Cuando a finales del año pasado
Irma me dijo que no podíamos seguir postergando nuestra visita a Venezuela,
supe que a lo largo de 2018 regresaríamos al país.
Por una u otra razón llevábamos al menos dos años aplazando el
viaje. En un principio se debió a problemas de salud de ella —había caído
enferma a causa de una neumonía que derivó en pleuritis y estuvo veinte días hospitalizada;
en aquella oportunidad habíamos comprado inclusive los billetes de avión— y
luego por cualquier otro motivo en el que yo creía encontrar alguna justificación.
Reconozco que era yo quien en el fondo se negaba a hacer el viaje.
Sin embargo, la resolución y convencimiento de Irma a finales de
2017 me sacaron de mi estado de negación y empezamos a preparar la visita.
Con el primer obstáculo que tropezamos fue con la poca oferta que
desde Madrid había para volar a Caracas; el segundo obstáculo estaba muy ligado
al primero: los altos precios de los billetes de avión. Pasamos varios días
analizando alternativas tanto de vuelos directos como con escalas. No hubo
éxito. Hasta que por esas fechas llegó al buzón del correo electrónico
de Irma una atractiva oferta de AirEuropa que no podíamos dejar pasar. Al fin y
al cabo, cuando el destino te requiere en algún lugar, en ocasiones también te muestra
el camino que debes seguir para llegar hasta ahí. Se trataba de una promoción
por el día del padre; enseguida sacamos cuentas y nos percatamos de que podíamos
beneficiarnos de la compra de billetes antes de que el período de disfrute de la
promoción caducara. La fecha que previamente habíamos elegido para nuestro
viaje a Venezuela coincidía con los inicios del mes de mayo de 2018. Entonces tuvimos
que adelantar el viaje unos pocos días con la finalidad de aprovechar la
promoción de la aerolínea.
Otro asunto que contribuyó a definir el itinerario de nuestro viaje
fue el hecho que meses atrás una sobrina de Irma se había marchado a vivir a
Bogotá. En aquellos días en los que analizábamos alternativas para comprar los
billetes de avión, noté que mi mujer experimentaba cierta melancolía, cierta saudade que me llevó a preguntarle qué
le pasaba. Resulta que solo imaginar que no vería a esta sobrina durante
nuestra inminente visita al país la entristecía. Así que le propuse que
evaluáramos la posibilidad de tomar un vuelo a Bogotá —Irma no conocía la
ciudad y a mí me apetecía volver y reencontrarme con viejos afectos— y desde
allí viajar más tarde a Caracas. La idea le gustó y ambos nos enfocamos en ello,
nos pusimos manos a la obra. De este modo descubrimos con asombro que volar
directo a Bogotá, y de allí coger después un vuelo de low cost a Caracas, salía casi al mismo precio que hacerlo desde
Madrid directamente a la capital venezolana. Había que coger la ocasión por los
pelos y fue lo que hicimos. No lo consideramos más y por fin compramos los
billetes bajo esta modalidad.
Arribamos a Bogotá en el atardecer de un día jueves de finales de
abril. No visitaba la ciudad desde 2002. Mientras trabajaba en Seagram hubo
períodos en los que solía viajar a la capital colombiana dos o tres veces al mes. La primera
vez que había puesto un pie allí fue en 1995. Desde entonces a esta parte la
ciudad ha cambiado mucho, para mejor, según mi criterio y punto de vista.
De aquella primera vez en Bogotá recuerdo que me gustaron su clima, la
arquitectura, el verde que podía encontrarse levantando apenas la mirada y desde luego su gente.
Volver es siempre grato.
A las puertas del hotel estaba Gabriela, la sobrina de Irma. La
acompañaba su marido Leo. Llevaban más de una hora aguardando por nosotros. El
coche que habían enviado del hotel para recogernos estuvo puntual en el Aeropuerto
Internacional El Dorado, pero yo había olvidado lo complejo y pesado que puede hacerse
el tráfico de la ciudad a hora punta. Gabriela recibió a Irma con un ramillete
de flores. Las dos mujeres se abrazaron, se besaron y lloraron. A un lado, Leo
y yo nos estrechamos de manera cordial las manos y cruzamos algunas palabras
intrascendentes. Ambos entendíamos que lo importante de aquel encuentro eran
tía y sobrina, nosotros dos no pintábamos nada en esa escena.
Después de registrarnos y dejar el equipaje en la habitación, los
cuatro salimos a cenar y, más tarde, tras un corto paseo por los alrededores,
retornamos al hotel y nos quedamos conversando hasta bien entrada la madrugada.
Hablamos de todo un poco.
Gabriela y Leo rondan los veintitrés años de edad. Ambos son técnicos
superiores universitarios pero ninguno ejerce en la actualidad sus respectivas
profesiones. Ambos están subempleados en Colombia. Ambos son dependientes en
locales de venta de ropa y calzado en el sur de Bogotá, en un centro
comercial del barrio Venecia. Trabajan doce horas al día y libran apenas un día
cada quince… Evidentemente los están explotando. Se lo dijimos. Ellos lo
saben. Sin embargo, aparte de esta «nimiedad», están contentos y agradecidos
con el país que los ha acogido porque acá el salario que ganan les permite
pagar un piso, hacer la compra, adquirir artículos para ellos y para la casa y
de vez en cuando disfrutar de algunas de las distracciones que nos hacen más
llevadera la vida. Además, de tanto en tanto envían algo de dinero a sus
familiares que siguen en Venezuela. Allá en cambio, en Venezuela, nos dijeron
que todo se les hacía cuesta arriba. A pesar de no tener que pagar alquiler por
la vivienda, puesto que siempre vivieron con algún familiar, el salario no les
alcanzaba para nada y llegaron a pasar muchísima «roncha» —como de forma coloquial
el caraqueño llama al hecho de subsistir en la precariedad—; se habían visto en
la necesidad de endeudarse a niveles desproporcionados —todavía continúan
abonando parte de esas deudas— para poder sobrevivir y, aunque prácticamente todo
lo que ingresaban se lo gastaban en comprar comida, aun así, llegaron a un
punto en el que comenzaron a pasar hambre... Fue esto último lo
que los hizo reaccionar y los empujó a salir del país.
De todo esto nos enteramos a las pocas horas de arribar a Bogotá.
(Continuará)
PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (III)
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