Nueve píldoras de realidad
venezolana.
En una abarrotada oficina de un banco, ubicada en la avenida
principal de Santa Mónica, un hombre que ha salido apenas unos minutos atrás
entra de nuevo y grita que le han robado el móvil. Es el segundo en menos de un
mes —el robo de equipos móviles es una práctica común en Venezuela; por tal
motivo es infrecuente ver a alguien usar su smart
phone en la calle—, dice. Ahora no sabe cuánto tiempo estará sin móvil,
dice. Ni siquiera está seguro de que pueda comprarse otro, dice. En cuanto ha
descargado su ira, su frustración, da media vuelta y sale por la misma puerta
por la que ha entrado. La gente en el interior de la oficina, que por unos
instantes ha puesto toda su atención en el hombre y sus quejas, retorna a
hacer lo que hacía: esperar.
Estábamos Irma y yo sentados en la Royal Santina, un café del Centro
Ciudad Comercial Tamanaco (CCCT) —icono de Caracas desde mediados de la década del setenta del siglo pasado, el CCCT fue el centro comercial más grande y concurrido de Venezuela hasta la construcción del Sambil en 1998—, hablando y tomándonos un café con una buena y
queridísima amiga, cuando hubo un momento en el que hemos notado que algo ha cambiado de forma
drástica en el ambiente. Irma y yo nos volvemos a mirar a nuestro alrededor y
hemos visto con asombro que el resto de mesas del local estaban vacías, que las tiendas
cercanas habían cerrado y que la planta, el centro comercial al completo parecía un
pueblo fantasma. El reloj marcaba apenas las seis y treinta y cinco de la tarde. «¡Bienvenidos
a la Caracas del Siglo XXI!», nos ha dicho nuestra amiga.
Al final de una mañana, Irma y yo aguardábamos en un punto acordado a
que una de mis primas pasase a recogernos —al no contar con dinero en efectivo
con que pagar un taxi o el transporte público, dependíamos de amigos y
familiares que nos llevaran y trajeran de un sitio a otro— para llevarnos a su
casa. Nos hacía ilusión reunirnos de nuevo con ella y su familia; se trata de
ese tipo de afectos que son para toda la vida. Hay algo de movimiento en la calle. No demasiado. Cerca
del lugar en el que aguardábamos hay una parada de transporte público. De repente
observo que se detiene una camioneta. Bajan y suben pasajeros. Los últimos en
intentar subir son dos hombres, uno de los cuales va en silla de ruedas. Entonces se ha iniciado una acalorada discusión entre los dos hombres y el chófer de la
camioneta. Entiendo que este último no quiere dejarlos subir. Ellos insisten.
Van hasta Chacaíto —y estábamos en Chuao, prácticamente al lado, solo que la
enrevesada organización de las arterias viales de Caracas hacen del recorrido algo
demasiado complejo y alejado para un hombre en silla de ruedas—, dicen. Tras
minutos de discusión, por fin el chófer accede a dejar subir a los dos hombres,
debido en gran medida a la presión que le ha hecho el resto de pasajeros. Me
saco el sombrero de observador —y me pongo el de ciudadano— y con celeridad me
acerco a echarle una mano al acompañante del hombre de la silla de ruedas para
que ambos suban a la camioneta.
Mismo lugar. Un rato antes de que sucediera el incidente del hombre
de la silla de ruedas, su acompañante y el conductor de la camioneta. Chuao no
nos es ajeno. Es una zona familiar para nosotros —¿o lo era?—. Irma y yo
solíamos recorrerlo a diario puesto que ambos trabajábamos por allí o en sus inmediaciones. Ella en la Pirámide Invertida del CCCT y yo muy cerca, en la calle Andrés
Galarraga. En el Cubo Negro quedaba una oficina del Citibank en la que había
abierto una cuenta en 1996 y casi enfrente se hallaba el edificio de IBM, uno de los
principales proveedores de Seagram. Chuao, un sitio en el que nos sentíamos
como en casa. Sin embargo, en aquella mañana en que aguardábamos a mi prima fue
también el lugar en el que hemos pasado más tensión y miedo durante nuestra
visita.
En casa de mi prima en El Paraíso, sector El Pinar. Minutos después. Luego de los
abrazos y cruces de primeras impresiones con los integrantes de su familia, como en pasadas ocasiones que he visitado esa casa, voy a
asomarme a la terraza —está en el ático o PH de un edificio de doce plantas—: delante,
una montaña que recordaba verde, luce ahora un feo color marrón desforestado
que deprime y ha empezado a llenarse de chabolas.
Otra mañana. En casa de mis padres. Irma se ha despertado con un ligero
dolor de cabeza. Me ha pedido que busque en nuestro equipaje Ibuprofeno y se lo
acerque con un poco de agua. Enseguida he hecho lo que me solicitaba
pero no encuentro por ninguna parte las dichosas pastillas. «Ah… ¡Se las he dejado todas a Juan
Carlos!», ha reparado Irma de pronto. Bajé a preguntarle a mamá si tenía algún
analgésico que sirviera para el dolor de cabeza y me ha mandado a revisar en la
caja donde guarda las medicinas. Busqué y busqué pero no he encontrado nada.
Solo un montón de medicamentos caducado. Bastante enfadado, olvidándome por un
momento de Irma y de su dolor de cabeza, fui a reclamarle a mamá por conservar
todo aquel lote de medicinas vencidas. Le advertí del riesgo de consumir
medicamentos caducados y además le he dado la chapa por dejarlos vencerse con
la gran escasez de medicina que hay en el país. ¿Por qué no se los había
dado antes a alguien que los necesitara? Ella no me ha respondido, solo me ha mirado
con unos enormes ojos compasivos que en ese instante no he podido interpretar ni
relacionar con nada debido a mi enfado. Más tarde, cuando se lo comenté a mi
hermana (que es médico), he caído en la cuenta de la situación: a causa de la
crisis, porque muchos son imposibles de encontrar, en Venezuela se están
consumiendo medicamentos que llevan hasta doce meses (y a veces más) caducados.
Por solicitud de amigos y familiares, la mayor parte de los «presentes
y suvenires» que hemos traído de regalo son medicinas.
Mi amiga Lyl, durante nuestro encuentro de ex Seagrams en Caracas,
dejó colar una anécdota que a Irma y a mí nos ha puesto los pelos de punta: una
mañana que había tenido que ir al CCCT, se percató de una extensa cola en las
cercanías de uno de los distintos accesos que tienen los estacionamientos del
centro comercial. Por curiosidad, le ha preguntado a un vigilante que andaba
por allí que para qué era aquella cola. El vigilante le respondió que para
hurgar en los contenedores de basura. «Hemos tenido que poner un poco de orden
entre la gente que viene a revisarlos porque siempre se armaban muchos alborotos»,
añadió.
En un supermercado en el que hacíamos la compra, estando ya en la
caja y pasando los productos por el escáner —las colas para pagar eran
kilométricas—, una mujer voluminosa, de unos cincuenta y cinco años y notables
problemas para andar, súbitamente grita: «¡¿Qué coño ha pasado con nosotros?! ¡¿A dónde carajo se ha ido nuestra amabilidad y solidaridad?!
Llevo un rato pidiendo que por favor me permitan pasar para pagar solo esto», y
muestra un par de artículos que llevaba en la mano, «y nadie me hace caso...
¡Nos merecemos todo lo que nos está pasando!». A su intervención siguen unos tensos
segundos de absoluto silencio. Tras el silencio, una de las pocas cajeras que atendía en esa tarde llama a la señora que acaba de gritar y le hace señas para que se
acerque.
(Continuará)
PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (VI)