martes, 14 de agosto de 2018

En el país de Alicia (V)


El sábado 28 de abril Carmen Elena ha pasado a recogernos por el hotel sobre las nueve y cuarto de la mañana. Nos ha dicho que había hecho reserva para llevarnos a desayunar al Restaurante Monteluna en Usaquén.

Carmen Elena y yo nos conocimos hacia finales de los años noventa del siglo pasado, cuando trabajábamos en Seagram, una de las mayores trasnacionales productoras y comercializadoras de bebidas espirituosas del mundo. A la compañía, ya desaparecida, la sobreviven hoy un edificio (en el número 375 de Park Avenue, antigua Cuarta Avenida de Nueva York), una ginebra («clásica y seca de carácter americano») y por supuesto la entrada de la Wikipedia en la que se habla a los internautas sobre sus pretéritas grandezas. Carmen Elena había fichado por la filial colombiana y yo por la venezolana. Ella ocupaba el cargo de gerente de recursos humanos y yo el de gerente de IT con responsabilidades en varios países de América Latina. Motivado a esta última coyuntura coincidimos. De aquella época recuerdo las interesantísimas y prolongadas conversaciones que ella y yo sosteníamos cada vez que lográbamos comer o cenar juntos en alguna de mis visitas a Bogotá. Nos llevábamos bien, aunque nos perdimos la pista durante una larga temporada. Gracias a la tecnología, y a la intermediación de una buena amiga en común, desde hace poco habíamos vuelto a ponernos en contacto.

El restaurante Monteluna está incrustado en lo alto de una montaña de los Cerros Orientales desde la que pueden apreciarse unas magníficas vistas de Bogotá. El lugar es bucólico, con una terraza de césped muy cuidado y mesas dispuestas con criterio para que los comensales no se estorben unos a otros.

Completada la sesión de fotos, Carmen Elena nos ha hablado sobre los orígenes del restaurante y de lo bien que se come allí, de que en la localidad también se celebran eventos y reuniones y que cuenta con habitaciones para alojar a los clientes que deseen pasar uno o más días en contacto perenne con la naturaleza. De pronto, Irma ha dejado colar como al vuelo un comentario: el sitio le recuerda una posada de Mérida, en los Andes venezolanos, en la que dieciséis o diecisiete años atrás habíamos pasado unas gratas e inolvidables vacaciones. Tras repasar con la vista casa, terraza y proximidades coincido con ella y sugiero que elijamos una mesa y nos sentemos para ordenar porque me estaba muriendo de hambre.

Un camarero nos ha traído la carta y la revisamos con detenimiento. Nada más leer las descripciones de los platos que se proponen en la carta la boca se me ha hecho agua y he comenzado a salivar. Poco después Irma y yo le hacemos un par de consultas a Carmen Elena, referente a algunos platos, y por fin ordenamos. Trio de queso y maíces («dos arepas de choclo con queso doble crema, dos arepas blancas con quesillo y dos arepas de semillas con queso paipa, acompañado de suero y picadillo de tomates»); Calentao («frijol rojo, maíz, pollo deshebrado, madurito, hogao y huevo frito»); y Empanadas de la casa («amasijo de trigo relleno de pollo con una mezcla de vegetales finamente picados o de papa sabanera con morrillo picado en guiso curry»). Además, acompañamos nuestro pedido con tres tazas grandes de chocolates calientes porque hacía fresquito.

Por desgracia, al rato de habernos sentado a una de las mesas de la terraza, el cielo ha cumplido con sus amenazas y ha empezado a lloviznar. Llueve mucho en Bogotá. Era otra de las cosas que había olvidado. Al comienzo los tres aguantamos con estoicismo debajo de la sombrilla que cubría la mesa pero, en cuanto ha arreciado, decidimos ponernos a resguardo.

Tal como nos lo había prometido Carmen Elena, todo está delicioso.

Entretanto desayunamos, le pido a mi amiga que nos hable de la actual situación de Colombia, cómo vislumbra ella el futuro inmediato del país tras los acuerdos de paz y qué opina sobre las elecciones presidenciales que, al igual que en Venezuela, se llevarán a cabo en los próximos días. Le brillan los ojos y enseguida se arranca a conversar. Lo primero que ha dicho es que observa con optimismo el presente y futuro del país. Piensa que Colombia atraviesa un buen momento y que falta todavía por venir tiempos mejores. Nos dice que pese a la polarización que se ha suscitado en torno a las figuras de Iván Duque y Gustavo Petro —hay otros tres candidatos con posibilidades pero son Duque y Petro los que acaparan la atención de la gente de pasar a la segunda vuelta; en las horas que llevamos en Colombia hemos percibido quizá demasiado recelo de uno y otro lado con respecto al bando contrario—, cree que por vez primera en muchos años los aspirantes a ocupar la Casa de Nariño que dominan la campaña electoral por intención de voto son personas preparadas y de reconocida trayectoria en la política y la sociedad colombiana. Alcides Duarte, otro amigo colombiano con quien me reuniría días más tarde, no se ha mostrado tan optimista como Carmen Elena. En su opinión el triunfo de Iván Duque representaría un claro peligro para el futuro del país. Según sus propias palabras, significaría un grave retroceso y el posible retorno de la guerra. Creo que fue a Tomás Eloy Martínez que le leí en una oportunidad que un país son en realidad varios países, pero sobre todo dos países.

Después de desayunar, Carmen Elena nos ha llevado en su coche a dar un largo paseo por Bogotá. Se nota a leguas que ama esta ciudad y que no la cambiaría por ninguna otra. Que es aquí donde quiere residir y envejecer. O al menos es eso lo que a mí me ha parecido desde que la conozco.

A propósito, me he enterado en este viaje que ella había vivido parte de la infancia y de la adolescencia en Medellín, otra ciudad colombiana que me gusta mucho y a la que me unen una serie de afectos.

Carmen Elena serpentea con su coche por las angostas calles del casco histórico de Usaquén. Lo hace despacio para que de este modo podamos disfrutar de la bella arquitectura de los edificios, plazas, casas y monumentos. A veces se detiene del todo y nos cuenta alguna anécdota o nos habla de determinado edificio o monumento. Es una anfitriona exquisita. De Usaquén ponemos rumbo hacia el centro por la séptima y, a la altura de la 92, hemos cogido por la Avenida Circunvalación. A cierta distancia de nuestro recorrido por la Circunvalar o avenida de los Cerros, como también se la conoce, tan pronto he conseguido salir de mi asombro, me vuelvo emocionado hacia Irma (yo voy en el asiento del copiloto y ella en los traseros) y, apenas observo la expresión de su rostro, entiendo que en ese instante a ambos nos embarga la misma certidumbre: el gran parecido de esta arteria vial con la Cota Mil o Avenida Boyacá de Caracas. ¿Cómo es que antes no he caído en la cuenta de dicha similitud? ¿O es que nunca antes había pasado por esta avenida? ¿Cómo podía ser esto posible? Y concluyo que un asunto es visitar una ciudad de vacaciones y otra muy distinta es hacerlo en plan de trabajo. Volviendo a la Circunvalación: resulta ser una suerte de fiel retrato de la Cota Mil, como si se tratara de uno de los doppelgänger de Borges que hubiera cobrado vida, que se hubiera materializado ante nuestras propias narices: la montaña a la izquierda y la ciudad a la derecha; el intenso verde y los cubos de cristal y hormigón separados por un cauce de entre 20 y 25 metros de asfalto que nos lleva zigzagueante de un extremo a otro de la urbe; nos movilizamos sin interrupciones, como si nos desplazáramos subidos sobre dos veloces esquís… A los pies de la montaña y sobre los hombros de Bogotá que se nos muestra a la distancia sosegada, gigante e inabarcable, inalterable, o así creo percibirla desde el interior del coche.

Pero llegando a Monserrate damos de bruces con un atasco.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (IV)

2 comentarios:

raf dijo...

Típicos atascos!! Quiero la continuación!!

Me encanta como va la historia, de verdad que me teletransportas!!

Víctor Vegas dijo...

¡Gracias, SDJRP! Te informo de que ya está disponible la sexta entrega y el próximo martes publicaré la séptima. ;)