viernes, 9 de marzo de 2007

Los lectores de Cortázar


Para Cortázar existían sólo dos tipos de lectores. El primero de ellos, el lector-hembra, lo describía como “el tipo que no quiere problemas sino soluciones, o falsos pro­blemas ajenos que le permitan sufrir cómodamente sentado en su sillón, sin comprometerse en el drama que también debería ser el suyo”. En el extremo opuesto de la misma cuerda, estaba el lector-cómplice, que definía como aquel que “puede llegar a ser copartícipe y copa­deciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma”.

Después de lo anterior, como es natural, alguien que esté leyendo esta nota no le será difícil concluir que a Julio Cortázar le gustaba pensar que escribía para el segundo tipo de lectores: “Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me in­teresa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo”.

Según Diego Trelles Paz, escritor peruano, “la noción del lector como activo creador de la obra literaria y la destrucción del estado parasitario de la lectura, ya habían sido señaladas por José María Castellet en su libro La hora del lector (1957) y, trece años más tarde, Roland Barthes reafirmaba esta premisa señalando que: «el objetivo del trabajo literario (de la literatura como trabajo) es hacer que el lector no sea más un consumidor, sino el productor del texto»”.

Vaya clase de afirmación. ¡Bravo por Barthes!

De una u otra manera, un grupo de los creadores —quisiera pensar no despreciable— a los que nos ha tocado escribir en esta época, compartimos obsesiones similares a las expuestas en los párrafos previos. ¿Cómo hacer que el lector se involucre activamente en la construcción de las historias que contamos? ¿Cómo encender la chispa que eche a andar su propia maquinaria creativa mientras lee nuestros relatos? ¿Cómo hacer que nos acompañe activamente en la gran aventura de ficcionar? Vale señalar que quienes escribimos en la actualidad la tenemos bien cuesta arriba frente a las nuevas generaciones de lectores, porque si bien la manera de contar historias ha cambiado, ha evolucionado, ha sido objeto de no pocas innovaciones en las últimas décadas, también el lector ha ido evolucionando con el tiempo y hoy en día es mucho más difícil, por decir lo menos, hallarse con lectores ingenuos —si es que alguna vez esta rara especie llegó a existir. Además, cine y televisión han contribuido para que la cuesta de la que vengo hablando se haga mucho más pronunciada y tortuosa para las nuevas generaciones de autores. ¿Cómo cautivar a los lectores en la época post Tarantino? La respuesta no puede ser otra distinta a la que han echado mano tantos creadores: la forma, la estructura que armemos al momento de contar, en fin, el envoltorio de nuestras historias.

Por ejemplo, el caso de Roberto Bolaño, uno de los escritores latinoamericanos más influyente de nuestros tiempos, no deja de ser paradigmático. A él se debe parte de las innovaciones en la manera de narrar a las que he hecho referencia, sobre todo, en su inquietante y extraordinaria novela Los detectives salvajes. Durante una entrevista que le concedió al periodista Daniel Swinburn, del diario chileno El Mercurio, dijo: “En cualquier caso, la presión temática siempre ha ido a la par con la presión de la estructura. De hecho, cuando imagino un cuento o una novela o una pieza teatral, lo que sea, menos tal vez un poema, el primer escollo, el primer problema a resolver es el de la estructura, es decir, el envoltorio. A fin de cuentas, lo que se cuenta siempre es una variación de lo que el hombre se viene contando a sí mismo desde hace miles de años. Lo que cambia, lo que permite que el árbol, si aceptamos darle esa figura a la experiencia literaria, se mantenga vivo y no se seque es la estructura, nunca el argumento”.

Y allí está Rayuela, de Cortázar, para confirmarlo.

De manera que es en la estructura donde hallaremos el gran reto a la hora de sentarnos a escribir. En ella está el verdadero atractivo para el lector, nuestra posibilidad de encender su maquinaria creativa, de que a la hora de leernos se comporte como un lector-cómplice y no como un lector-hembra.

Menudo reto.

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