El sábado 28 de abril Carmen Elena
ha pasado a recogernos por el hotel sobre las nueve y cuarto de la mañana. Nos
ha dicho que había hecho reserva para llevarnos a desayunar al Restaurante
Monteluna en Usaquén.
Carmen Elena y yo nos conocimos hacia finales de los años noventa
del siglo pasado, cuando trabajábamos en Seagram, una de las mayores trasnacionales
productoras y comercializadoras de bebidas espirituosas del mundo. A la
compañía, ya desaparecida, la sobreviven hoy un edificio (en el número 375 de
Park Avenue, antigua Cuarta Avenida de Nueva York), una ginebra («clásica y
seca de carácter americano») y por supuesto la entrada de la Wikipedia en la que
se habla a los internautas sobre sus pretéritas grandezas. Carmen Elena había
fichado por la filial colombiana y yo por la venezolana. Ella ocupaba el cargo
de gerente de recursos humanos y yo el de gerente de IT con responsabilidades
en varios países de América Latina. Motivado a esta última coyuntura
coincidimos. De aquella época recuerdo las interesantísimas y prolongadas
conversaciones que ella y yo sosteníamos cada vez que lográbamos comer o cenar
juntos en alguna de mis visitas a Bogotá. Nos llevábamos bien, aunque nos perdimos
la pista durante una larga temporada. Gracias a la tecnología, y a la intermediación de una buena amiga
en común, desde hace poco habíamos vuelto a ponernos en contacto.
El restaurante Monteluna está incrustado en lo alto de una montaña
de los Cerros Orientales desde la que pueden apreciarse unas magníficas vistas
de Bogotá. El lugar es bucólico, con una terraza de césped muy cuidado y mesas
dispuestas con criterio para que los comensales no se estorben unos a otros.
Completada la sesión de fotos, Carmen Elena nos ha hablado sobre los
orígenes del restaurante y de lo bien que se come allí, de que en la localidad
también se celebran eventos y reuniones y que cuenta con habitaciones para
alojar a los clientes que deseen pasar uno o más días en contacto perenne con
la naturaleza. De pronto, Irma ha dejado colar como al vuelo un comentario: el
sitio le recuerda una posada de Mérida, en los Andes venezolanos, en la que
dieciséis o diecisiete años atrás habíamos pasado unas gratas e inolvidables
vacaciones. Tras repasar con la vista casa, terraza y proximidades coincido con
ella y sugiero que elijamos una mesa y nos sentemos para ordenar porque me estaba
muriendo de hambre.
Un camarero nos ha traído la carta y la revisamos con detenimiento.
Nada más leer las descripciones de los platos que se proponen en la carta la
boca se me ha hecho agua y he comenzado a salivar. Poco después Irma y yo le
hacemos un par de consultas a Carmen Elena, referente a algunos platos, y por
fin ordenamos. Trio de queso y maíces («dos arepas de choclo con queso doble
crema, dos arepas blancas con quesillo y dos arepas de semillas con queso
paipa, acompañado de suero y picadillo de tomates»); Calentao («frijol rojo,
maíz, pollo deshebrado, madurito, hogao y huevo frito»); y Empanadas de la casa
(«amasijo de trigo relleno de pollo con una mezcla de vegetales finamente
picados o de papa sabanera con morrillo picado en guiso curry»). Además,
acompañamos nuestro pedido con tres tazas grandes de chocolates calientes
porque hacía fresquito.
Por desgracia, al rato de habernos sentado a una de las mesas de la
terraza, el cielo ha cumplido con sus amenazas y ha empezado a lloviznar. Llueve
mucho en Bogotá. Era otra de las cosas que había olvidado. Al comienzo los tres
aguantamos con estoicismo debajo de la sombrilla que cubría la mesa pero, en
cuanto ha arreciado, decidimos ponernos a resguardo.
Tal como nos lo había prometido Carmen Elena, todo está delicioso.
Entretanto desayunamos, le pido a mi amiga que nos hable de la
actual situación de Colombia, cómo vislumbra ella el futuro inmediato del país
tras los acuerdos de paz y qué opina sobre las elecciones presidenciales que, al
igual que en Venezuela, se llevarán a cabo en los próximos días. Le brillan los
ojos y enseguida se arranca a conversar. Lo primero que ha dicho es que observa
con optimismo el presente y futuro del país. Piensa que Colombia atraviesa un
buen momento y que falta todavía por venir tiempos mejores. Nos dice que pese a
la polarización que se ha suscitado en torno a las figuras de Iván Duque y
Gustavo Petro —hay otros tres candidatos con posibilidades pero son Duque y
Petro los que acaparan la atención de la gente de pasar a la segunda vuelta; en
las horas que llevamos en Colombia hemos percibido quizá demasiado recelo de uno
y otro lado con respecto al bando contrario—, cree que por vez primera en
muchos años los aspirantes a ocupar la Casa de Nariño que dominan la campaña
electoral por intención de voto son personas preparadas y de reconocida
trayectoria en la política y la sociedad colombiana. Alcides Duarte, otro amigo
colombiano con quien me reuniría días más tarde, no se ha mostrado tan
optimista como Carmen Elena. En su opinión el triunfo de Iván Duque representaría
un claro peligro para el futuro del país. Según sus propias palabras, significaría
un grave retroceso y el posible retorno de la guerra. Creo que fue a Tomás Eloy
Martínez que le leí en una oportunidad que un país son en realidad varios
países, pero sobre todo dos países.
Después de desayunar, Carmen Elena nos ha llevado en su coche a dar
un largo paseo por Bogotá. Se nota a leguas que ama esta ciudad y que no la
cambiaría por ninguna otra. Que es aquí donde quiere residir y envejecer. O al
menos es eso lo que a mí me ha parecido desde que la conozco.
A propósito, me he enterado en este viaje que ella había vivido
parte de la infancia y de la adolescencia en Medellín, otra ciudad colombiana
que me gusta mucho y a la que me unen una serie de afectos.
Carmen Elena serpentea con su coche por las angostas calles del
casco histórico de Usaquén. Lo hace despacio para que de este modo podamos disfrutar
de la bella arquitectura de los edificios, plazas, casas y monumentos. A veces
se detiene del todo y nos cuenta alguna anécdota o nos habla de determinado
edificio o monumento. Es una anfitriona exquisita. De Usaquén ponemos rumbo hacia
el centro por la séptima y, a la altura de la 92, hemos cogido por la Avenida
Circunvalación. A cierta distancia de nuestro recorrido por la Circunvalar o
avenida de los Cerros, como también se la conoce, tan pronto he conseguido salir
de mi asombro, me vuelvo emocionado hacia Irma (yo voy en el asiento del
copiloto y ella en los traseros) y, apenas observo la expresión de su rostro,
entiendo que en ese instante a ambos nos embarga la misma certidumbre: el gran
parecido de esta arteria vial con la Cota Mil o Avenida Boyacá de Caracas.
¿Cómo es que antes no he caído en la cuenta de dicha similitud? ¿O es que nunca
antes había pasado por esta avenida? ¿Cómo podía ser esto posible? Y concluyo
que un asunto es visitar una ciudad de vacaciones y otra muy distinta es
hacerlo en plan de trabajo. Volviendo a la Circunvalación: resulta ser una suerte
de fiel retrato de la Cota Mil, como si se tratara de uno de los doppelgänger
de Borges que hubiera cobrado vida, que se hubiera materializado ante nuestras propias
narices: la montaña a la izquierda y la ciudad a la derecha; el intenso verde y
los cubos de cristal y hormigón separados por un cauce de entre 20 y 25 metros
de asfalto que nos lleva zigzagueante de un extremo a otro de la urbe; nos movilizamos
sin interrupciones, como si nos desplazáramos subidos sobre dos veloces esquís…
A los pies de la montaña y sobre los hombros de Bogotá que se nos muestra a la distancia sosegada, gigante e inabarcable, inalterable, o así creo percibirla desde el
interior del coche.
Pero llegando a Monserrate damos de bruces con un atasco.
(Continuará)
PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (IV)
2 comentarios:
Típicos atascos!! Quiero la continuación!!
Me encanta como va la historia, de verdad que me teletransportas!!
¡Gracias, SDJRP! Te informo de que ya está disponible la sexta entrega y el próximo martes publicaré la séptima. ;)
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