, se ha instalado en lo que antes
era yerba y césped cuidados; centros comerciales como el de los Chaguaramos son
ahora monumentos al abandono y la desidia —Irma y yo entramos por pura
casualidad y salimos casi enseguida horrorizados, con una opresión en el pecho,
porque de recién casados solíamos ir mucho a este centro comercial y allí pasamos
muy gratos momentos acompañados de buenos amigos o solos ella y yo— como lo son, de idéntica manera, otros sitios simbólicos tales como el Jardín Botánico —no hace
falta aventurarse en sus entrañas, desde fuera pueden apreciarse los estropicios—; puentes de guerra
sobre el Guaire, que si bien han aliviado el infernal tráfico de Las Mercedes,
contribuyen a darle a la ciudad un aire de fealdad y permanente conflicto.
Me atrevería a afirmar que hasta la luz natural que la alumbra ha perdido algo de su característico fulgor.
Me atrevería a afirmar que hasta la luz natural que la alumbra ha perdido algo de su característico fulgor.
Considero pertinente aclarar que en ningún momento de nuestra estadía (o
previo a ella) tuve la tentación, la curiosidad o el interés de salir a
recorrer las calles de Caracas con propósitos antropológicos, como unos días antes
me confesara que había hecho en su última visita a la capital venezolana mi
amigo Frank. El propósito de nuestra visita era simple: reencontrarnos con
familiares, amigos y conocidos y aprovechar de solventar unos asuntos
personales con bancos y otras instituciones. Por tanto lo que describo en estas notas es
lo que vimos Irma y yo entretanto hacíamos todos nuestros recados. Con él, con mi
amigo Frank, habíamos sostenido un breve pero provechoso encuentro en Bogotá,
ciudad en la que ahora reside. El encuentro se produjo un par de días previos a
nuestro viaje a Venezuela. Habíamos quedado en el Parque de la 93 y el plan era
sentarnos a conversar tranquilamente en cualquiera de los locales que se hallaban
alrededor, de modo que acabamos en un Juan Valdez. Frank y yo llevábamos
años sin vernos. Gracias a internet y a las redes sociales nos habíamos
mantenido en contacto y al tanto de las trayectorias vitales de cada cual. «Claro.
Veámonos», dijo, tan pronto me puse en contacto con él a nuestra llegada a
Bogotá. «Creo que es importarte que les cuente un poco de cómo andan las cosas
por allá. Para que vayan preparados…». Él había estado meses atrás en Caracas y
había tenido tiempo de patearla. Visitó varios de sus sectores, incluido el
centro, y nos habló con lujo de detalles de lo que se había encontrado. Yo, a
cierta altura de su exposición, lo interrumpí para comentarle que si acaso
había querido despedirse de su ciudad porque no había tenido la oportunidad de hacerlo
al mudarse a Bogotá y me dijo, con cierta expresión sombría en el rostro, que
ya no consideraba a esa su ciudad, que le había costado reconocerla de
lo cambiada que estaba y continuó dibujándonos un panorama apocalíptico.
Frank llevaba viviendo en Bogotá poco más de un año.
Entretanto lo escuchaba, pensaba con ingenuidad que tal vez exageraba.
En su relato creía haber percibido una mezcla de indignación, frustración y
tristeza. Ya se sabe: las emociones que en ocasiones nos juegan malas pasadas y
nos alejan del tan anhelado y necesario equilibrio cuando opinamos sobre algo
que nos afecta. Sin embargo, a Irma y a mí apenas nos bastó con un par de días de
nuestra estancia para corroborar la versión que de la actual Caracas nos había
hecho Frank y, el resto del tiempo que pasamos allí, nos sirvió para constatar
con estupor y desaliento que más bien mi amigo se había quedado corto en sus
descripciones y anécdotas sobre la ciudad y su gente.
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