En un artículo titulado Lo erótico y lo pornográfico: una disociación interesada, Frank Baíz dice:
El término pornografía es utilizado para designar dos realidades de diferente orden. En primer lugar, su raíz etimológica (porne, graphia: descripción de la vida de las prostitutas) comporta una evaluación, o en palabras de un estudioso alemán: pornografía es un término normativo, es decir, que en él se expresa lo que una sociedad y su moral quieren que se interprete como deshonesto. Esta acepción, que ha alimentado la estéril discusión destinada a distinguir entre pornografía y erotismo, no es de mayor interés práctico.
En segundo lugar, el vocablo pornografía define la representación explícita de la actividad sexual humana, en todas sus variantes, desde la cópula heterosexual, hasta las múltiples manifestaciones de la fantasía en torno a la sexualidad. En este sentido el vocablo nos provee de una definición de contenido, ajena a connotaciones morales.
La visión que postula el erotismo y la pornografía como polos opuestos y excluyentes, es, como ya dijimos, estéril, operativa y conceptualmente. Según ella, el erotismo caracteriza cualquier exposición sugerida y delicada de la realidad sexual. La pornografía, por el contrario, es la exhibición descarnada de lo sexual, la exposición banal y antipoética de esta realidad biológica. Curiosamente, esta visión bipolar asigna un valor estético justamente en aquel espacio en el cual la sexualidad biológica aparece negada, para dar paso a una idealización lateral y substitutiva de la actividad sexual humana.
En rigor, nunca ha existido ninguna línea divisoria entre el arte que alude -descarnadamente o no- a lo sexual y aquel que lo soslaya más o menos poéticamente. Desde Las mil y una noches o La histoire de l'oeil, en literatura, desde Watteau hasta Picasso y Allen Jones, en pintura, lo explícitamente sexual se ha constituido en elemento medular de la obra artística, negando de hecho la pertinencia de una polémica cuya mayor debilidad estriba en la indefinición de los términos mismos de su discurso. Con el arte erótico o pornográfico habría que decir algo parecido a lo que Stravinsky decía de la música, que hay obras buenas y obras malas: la distinción no da para más.
Estoy en total acuerdo con cada palabra, cada punto y cada coma de las reflexiones de Frank Baíz.
Considero apropiado aclarar que en la adolescencia, más que consumidor de pornografía en su formato audiovisual (el betamax y el VHS vivían su mejor momento), lo fui en formato de revistas y libros. Quizá porque en el fondo quería que mi imaginación se mantuviera activa.
Y mientras leía una de aquellas novelas porno, al igual que antes me había sucedido al final de la infancia con los cómics y la literatura, me imaginaba escribiendo historias que erotizaran la imaginación de mis posibles lectores. Sin embargo, como tantas ideas de entonces, todo quedó en puro proyecto.
A estas alturas más de uno debe estarse preguntando ¿a dónde me quiere llevar este sujeto?
Todo lo anterior viene a cuento porque, hace poco, una buena amiga que leyó uno de los relatos incluidos en mi libro Mensajes en la pared, me dijo que si había abandonado mi “exitosa” carrera de informático para dedicarme a escribir pornografía. No sé si el comentario lo hizo a manera de reclamo, chiste o de alabanza, puesto que a veces por teléfono no es fácil distinguir entre una cosa y otra. La verdad, tampoco en ese instante quise indagar en el asunto y preferí cambiar de tema. No obstante, más tarde, al reflexionar sobre el comentario de mi amiga, me dije que poco importaba... Que con sólo haber escuchado la palabra pornografía saliendo de sus labios ya me daba por satisfecho; que tal vez no se trataba de aquellas historias que soñé escribir durante la adolescencia mientras leía novelas porno, pero que a fin de cuentas algo es algo... Quién quita si más adelante...
Aquellos que ahora se sientan picados por la curiosidad, pueden leer el relato del que hablo aquí, o, mejor aún (para mí, claro), comprar mi libro Mensajes en la pared.
Y resuelvan ustedes mismos si se trata de un relato erótico o de uno pornográfico... Aunque, como ya hemos visto, eso no tiene mucha importancia.
Considero apropiado aclarar que en la adolescencia, más que consumidor de pornografía en su formato audiovisual (el betamax y el VHS vivían su mejor momento), lo fui en formato de revistas y libros. Quizá porque en el fondo quería que mi imaginación se mantuviera activa.
Y mientras leía una de aquellas novelas porno, al igual que antes me había sucedido al final de la infancia con los cómics y la literatura, me imaginaba escribiendo historias que erotizaran la imaginación de mis posibles lectores. Sin embargo, como tantas ideas de entonces, todo quedó en puro proyecto.
A estas alturas más de uno debe estarse preguntando ¿a dónde me quiere llevar este sujeto?
Todo lo anterior viene a cuento porque, hace poco, una buena amiga que leyó uno de los relatos incluidos en mi libro Mensajes en la pared, me dijo que si había abandonado mi “exitosa” carrera de informático para dedicarme a escribir pornografía. No sé si el comentario lo hizo a manera de reclamo, chiste o de alabanza, puesto que a veces por teléfono no es fácil distinguir entre una cosa y otra. La verdad, tampoco en ese instante quise indagar en el asunto y preferí cambiar de tema. No obstante, más tarde, al reflexionar sobre el comentario de mi amiga, me dije que poco importaba... Que con sólo haber escuchado la palabra pornografía saliendo de sus labios ya me daba por satisfecho; que tal vez no se trataba de aquellas historias que soñé escribir durante la adolescencia mientras leía novelas porno, pero que a fin de cuentas algo es algo... Quién quita si más adelante...
Aquellos que ahora se sientan picados por la curiosidad, pueden leer el relato del que hablo aquí, o, mejor aún (para mí, claro), comprar mi libro Mensajes en la pared.
Y resuelvan ustedes mismos si se trata de un relato erótico o de uno pornográfico... Aunque, como ya hemos visto, eso no tiene mucha importancia.