Comencé a
ejercer mi profesión de ingeniero en informática en mayo de 1992, poco antes de
que se celebrara el acto oficial de graduación de la institución en la que había
cursado estudios, la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA) de
Barquisimeto.
Sin embargo,
debo aclarar que había transcurrido ya casi seis meses desde el fin del
semestre y de la entrega de notas y certificaciones que nos acreditaban como
flamantes ingenieros de la República de Venezuela. Con aquella documentación en
mano, un nutrido grupo de graduandos de la XV promoción de Ingenieros en
Informática de la UCLA enseguida empezamos a buscar trabajo. En un principio,
entusiastas, ávidos y deseosos de ser fichados por una gran empresa, no pocos nos
dejamos seducir por los cantos de sirena de ciertos headhunter.
¡Cuánta
ingenuidad había detrás de aquellas posturas de seguridad y de orgullo mal
medido que muchos transmitíamos por entonces!
Tras diversos
intentos fallidos, incluido un viaje a Puerto Ordaz donde me entrevistaron en
una de las empresas del aluminio, por cierto, de las más apetecidas por los
recién egresados —me gustaría dejar dos cosas claras respecto a este viaje: que
el headhunter cubrió todos los gastos
de traslado y que era la primera vez que subía a un avión—, por fin recalé en
una compañía de la región: un fabricante y distribuidor de bebidas alcohólicas.
Allí, durante los siguientes diez años, haría carrera. Pero pudo no haber sido
así.
Intentaré
explicarlo a continuación de la mejor manera posible.
Un año después
de mi ingreso, aproximadamente, al departamento de recursos humanos se le
ocurrió uniformar a todos los empleados. Bueno, a los empleados “rasos”, quise
decir, puesto que los niveles medios y altos (jefes de unidad, gerentes y
directores) estaban exentos de cumplir con aquella nueva normativa. En cambio
para el resto de los mortales era obligatorio llevar el uniforme. Por supuesto
las reacciones no se hicieron esperar y fueron variadas y contradictorias. Desde los que estaban encantados
con la iniciativa (la mayoría), los que les daba igual (un porcentaje nada
despreciable) y los indignados (la minoría) entre los que naturalmente me encontraba
yo. ¿Que a qué se debía mi indignación? Pues al sencillo hecho que nunca he
sido partidario de abrazar símbolos gregarios: siempre que puedo evito
vestirme con colores, banderas o estandartes que se asocien o identifiquen con
determinado grupo humano. Sea cuál sea. Quizá la excepción la represente las
camisetas alusivas a bandas de rock, y la verdad es que tampoco, ahora que lo
pienso, es que las haya usado muy a menudo a lo largo de mi vida. Aunque me
encantaba lo que estaba haciendo, el ambiente que se respiraba en la planta y
sobre todo la relación de camaradería con mis compañeros de trabajo, era tanta
mi indignación que decidí hablar con mi supervisor directo y presentarle mi
dimisión. Ya lo sé. Visto así, a la distancia, pareciera una pataleta de niño
malcriado. Supongo que de esta manera lo vieron en aquel entonces muchos de los
involucrados. En mi descarga diré que en aquellos tiempos contaba con veinte y
pocos años y solía tomarme ciertas cosas muy a pecho.
El asunto
escaló niveles como la espuma y el mismo día en que hablé con mi superior
inmediato, el gerente de sistemas me telefoneó desde Caracas —donde lo habían
puesto al frente del proyecto de implementación del nuevo software de
distribución y logística que daría soporte a todas las filiales de la compañía
a escala nacional— y tuvimos una larguísima conversación. Al día siguiente fue
el director general de la planta que me pidió que me acercara hasta su
despacho. Todos me hablaron más o menos sobre lo mismo: de mi potencial, del
futuro, de mi oportunidad de hacer carrera en la empresa... Sin quererlo, armé
un lío que acabó desbordándome y ante el cual al final tuve que doblar las
rodillas y transigir. Con el paso de los días Recursos Humanos pareció también ceder
un poco en su férrea postura —quien no llevara uniforme no se le permitía el
acceso a la planta y desde luego se le descontaba el día de paga— y permitió
que al menos los viernes los empleados fueran vestidos como quisieran.
Los viernes. Los sagrados viernes.
Los viernes. Los sagrados viernes.
Con el paso
del tiempo me fui a Caracas a trabajar bajo las órdenes de nuestro gerente de
sistema en la implementación del nuevo software de distribución y logística y
ya no volví a la planta más que de visita o a realizar algún que otro trabajo
puntual.
En fin, que luego
de aquel jaleo acabé usando el uniforme solo unos meses y en
cambio hice carrera en la empresa durante más de diez años.
No obstante,
nada de esto ha menguado mi reticencia a llevar uniforme. Cualquier uniforme.
Al día de hoy lo pienso y todavía me sigue produciendo la misma indignación.