viernes, 29 de junio de 2007

Erotismo vs. pornografía


En un artículo titulado Lo erótico y lo pornográfico: una disociación interesada, Frank Baíz dice:

El término pornografía es utilizado para designar dos realidades de diferente orden. En primer lugar, su raíz etimológica (porne, graphia: descripción de la vida de las prostitutas) comporta una evaluación, o en palabras de un estudioso alemán: pornografía es un término normativo, es decir, que en él se expresa lo que una sociedad y su moral quieren que se interprete como deshonesto. Esta acepción, que ha alimentado la estéril discusión destinada a distinguir entre pornografía y erotismo, no es de mayor interés práctico.

En segundo lugar, el vocablo pornografía define la representación explícita de la actividad sexual humana, en todas sus variantes, desde la cópula heterose­xual, hasta las múltiples manifestaciones de la fantasía en torno a la sexualidad. En este sentido el vocablo nos provee de una definición de contenido, ajena a con­notaciones morales.

La visión que postula el erotismo y la pornografía como polos opuestos y excluyentes, es, como ya dijimos, estéril, operativa y conceptualmente. Según ella, el erotismo caracteriza cualquier exposición sugerida y delicada de la realidad sexual. La pornografía, por el contrario, es la exhibición descarnada de lo sexual, la exposición banal y antipoética de esta realidad biológica. Curiosamente, esta visión bipolar asigna un valor estético justamente en aquel espacio en el cual la sexualidad biológica aparece negada, para dar paso a una idealización lateral y substitutiva de la actividad sexual humana.

En rigor, nunca ha existido ninguna línea divisoria entre el arte que alude -descarnadamente o no- a lo sexual y aquel que lo soslaya más o menos poéticamente. Desde Las mil y una noches o La histoire de l'oeil, en literatura, desde Watteau hasta Picasso y Allen Jones, en pintura, lo explícitamente sexual se ha constituido en elemento medular de la obra artística, negando de hecho la perti­nencia de una polémica cuya mayor debilidad estriba en la indefinición de los tér­minos mismos de su discurso. Con el arte erótico o pornográfico habría que decir algo parecido a lo que Stravinsky decía de la música, que hay obras buenas y obras malas: la distinción no da para más.
Estoy en total acuerdo con cada palabra, cada punto y cada coma de las reflexiones de Frank Baíz.

Considero apropiado aclarar que en la adolescencia, más que consumidor de pornografía en su formato audiovisual (el betamax y el VHS vivían su mejor momento), lo fui en formato de revistas y libros. Quizá porque en el fondo quería que mi imaginación se mantuviera activa.

Y mientras leía una de aquellas novelas porno, al igual que antes me había sucedido al final de la infancia con los cómics y la literatura, me imaginaba escribiendo historias que erotizaran la imaginación de mis posibles lectores. Sin embargo, como tantas ideas de entonces, todo quedó en puro proyecto.

A estas alturas más de uno debe estarse preguntando ¿a dónde me quiere llevar este sujeto?

Todo lo anterior viene a cuento porque, hace poco, una buena amiga que leyó uno de los relatos incluidos en mi libro Mensajes en la pared, me dijo que si había abandonado mi “exitosa” carrera de informático para dedicarme a escribir pornografía. No sé si el comentario lo hizo a manera de reclamo, chiste o de alabanza, puesto que a veces por teléfono no es fácil distinguir entre una cosa y otra. La verdad, tampoco en ese instante quise indagar en el asunto y preferí cambiar de tema. No obstante, más tarde, al reflexionar sobre el comentario de mi amiga, me dije que poco importaba... Que con sólo haber escuchado la palabra pornografía saliendo de sus labios ya me daba por satisfecho; que tal vez no se trataba de aquellas historias que soñé escribir durante la adolescencia mientras leía novelas porno, pero que a fin de cuentas algo es algo... Quién quita si más adelante...

Aquellos que ahora se sientan picados por la curiosidad, pueden leer el relato del que hablo aquí, o, mejor aún (para mí, claro), comprar mi libro Mensajes en la pared.

Y resuelvan ustedes mismos si se trata de un relato erótico o de uno pornográfico... Aunque, como ya hemos visto, eso no tiene mucha importancia.

lunes, 18 de junio de 2007

La independencia de las palabras


Todo aquel que tenga a la palabra escrita como oficio corriente, consciente y más o menos serio, seguramente se habrá enfrentado, en diversas oportunidades —y capitulado más de una vez, desde luego—, a la independencia de las palabras.

Las ideas suelen ser soberanas indiscutibles a lo largo y ancho de su territorio abstracto. Sin embargo, al intentar traspasar la frontera de la imaginación para materializarse sobre la hoja en blanco, muchas veces se encuentran con el férreo y nada cordial recibimiento del quisquilloso agente de inmigración que, por lo general, es el sentido del oído.

Para un escritor, salir victorioso de la batalla que significa la creación de un texto, no siempre es hazaña de frecuencia cotidiana. Y no estoy hablando sólo de acabar el texto, porque éste, a menudo, se termina o abandona en el punto final. De lo que hablo es que ese texto se parezca o se aproxime (al menos) a lo que se ha pensado o imaginado momentos atrás, previo a iniciarse el trabajo. Es aquí donde la independencia de las palabras hace de las suyas para conspirar contra el autor.

Antes de comenzar a escribir las ideas lucen estupendas desde sus vitrinas; parecieran originales, diferentes, distintas a las que otros han expresado a través de su verbo —que es la aspiración de cualquier escritor. No obstante, a medida que la página se va llenando de líneas, que va perdiendo su celosa y resguardada virginidad, notamos que algo no anda bien, que así no es como quisiéramos que nuestras ideas aparezcan sobre el papel, que sean leídas, degustadas por el lector... Que en definitiva es el fondo pero no la forma. Entonces, en un arrebato de indignación, de locura (¿?), deshacemos lo hecho para recomenzar desde cero.

Cuando escribimos, el oído es quizá el órgano más disciplinado, el más exigente, el que trabaja sin receso; en fin, el último en claudicar y ceder posiciones. Riguroso y detallista, es quien lleva la batuta y nos obliga a esforzarnos, a escoger las palabras adecuadas y colocarlas en lugares estratégicos, a reemplazar ésta por aquella otra que suena mejor, que encaja casi a la perfección dentro del discurso o la trama. En ocasiones, el texto se nos hace interminable, no por el volumen de ideas acumuladas, sino porque el oído pareciera nunca quedar satisfecho con lo que hacen las manos y el ingenio. Hacer y deshacer se convierte en un círculo vicioso, en una carrera desquiciada hacia la meta del punto final.

A esta altura del trabajo otras partes del cuerpo habrán bajado la guardia, como los ojos o, por qué no, el trasero; por citar tan sólo un par de ejemplos. En cambio el oído permanece atento al proceso creador, empeñado en capitalizar cada idea, cada chispazo que pueda aportar el ingenio. Pero el ingenio, que carece de disciplina ni sabe de fidelidades, no siempre está dispuesto a soportar cierta clase de sacrificios y prefiere, aprovechando el cansancio de los otros órganos, traicionar a su tenaz compañero y pasarse a las filas del bando contrario, que no es otro que el de la independencia de las palabras. Ante esta confabulación, desafortunadamente, el oído cae redondo y aún cuando llegue a percatarse del engaño, será siempre demasiado tarde: después de que el texto haya sido rechazado por el editor, o, peor aún, cuando haya sido publicado y no exista la menor oportunidad de remendar el capote.

Por cierto, en esta cita habría deseado presentarles una ingeniosa reflexión sobre la importancia del oído en el oficio del escritor, sin embargo, terminé cediéndole la tarea a la independencia de las palabras que, cada vez, va ganando mayor terreno en la batalla.

(Por favor, que nadie se lo diga a mi oído)

domingo, 3 de junio de 2007

Ser padre en América Latina


¿Qué sucedería si alguien le solicitara a un grupo de reconocidos dramaturgos latinoamericanos que ofrecieran su particular visión de la figura del padre en la región?

La respuesta, o parte de ella, podrá ser apreciada a partir del viernes 8 de junio, y hasta el domingo 8 de julio, en la sala principal del Teatro San Martín de Caracas.

El espectáculo lleva por nombre, PROYECTO PADRE: OBRAS JOSÉ 1, y en esta primera entrega cuatro autores mostrarán su particular visión sobre el padre: el colombiano Víctor Viviescas (“Los adioses de José”); el venezolano Elio Palencia (“El que te cogió y se fue”); el argentino Ricardo Halac (“Papá poeta”) y el puertorriqueño Roberto Ramos-Perea (“Cenizas vivas”). Las piezas hablan sobre el padre a quien sólo le queda el recuerdo y la culpa después de perderlo todo a causa de la guerra; el que nunca estuvo físicamente pero su ausencia marcó para siempre el destino de sus hijos; el que va y viene sin querer quedarse en su responsabilidad de padre; y aquél cuya presencia significó para sus hijos un pesado grillete, que sólo supo comunicarse con ellos a través de la violencia.

“En el 2005 un grupo de autores nos pusimos de acuerdo para escribir una serie de piezas con un personaje común”, explica Gustavo Ott, creador del proyecto y “curador” de las piezas. “La idea es llevar a la literatura dramática del continente una aproximación libre, escrita por varios autores en una misma época, sobre uno de los grandes personajes del idioma: el padre. El padre como jefe de familia, pero también como el primero en enseñarnos los usos del poder; el padre como sacrificio o como dictador; víctima o victimario, presidente o vendedor de frutas; el padre ausente o demasiado presente; la madre padre, el padre de la patria, el padre de la Iglesia, Dios padre, en fin, el padre desde todas las aristas, géneros y técnicas posibles”.

El Proyecto Padre es una idea original del Teatro San Martín de Caracas y participan en él los autores Ignacio del Moral (España), Benjamín Galemiri (Chile), Ricardo Halac (Argentina), Santiago Martín Bermúdez (España), Bernard Lagier (Francia-Martinica), Luis Mario Moncada (México), Ángel Norzagaray (México), Mónica Ogando (Argentina), Gustavo Ott (Venezuela), Elio Palencia (Venezuela), Roberto Ramos Perea (Puerto Rico), Patricia Suárez (Argentina) y Víctor Viviescas (Colombia), quienes han escrito trece obras totalmente originales, exclusivas para este proyecto que nació en el 2006 y que, con el estreno de tres espectáculos, cada uno de cuatro piezas en promedio, se prolongará hasta el 2009.

La primera entrega de esta trilogía cuenta con la actuación de Gonzalo Cubero, Trino Rojas, María Eugenia Romero, William Escalante, José Luis Zález y Lismar Ramírez; la producción general de David Villegas y la coordinación literaria de Gustavo Ott. Todos bajo la dirección general de Luis Domingo González.