martes, 14 de diciembre de 2021

Media galleta y un triciclo


Duro, hermoso, conmovedor. Son los adjetivos que se me han venido a la cabeza enseguida que se han encendido las luces y los que estábamos sentados en el patio de butacas no parábamos de aplaudir a los causantes de lo que acabábamos de ver y experimentar en la Sala Tarambana. Se trata del espectáculo “El triciclo”***, adaptación del texto de Fernando Arrabal dirigido por Nati Villar Caño e interpretado por los alumnos de la Escuela Municipal de Teatro “Ricardo Iniesta” de Úbeda.

Desde la primera escena, como para que no nos quepan dudas, Villar Caño nos presenta su particular declaración de intenciones: pone a desfilar uno tras otro a los personajes de la obra que atraviesan el escenario de una punta a la otra para arrojar bolsas de basura en un contenedor y desaparecer luego ante la vista del público.

El meollo del asunto es que dentro del contenedor hay una persona.

En el texto, con su peculiar manera de decir las cosas, Arrabal nos habla sobre desigualdad y exclusión. Los protagonistas de “El triciclo” son seres marginados por una sociedad que en su afán de esconder sus miserias bajo la alfombra, los ha obligado a replegarse a un lugar donde se hacen invisibles, y como si esto no fuera suficiente, vigilan con celo que permanezcan allí, como en el pasado se hacía con las personas que contraían la lepra.

El lenguaje que utiliza Arrabal en su pieza se mueve entre el absurdo, la ingenuidad y la ternura. Mezcla que deviene en entrañable poesía. Característica a la que Villar Caño y su equipo, tanto técnico como artístico, le hincan el diente y lo mejor es que saben sacarle provecho en su montaje: solventan de forma simbólica y poética algunos de los crudos escollos que propone el texto. El resultado es un espectáculo que cautiva, agrede y conmueve a partes iguales. Porque, en el fondo, la historia que se cuenta en “El triciclo” es brutal y salvaje, solo que la manera en que está contada la edulcora, seduciéndonos y haciéndonos irremediablemente cómplices de los victimarios… ¡Esos adorables criminales! Que, dicho sea de paso, antes han sido víctimas y, como tantas otras veces ha sucedido en la Historia, en determinadas circunstancias, ya se sabe, las victimas suelen acabar convirtiéndose en verdugos. Pero tal vez sea ese el “perverso fin” de Arrabal: construir unos personajes encantadores que derriben nuestra moralidad y nos conviden a ponernos de un lado en el que en condiciones normales nunca estaríamos.

En fin, que con Climando, Apal, Mita y El Viejo de la Flauta vamos de la mano hacia el abismo... Felices, pero siendo muy conscientes de ello.

El montaje que Nati Villar Caño ha hecho de la pieza de Arrabal guarda meticulosa fidelidad con el espíritu del texto; cada elemento encaja como piezas de puzle: escenografía, vestuario, luces, música (original, compuesta por Manuel Martínez) y efectos sonoros. Y, desde luego, cómo podría pasar por alto a los intérpretes que dan vida a cada uno de los personajes. Aunque, si se me permite el atrevimiento, yo destacaría las actuaciones de dos actrices en especial, Candela López Marín y Francisca Villacañas Jimena, en los roles de Climando y Apal, respectivamente, personajes sobre cuyos hombros recae gran peso de la obra. ¡Y vaya si ambas no han asumido esa cuota de responsabilidad de modo soberbio!

Lo que quizá he echado de menos fue que no hubiera más espacio en el escenario de la sala Tarambana para disfrutar del triciclo —verdadero motor del espectáculo, detonante de las acciones que hacen avanzar la historia— moviéndose por toda la escena, ya sea con Climando o Mita empuñando el manillar y llevándonos allá a donde ellos quieran.

*** ”El triciclo” inauguró la VI Edición del Festival Visibles 2021 organizado por la Sala Tarambana de Madrid el 24 de septiembre de 2021.

Con el futuro en los bolsillos

 


Cuando en 1992 comencé a trabajar en la profesión para la que había estado preparándome durante años, me sentí un gran afortunado. El departamento de IT de la compañía que me contrató, había estado pertrechándose en tiempos recientes de la última tecnología —tanto software como hardware— disponible en el mercado. A veces creía, por instantes, que tenía el futuro guardado en los bolsillos.

Los años venideros no hicieron más que acrecentar aquella ilusoria sensación: fuimos de las primeras compañías en el país en centralizar sus operaciones comerciales y de logística al echar mano de los avances en las telecomunicaciones y el nuevo milenio nos pilló montados en una serie de atractivos proyectos tecnológicos que, según nosotros, nos mantendría por los siguientes años en la cresta de la vanguardia.

Sin embargo, esto no ocurrió como pensábamos debido en gran medida a los caprichos que siempre nos tiene reservado el destino. “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntales tus planes”, reza un viejo adagio popular.

Mucha agua ha pasado desde entonces bajo los puentes y en ocasiones, por majestuosos que se recuerden, algunos orgullos suelen hundirse como el Titanic. Quizá para las nuevas generaciones de informáticos, la forma en que hacíamos las cosas en la década de los noventa, sencillamente los mueva a la risa. Tanto como en su momento a nosotros nos causó risa la forma en que nuestros predecesores trabajaban.

Es ley de vida.

Desde el inicio del milenio a estos días que nos ocupan la tecnología no ha dejado de avanzar a pasos agigantados. Gracias a estos avances, en la actualidad un dispositivo que podemos manipular con una sola mano resulta varias veces más potente que aquellos ordenadores de última generación con los que comencé a trabajar en 1992. Ni el más visionario de nuestros colegas de aquellos años hubiera imaginado que llegaríamos a estar tan interconectados como lo estamos hoy en día. Aunque no siempre interconexión signifique comunicación. Es la paradoja tecnológica que nos depara nuestra época: mientras más avanzadas se encuentran las telecomunicaciones a escala global, al parecer, más desconectados nos encontramos unos de otros en lo personal. Pero en el fondo no es culpa de la tecnología sino de la utilidad que acabamos dándole.

Y a uno de estos tipos de utilidad que solemos darle a la tecnología debo la enriquecedora experiencia de haber entrado en contacto, hace unos meses, con el colectivo Raíz Teatro. Una compañía teatral que tiene muy claro sus objetivos y a quiénes desea hacer llegar sus propuestas escénicas. Liderada por la carismática y polifacética Katherine Peytrequín Gómez (actriz, directora, productora, gestora, administradora, docente y bibliotecaria), la agrupación cuenta con sede en San José de Costa Rica. En estos tiempos de pandemia, cuando las restricciones impuestas por las autoridades sanitarias nos obligan a quedarnos en casa, la gente de teatro ha recurrido a las plataformas digitales con el fin de dar salida a sus inquietudes creativas ante la imposibilidad de hacerlo desde los escenarios. Fue gracias a la lectura dramatizada de una de mis piezas de teatro, difundida a través de una de estas plataformas, que Katherine tuvo noticias de mi obra. Transmitida en streaming a través del Facebook Live de Agitep (Asociación de Grupos Independientes de Teatro Profesional), la lectura estuvo a cargo de dos viejos conocidos —convertidos ahora en buenos amigos— que en 2011, con el título de “Desde el otro lado”, estrenaron “Pieza para dos actores” en la sala Vargas Calvo del Teatro Nacional: Silvia Campos y Arturo Campos. Dicho montaje lo dirigió Manuel Ruiz y lo produjo Tictak Producciones. Una adaptación más corta de esta obra fue la que Arturo y Silvia leyeron en las redes sociales de Agitep y que llamó la atención y curiosidad de Katherine. Según me contaría ella misma después, le encantó tanto el texto que enseguida quiso conocer más de su autor, googleó mi nombre, dio con mi web y devoró otras de mis piezas. Días después aceptaría la invitación que le hiciera la gente de Agitep para participar en su programa de lecturas y decidió seleccionar y presentarse con “Mientras amanece”.

Tuve la oportunidad de ver dicha lectura y no pude más que quedar enganchado con la propuesta que preparó Katherine a partir de mi texto, para la cual contó con los buenos oficios de tres talentosos actores: Jeremy Arias, que interpretó a Paul; Marco Rodríguez Vargas, que hizo de Theo; y Kyle Boza Gómez, que leyó algunas de las acotaciones que se sugieren en la obra. Sin duda un trabajo destacable y que, por los comentarios acumulados durante la lectura, hizo mella en la sensibilidad de varios de los espectadores. Tanto, que posteriormente Eliella Teatro, otra agrupación de reconocida trayectoria en el teatro costarricense, invitó a Katherine a participar en la iniciativa de lecturas dramatizadas que ellos también venían ofreciendo desde hacía meses en sus redes sociales.

Ojalá que en un futuro no muy lejano (por nuestra salud y la del teatro) los teatreros podamos retornar, sin restricciones de ninguna especie, a los escenarios, nuestro hábitat por naturaleza (y no las plataformas digitales), con la finalidad de continuar ofreciéndole a los espectadores el trabajo que hemos venido realizando desde tiempos ancestrales y con el que intentamos conectar con el otro para conjurar juntos, entre otras cosas, la paradoja tecnológica de nuestra época. ¿De qué vale una vida sin el otro? Particularmente a mí me gustaría mucho ver a Raíz Teatro atreverse desde los escenarios con “Mientras amanece”. 

Un funambulista en la sima

 


Decía Zygmunt Bauman que el camino a la identidad es un interminable campo de batalla entre el deseo de libertad y la demanda de seguridad, ya que libertad y seguridad son conceptos que se contraponen y excluyen mutuamente. ¿Cómo podría un funambulista escapar de sus miedos y obsesiones, y sentirse por entero realizado (liberado), sabiendo que cuenta con una red que lo protege de la caída?

Mientras realizaba la lectura de “Ser gato”, esa especie de artefacto literario que el escritor Edgar Borges ofrece ahora a sus lectores, gracias a una cuidada edición de Altamarea Ediciones con ilustraciones de Fría Aguilar, venía de manera constante a mis pensamientos esta contraposición entre libertad y seguridad de la que hablaba Bauman; además de dos proezas artísticas que en su momento me impactaron profundamente: el largo poema de Blaise Cendrars, “Prosa del transiberiano y de la pequeña Juana de Francia”, y la hazaña que la mañana del 7 de agosto de 1974 realizara Philippe Petit, para asombro del mundo: cruzar caminando sobre un cable la distancia entre las azoteas de las Torres Gemelas del World Trade Center en la ciudad de Nueva York.

¿Por qué? Es lo que pretendo ventilar en estas notas.

En su nuevo libro, Edgar Borges nos presenta a un personaje que emprende una quijotesca cruzada contra sí mismo en su afán por liberarse de las cadenas que lo mantienen atado a una vida que descubre de pronto que no le satisface. Y no hay mayor posibilidad de combate que la que se produce contra uno mismo, según Juan Mayorga. Este personaje, que es también el narrador del libro, se siente rehén de un sistema que comenzó a sembrar barrotes a su alrededor desde la infancia, continúo haciéndolo en la escuela y aceleró y afianzó la construcción de esta peculiar cárcel en su adultez a medida que iba adquiriendo más responsabilidades y formando parte más activa, consciente o no, del propio sistema. Su deseo de liberación es tal que anhela convertirse en gato. Un simbolismo que refleja a la perfección la identidad que ambiciona alcanzar porque, ¿qué otra criatura doméstica o más cercana al ser humano representa mejor la libertad que un gato? Su autosuficiencia y postura indiferente o rebelde ante su supuesto amo lo hacen, junto a su sigilo, la criatura doméstica más próxima a lo salvaje. A propósito de esto, Carlos Monsivais solía decir que acariciar el lomo de un gato era como acariciar el lomo de un tigre.

Por otro lado, “Ser gato” es un libro inclasificable. De allí que me refiera a él como artefacto literario. Su autor rompe sin romper del todo con lo que venía haciendo hasta el presente en materia literaria; mantiene las temáticas que lo obsesionan y con las que ha conseguido erigir su particular universo creativo —temáticas, por cierto, abordadas con originalidad en otras de sus obras: “El hombre no mediático que leía a Peter Handke”, “La ciclista de las soluciones imaginarias”, “La niña del salto”—, pero da mucho mayor peso y protagonismo al lenguaje. La forma por encima de la anécdota. Sin embargo, no por ello renuncia a proponer a sus lectores reflexiones filosóficas sobre la realidad que lo circunda y con la que tiene que convivir a diario. Esa realidad que nos asfixia y de la cual quisiéramos a veces desligarnos al igual que el narrador de “Ser gato”. Tal es la preponderancia del lenguaje en este libro, que en ocasiones he tenido la impresión de que estaba leyendo verso en lugar de prosa. Su ritmo y cadencias, así como su espíritu contestatario a la par que nostálgico en algunos tramos, son los que por momentos me han traído reminiscencias del célebre poema de Cendrars. E imaginaba que su narrador era un hombre sin tiempo ni espacio, un pez fuera del agua, un perenne adolescente, un funambulista desolado masticando sus miserias en silencio en el fondo de alguna sima.

No sería descabellado pensar que muchos de los grandes acontecimientos que nos han conmocionado a escala mundial, en lo que llevamos de siglo, no han hecho más que convalidar, y dejarnos muy en claro, lo que Bauman quiso darnos a entender con sus reflexiones sobre libertad y seguridad.

“Ser gato”, desde su intimidad, también nos hace una advertencia al respecto.

¿Fue acaso un espejismo los aires de libertad que en las décadas de los sesenta y setenta, del siglo pasado, creyeron y vocearon experimentar millones de jóvenes alrededor del planeta? Si lo miramos a la distancia de nuestros días, pareciera que sí. A fin de cuentas, quizá el 11 de septiembre de 2001, los restos de libertades que creíamos disfrutar en Occidente se vinieron abajo junto con las torres del World Trade Center. Nunca jamás volveremos a ver a otro funambulista cruzar de un lado a otro sus azoteas.

viernes, 7 de agosto de 2020

El Homo agitatus contra la muerte

Nació conmigo la muerte.
José Emilio Pacheco


Dicen que solo a partir de la edad escolar los seres humanos somos capaces de empezar a entender el significado de la muerte; de la ausencia definitiva y del sentimiento de pérdida que inexorablemente arrastra consigo.

Sin embargo, comprender un concepto no significa necesariamente asimilarlo.

Entre los muchos asuntos que desde los albores del pensamiento han abordado los filósofos, la muerte es quizá de los temas más recurrentes. No en balde en Fedón, obra que se cuenta entre las más relevantes de Platón, el filósofo griego habla de la muerte en general a través de la muerte en particular de su maestro. De allí que uno de los enunciados más célebres del pensamiento antiguo sea que la filosofía consiste en aprender a morir.

Y aprender a morir, en cierto sentido, no es otra cosa que entender que la vida es limitada y finita, que no tendremos otra oportunidad de transitar por los caminos del mundo más que esta que se nos ha otorgado y que la manera en que lo hagamos definirá lo que somos ante nosotros mismos y ante los demás. ¿Qué hacer entonces frente a semejante expectativa? ¿Arrebato o contención? Según Sócrates, fortaleza y templanza eran las actitudes que debíamos desarrollar con el fin de vivir con moderación y escapar de la esclavitud a la que en ocasiones nos somete nuestros propios deseos, de forma tal que en la hora última, seamos capaces de enfrentarnos con dignidad ante la muerte.

Aunque en un mundo saturado por la excitación y el ruido, donde la búsqueda de la felicidad y la ética de la inmediatez se han convertido en monedas de cambio, difícil es imaginar que una buena parte de sus pobladores se relajen y se tomen el tiempo suficiente para volcar la mirada sobre los pensadores de la antigüedad (ya bastante complicado resulta que lo hagan sobre sus contemporáneos) y se cuestionen acerca de la manera de andar por la vida y, además, como para no dejarlo pasar, en eso que antes llamaban “un buen morir”. Hoy en día cada cual marcha a su bola, a gran velocidad, por la ruta que ha elegido. O que cree haber elegido. De modo que existen tantas visiones del mundo como cabezas se cuentan en él; lo curioso y paradójico es que dicha diferencia no nos hace únicos sino que más bien nos iguala a todos.

“Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar la vida”, escribió Octavio Paz. Una frase que me atrevería a decir compendia en gran medida el espíritu de la época que nos ocupa y, por tanto, podría también funcionar como colofón del libro Agitación (Páginas de Espuma, 2020), de Jorge Freire, una crítica y deliciosa radiografía del momento presente en el que nos encontramos. Su autor, con un lenguaje en el que combina elegancia, erudición e ironía a partes iguales, intenta hundir el dedo en la llaga de la sociedad contemporánea a la vez que cortar indistintamente cabezas de vendedores de humo y compradores compulsivos. Hurgando en lo cotidiano, Freire nos invita a reflexionar sobre temas que en principio parecieran nimios, pero que, como si delante de un habilidoso prestigiador nos encontráramos, de pronto comienzan a cobrar una inusual trascendencia ante nuestros ojos abiertos como platos. Y en mi opinión, lo que más sorprende, es que todo esto lo haga en un libro que no alcanza las cien páginas.

Pero que nadie se llame a engaño con la longitud de Agitación, porque la capacidad de síntesis de Freire es mayúscula. Echando mano a citas de pensadores como Aristóteles, Nietzsche, Pascal, Kierkegaard, Schopenhauer, Lévi-Strauss, Ortega y Gasset, Russell o Jünger, por nombrar a unos pocos de los muchos que desfilan por los capítulos del ensayo, Freire se atreve a presentarnos a su Homo agitatus, un fiel representante de la sociedad de nuestro tiempo, con el fin de exponer sus ideas sobre la libertad, la muerte, el fenómeno de las fake news, la felicidad convertida en religión, ciertos trampantojos de la educación, la singular homogeneidad que han alcanzado las sociedades de hoy, las responsabilidades del periodismo y de la industria del entretenimiento en la cultura de la agitación y, desde luego, la imposibilidad del hombre actual de quedarse quieto.

Para muestra, a continuación dejo algunos botones de las reflexiones que Freire vuelca en las páginas de Agitación:

“Tratar de establecer en qué medida gozamos de libertad sería una tarea ímproba; negar directamente que dicha libertad exista, una frivolidad”.

“Perder el miedo a la muerte es condición necesaria para gozar de la existencia”.

“Lo que hoy entendemos por felicidad no es sino la afirmación de nuestra subjetividad”.

“La diversidad moderna es una suerte de pluralidad de manufactura”.

“En tiempo de agitada diferencia (que es, por definición, lo opuesto a lo diverso) pocas decisiones hay más prudentes que aspirar a una honrosa generalidad”.

“La degradación de la fe lleva al sujeto contemporáneo, en la soledad de la cosmópolis, a abrazar toda suerte de puritanismos y supercherías”.

“De lo inmediato no puede brotar la cultura”.

“Dotar a los libros de un carácter soteriológico es de una ingenuidad infantil”.

“Lo espontáneo del ser humano es el primate; lo sincero, el idiota”.

“Ocioso es buscar fuera lo que no se tiene dentro”.

Y podría seguir, pero no lo haré.

En Los errantes, Olga Tokarczuk escribe que un intelecto que aplica el método correcto puede alcanzar el conocimiento verdadero y útil del mundo a través de los más insignificantes detalles apoyándose en sus propias ideas, claras y nítidas; siempre que usemos adecuadamente tales facultades, deberíamos entonces acercarnos a la verdad. No creo exagerado afirmar que desde hace rato considero, al de Freire, uno de estos intelectos a los que Tokarczuk hace referencia.

Ahí está Agitación para demostrarlo.

viernes, 22 de mayo de 2020

Dos años sin Roth



Me inicié en la obra de Philip Roth con la lectura de “Cuando ella era buena”, su segunda novela y tal vez el libro menos leído y menos representativo de su obra. Recuerdo que el personaje principal, Lucy Nelson, me resultó en muchos aspectos antipático, aunque tengo que reconocer que es un personaje muy interesante, de gran complejidad, cargado de un sinnúmero de contradicciones y, desde luego, no pude dejar de conmoverme con el final que Roth le tenía reservado en las postreras páginas de aquella novela.

Y como me gustó tanto “Cuando ella era buena”, decidí buscar más libros del autor, que por aquel tiempo era un total desconocido para mí. Entonces vinieron “El lamento de Portnoy”, “La conjura contra América”, “Pastoral americana”, “La mancha humana”, “El pecho”, “Me casé con un comunista”, “Elegía” y “Némesis”. Con todos disfruté de principio a fin y con todos me emocioné como un lector espera hacerlo con el nuevo libro que ha elegido para extraviarse entre sus páginas. No en balde Virginia Woolf defendía, con uñas y dientes, que tanto al escribir como al leer la emoción tiene prioridad sobre todo lo demás. Ignoro si Roth conocía esta sentencia de Woolf, lo que sí me atrevería a decir es que sus obras pueden tomarse como referente de ella.

Su prosa sobria y elegante, la manera de contar las historias que elegía contar, la deliciosa ironía con la que está impregnada las páginas de sus libros o los temas —algunos no exceptos de controversia— que abordaba en ellos me llevaron en algún momento a colocarlo en un pedestal del que todavía no me he decidido a bajarlo. Su amor a la literatura y su ambición por escribir libros diferentes lo empujaron siempre a llevar lejos su imaginación y a convertirlo a su vez en un prolífico autor. Solo esto explicaría que en su bibliografía, títulos como “El pecho”, en el que el protagonista se transforma en un seno gigante (¿guiño a Kafka y a Gógol?) que lucha entre la lujuria y la cordura, o “La conjura contra América”, en el que Lindbergh, héroe de la aviación mundial, vence a Roosevelt en las elecciones de 1940 y acaba negociando un “acuerdo” con Hitler, convivan con otros títulos más intimistas e introspectivos como “Némesis” o “Elegia”. Este último, por cierto, un brillante ejemplo de la destreza de Roth para construir ficciones: a través de las enfermedades que ha padecido su protagonista, de la cercanía de la muerte en determinados instantes de su vida, el autor cuenta la historia de un exitoso publicista de la ciudad de Nueva York que, en la recta final de sus días, se cuestiona la relación que ha mantenido con sus seres queridos. “Con esta historia, tan antigua como el género humano (…), Roth describe nuestra condición de seres perecederos”, escribió Guadalupe Nettel, hace ya algunos años, sobre esta extraordinaria novela.

Me tomo la licencia de mencionar que el título original en inglés de “Elegía” es Everyman.

A los pocos días de la muerte del escritor, Zadie Smith publicó un artículo en The New Yorker en el que, entre otras cosas interesantes sobre Roth, decía lo siguiente: “Para Roth la literatura no era una herramienta de ninguna clase. Era en sí misma el objeto de veneración. Amaba la ficción y (a diferencia de muchos escritores que no llegan a entregarse a fondo) nunca se avergonzó de ella. La amaba en su irresponsabilidad y en su comedia, en su vulgaridad y en su divina independencia. Nunca la confundió con otras cosas hechas de palabras, como las declaraciones de justicia social o rectitud personal, el periodismo o los discursos políticos, todos esenciales y necesarios para la vida que vivimos fuera de la ficción pero que en ningún caso son ficción, un medio que siempre debe permitirse, como esas otras formas a menudo no pueden, la posibilidad de expresar verdades íntimas e inoportunas”.

Quizá esa “posibilidad de expresar verdades íntimas e inoportunas”, de la que habla Smith, es de las cosas que más aprecio y me interesan en la obra de Roth.

He titulado estas notas “Dos años sin Roth”, pero bien pudiera haberlas llamado “Diez años sin Roth”, puesto que siempre me he tenido por un lector que gusta de separar la obra de la figura de su creador. Lo que pretendo decir es que, como lector, el Roth que de algún modo me interesaba dejó de existir antes que el Roth de carne y hueso. Y con lo anterior me estoy refiriendo, por supuesto, a la decisión voluntaria del autor de renunciar a escribir. “Némesis” se publicó en octubre de 2010 y, dos años después, Roth declaró en una entrevista para un medio francés, que esa sería su última novela. De modo que los lectores hemos pasado casi diez años sin que llegue a nuestras manos nuevo material del escritor. En cuanto a su determinación de dejar de escribir, aparte del revuelo que causó en el mundillo literario, en un principio a mí también me sobresaltó y me cogió desprevenido, pero como tantos otros, supuse que era un farol y que Roth tarde o temprano retornaría por sus fueros y volvería a publicar, porque, ¿cómo puede un pez sobrevivir fuera del agua? En fin, pensaba que como había sucedido antes con otros de sus colegas, acabaría no cumpliendo con su promesa. Me equivoqué. No fue así y sus lectores hemos tenido que aprender a sobrellevar ese silencio, desde hace dos años, ya definitivo.

Aunque, claro, siempre nos quedará el consuelo de la relectura de sus libros.

jueves, 18 de julio de 2019

Kronos Quartet en Madrid



De las diferentes manifestaciones artísticas existentes, quizá sea la música la que suele llegarnos y conmocionarnos con mayor facilidad. Es poco común, por no decir bastante raro, toparse con una persona a quien no le guste algún tipo de música. De una u otra forma, la música siempre nos dice algo, tal vez por esto no pocos la consideramos el idioma universal. Al igual que pasa con los olores o los sabores, un simple acorde contiene en sus notas la capacidad de descolocarnos y trasladarnos a lugares o momentos remotos que ignorábamos que continuaran en nuestros recuerdos. Y aunque suene a despropósito, un fragmento de una pieza musical puede incluso llevarnos a lugares en los que no habíamos estado nunca.

Es parte de la magia que la música produce en nosotros.

La noche del pasado martes, Irma y yo asistimos al concierto que Kronos Quartet daba en Madrid dentro de las actividades programadas en la iniciativa “Veranos de la Villa” del Ayuntamiento. Pese al calor que hacía en la ciudad, disfruté de la velada de principio a fin. Y tengo la necesidad de confesar que durante el concierto se despertaron en mí un sinfín de sensaciones, mezcla de cosas que había sentido antes y otras que no. Reflexionando ahora sobre lo experimentado, creo que no me queda más que afirmar que soy un afortunado al poder hablar de esta manera tras salir de un concierto al día de hoy.

Al Kronos Quartet lo precede su fama. Con más de cuarenta años de trayectoria, más de sesenta discos editados y galardonado con infinidad de premios, este cuarteto de cuerdas con base en San Francisco, California, cuya alineación actual está conformada por David Harrington (violín), John Sherba (violín), Hank Dutt (viola) y Sunny Yang (cello) fue fundado en Seattle, Washington, en 1973, por David Harrington. Posteriormente, en 1978, se mudaría a la ciudad de San Francisco. Justo en esta localidad y en este año, Sherba y Dutt se unirían a Harrington; Yang lo haría mucho más tarde, en 2013. Especializado en la interpretación de música clásica contemporánea, Kronos Quartet tiene un repertorio muy ecléctico que incluye tanto música minimalista como jazz, rock, tango y desde luego composiciones experimentales. A lo largo de su carrera han trabajado con músicos de la talla de Tom Waits, Philip Glass, Roberto Carnevale, Steve Reich, Terry Riley y Café Tacuba.

Pero volvamos a la calurosa noche del martes.

El concierto comenzó puntual y el auditorio Pilar García Peña de Hortaleza, al aire libre, estaba al completo. Tras la entrada de los músicos y los aplausos de recibimiento del público, sin mediar ninguna clase de preámbulo, el cuarteto interpretó Zaghlala, del egipcio Islam Chipsy, una pieza tan atractiva como compleja, con indudables influencias de la música tradicional de Oriente Próximo. Al finalizar la pieza, David Harrington cogió el micrófono, saludó a los asistentes y habló un poco del tema que acabábamos de escuchar y realizó la respectiva introducción a la siguiente que tocarían, más familiar y conocido para el oído del grueso de los espectadores, dicho sea de paso: The House of the Rising Sun.

Más tarde, cuando llegó el turno de la hermosísima y profunda Flugufrelsarinn, cover de una canción de la banda islandesa Sigur Rós, ya yo estaba enteramente rendido a los pies de Kronos Quartet. A Flugufrelsarinn siguió un cover de Summertime, la versión popularizada por Janis Joplin a finales de los sesenta, una de mis canciones favoritas.

¿Podría acaso pedirse más?

Antes de ejecutar cada pieza, Harrington hacía una breve introducción en la que resaltaba el título de la canción y el nombre de su autor y de tanto en tanto dejaba colar algún comentario jocoso que le sacaba una carcajada a los espectadores.

Mientras avanzaba el programa de la noche, me sorprendió la capacidad de creación de atmósferas de las versiones que interpretaba el cuarteto, una de las habilidades que más admiro en los músicos.

Otras interpretaciones que me parecieron de lujo, si es que esto no sea otro despropósito, fueron Another Living Soul, de Nicole Lizée; Baba O’Riley, de Pete Townshend (primera guitarra de The Who); Death is the Road to Awe, de Clint Mansell; Satellites: III. Dimensions, de Garth Knox, y Alabama, de John Coltrane, músico por el que, por cierto, guardo especial devoción.

Al cierre del concierto el público ovacionó a los miembros del Kronos Quartet con tal entrega que se sintieron en la obligación de salir de nuevo al escenario y continuar tocando. Y este hecho no ocurrió una sino dos veces. Prometo que no había sido testigo de algo parecido. Fue así que un concierto cuya duración en principio había sido estimada para hora y media, acabó alargándose a dos.

Sin embargo, a excepción de un grupito de despistados que quizá no había disfrutado tanto como el resto del espectáculo sensorial que nos ofrecía el cuarteto estadounidense —ya se sabe, sobre gustos y colores no han escrito los autores—, nadie se movió de sus asientos y permanecimos ahí hasta que los propios músicos dijeron basta. No más.

miércoles, 19 de junio de 2019

Sprachspielkultur



Conocí a Annette Kuhn hace poco más de dos años. Nuestro primer contacto fue posible gracias a la hija menor de unos buenos amigos, los Rösli-Deffendini, a quienes Irma y yo consideramos parte de nuestra familia —para nosotros son esa clase de amigos a la que Isaac Chocrón llamaba la “familia elegida”, tanto o a veces incluso más importante que la familia de sangre—. De hecho, Adriana, la hija menor de los Rösli-Deffendini, nos trata a Irma y a mí como si fuéramos sus tíos desde antes que empezara siquiera a decir palabra.

Ahora Adriana tiene diez años.

Los Rösli-Deffendini viven en Winterthur, una ciudad y comuna suiza perteneciente al cantón de Zúrich. Allí se mudaron a finales de 2015.

Cierto día, a la escuela pública de esa localidad donde Adriana cursa la primaria, llegó una profesora suplente que, entre otras cosas, le habló a la clase sobre la indeleble magia del teatro. En la mínima ocasión que tuvo, la menor de los Rösli-Deffendini saltó y dijo que ella tenía un tío escritor que había publicado varios libros y que además hacía teatro. Aquella profesora suplente se interesó en lo que había dicho su alumna y al final de la clase la llamó aparte y estuvo conversando un rato con ella.

Aquella profesora suplente era Annette Kuhn.

Como muchos suizos, Annette domina varios idiomas (español, inglés, francés, italiano y, por supuesto, su idioma materno, alemán). Aparte de ser docente, es una veterana actriz con estudios en importantes escuelas de actuación de Suiza y Alemania y a lo largo de su trayectoria ha incursionado en otras áreas de las artes escénicas como la dramaturgia y la dirección y producción de espectáculos.

Años atrás fundó un par de compañías de teatro que todavía mantiene en activo al día de hoy. Con una de ellas ha producido y dirigido espectáculos conectados con la esencia de la cultura hispana. En 2015 estuvo de gira por Sudamérica con uno de estos espectáculos.

Semanas después de aquella conversación entre profesora y alumna, Annette me escribió un email y desde entonces hemos estado en contacto, bien sea por Whatsapps, Skype o correo electrónico. Y en todas estas comunicaciones que hemos sostenido, tras aquel primer email introductorio, ambos hemos mostrado nuestro interés y deseo de trabajar juntos. A finales de 2016 se presentó una oportunidad de hacerlo y ni corta ni perezosa Annette viajó hasta Madrid a comienzos de 2017, pero, por diversos motivos, aquel asunto no cuajó —a despecho nuestro, nos vimos en la obligación de abortar dicho proyecto— y nos dejó a ambos frustrados y con muy mal sabor de boca. Sin embargo, el contacto y el deseo de colaboración mutua continúan manteniéndose intactos.

En marzo de este año Annette inauguró un espacio en Feuerthalen —localidad vecina de Schaffhausen, ciudad y comuna donde reside Annette— a través del cual pretende canalizar parte de sus múltiples inquietudes creativas. Lo ha bautizado ÄNET AM RHY - Raum für Sprachspielkultur, algo así como “al otro lado del Rin, espacio para el juego de palabras”. El nombre es a su vez una especie de juego de palabra puesto que la sala y la casa de Annette están separadas por el río Rin aunque pertenecen a cantones diferentes. Como Annette es una enamorada de los idiomas y de otras culturas, no solo quiere que la sala acoja actividades exclusivamente en alemán, sino que allí también tengan lugar eventos en otros idiomas. Hasta el momento, entre otros, en ÄNET AM RHY se han presentado un par de músicos argentinos, un poeta estadounidense de origen cheyene y el próximo domingo 23 yo estaré hablando sobre mi obra en un encuentro que incluirá música y lecturas dramatizadas de fragmentos de mis libros publicados en España.

ÄNET AM RHY nace con un espíritu transversal, con la idea de acoger entre sus variadas actividades manifestaciones artísticas de otras culturas y en otros idiomas.

Seguramente más adelante surgirán nuevas oportunidades que nos planteen nuevos retos y desde luego nuevas ocasiones de colaborar y trabajar juntos. Por lo pronto, no puedo más que desearle larga y prospera vida a ÄNET AM RHY - Raum für Sprachspielkultur.

martes, 2 de octubre de 2018

En el país de Alicia (y X)


Decía Viktor Frankl que las personas pueden conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en los momentos más terribles, de tensión psíquica y física. Y para explicarlo traía a cuento una anécdota de cuando fue prisionero de varios campos de concentración entre los años 1942 y 1945: «Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino».

Y aunque lejos de comparar la actual situación de Venezuela con la de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial —nada más apartado de mis intereses y naturaleza—, me gustaría traer a colación tres iniciativas de tres buenos amigos que en la Venezuela de hoy trabajan en función de que los efectos de la entropía no sean todo los devastadores que prometen ser en sus entornos personales ni por supuesto en los de otros.

Omar y yo nos conocemos desde que cursáramos juntos el cuarto y quinto año de bachillerato en el Liceo Mario Briceño Iragorry. En la actualidad es Técnico Superior Universitario Agrícola, Perito Agropecuario y Licenciado en Estudios Ambientales con postgrado, maestría y doctorado en esta área. También se ha desempeñado como docente, investigador, asesor profesional en temas ambientales y, desde hace algunos años, decidió emprender una iniciativa que tiene como punto de partida una planta frutal, no solo autóctona sino emblemática del Estado Lara: el semeruco (Malpighia emarginata). A Omar se le ocurrió producir licor a partir del fruto de este arbusto que años atrás solía crecer de forma silvestre. «La iniciativa comienza con un estudio sobre el retroceso que ha tenido el árbol del semeruco en nuestra región», dice, «El objetivo original de dicha investigación era conocer desde el punto de vista fisiológico y etológico el porqué de este retroceso, a qué se asociaba, y desde luego había además un interés docente de mi parte: deseaba darlo a conocer entre las nuevas generaciones porque en las primeras etapas de mi trabajo me di cuenta de que muchos de nuestros jóvenes y niños no conocían la planta y todavía menos el fruto del semeruco». En aquel entonces, hablamos del año 2010, Omar estaba a cargo de la Coordinación de Estudios Ambientales de la Universidad Yacambú. Fue desde esta institución que dirigió sus investigaciones. «Entre las propiedades más resaltantes del semeruco puedo citarte que contiene 40 veces más vitamina C que la naranja». A lo largo de la investigación mi amigo realizó varios viajes a México y República Dominicana donde también crecen otras variedades de la planta. Su intención era la de cruzar estas distintas variedades con la autóctona con el fin de mejorar la calidad y cantidad del fruto. Gracias a su trabajo ha conseguido que en lugar de dos cosechas al año la planta ofrezca a quienes la cultiven tres cosechas al año. En un principio la idea de Omar era cultivar la planta y producir zumo a partir de su fruto, pero pronto descartó esta idea puesto que se dio cuenta de que era una opción inviable debido a que se necesitarían cantidades ingentes del fruto. «Más tarde, hablando con un amigo que es maestro licorero, se nos ocurrió lo de hacer licor de semeruco». A mediados de 2015, ambos comienzan a realizar las primeras pruebas y a compartir los resultados entre familiares, amigos y conocidos. El éxito fue de tal magnitud que en mayo del año siguiente ya estaban conformados en empresa (El semeruco de Lara) y produciendo las primeras botellas de licor de semeruco. Ahora exportan el producto a siete países de América Latina y están elaborando otros géneros para la preparación de cocteles como coñac, mojito y licor de piña y se encuentran en las últimas fases de producción de un té a base de semeruco que se obtiene a partir del mosto de la pulpa. «Hemos tenido y seguimos teniendo un montón de dificultades e inconvenientes para sacar adelante nuestra empresa y nuestros productos; no es nada fácil emprender en Venezuela en los tiempos actuales, pero confiamos profundamente en este país y hemos decidido apostar por él». Y esto a su vez lo hace con un respeto y un compromiso por el medio ambiente encomiables. Omar es partidario —y un convencido a ultranza— de que tenemos la obligación de minimizar el impacto que causamos sobre el planeta a través de los desechos y residuos que generan las actividades humanas. «La conservación de la Tierra y de su vida silvestre tal y como la conocemos debería estar por encima de cualquier interés económico», concluye.

Trabajé durante años con Lyl. Juntos vivimos buenos y malos momentos en Seagram de Venezuela. Es una de las personas más responsables, colaboradoras y con mayor iniciativa con las que he tenido la fortuna de trabajar a lo largo de mi vida laboral. Y confieso que lo mejor de trabajar con ella ha sido que con los años hemos llegado a desarrollar una espléndida y sólida amistad. Un proyecto que pongas en sus manos debes tener la casi plena seguridad de que lo sacará adelante. Lyl es madre de un niño de diez años y, como buena madre, se preocupa de la educación de su hijo. Esto la ha empujado a formar parte de la asociación de padres y representantes del colegio donde está matriculado su pequeño. Ha sabido compaginar su rol de madre y profesional con un voluntariado que en un país como el nuestro exige más tiempo del que muchos estarían dispuestos a entregar. Entre otras cosas, allí se ha encargado de la tesorería de la asociación. Con la mente puesta en mantener a los docentes de la institución estimulados —que a causa de la precariedad de sus salarios no se sintieran tentados a desertar como lo han hecho muchos maestros y profesores de las instituciones públicas—, la asociación de padres y representantes del colegio donde estudia el hijo de Lyl se enfrentó al dilema de sacar de sus propios bolsillos cierta cantidad de dinero (en divisas, dólares para ser exactos) que sirviera de suerte de compensación para intentar que el nivel y la calidad de la enseñanza en el colegio no se vinieran abajo, no se vieran comprometidos ni desmejoraran. Realizaron un plan en el que comenzaron a solicitar a cada padre (tenían que hacerlo de motu proprio para no meter al colegio en dificultades con el gobierno, puesto que este tipo de complementos o compensaciones están prohibidos y más aún si se realizan en moneda extranjera), de forma regular, una cantidad en dólares que luego repartían entre los docentes en un acto que se llevaba a cabo fuera de las instalaciones del colegio, y de acuerdo a un criterio que tenía en cuenta el nivel o responsabilidad de cada docente. Además, la asociación de padres y representantes vela porque todo marche como debe marchar en el colegio; son o funcionan como una especie de pararrayos que evita que los alumnos reciban los impactos de la crisis de manera directa. En la medida de lo posible intentan mantener los marrones alejados de los niños, algo para nada sencillo en la situación actual del país.

Con Glennys cursé gran parte de mis estudios de pregrado en la Escuela de Ciencias de la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA), o en lo que en los actuales tiempos se conoce como Decanato de Ciencias y Tecnología (DCyT). Desde hace años Glennys se desempeña como docente en este centro de estudios. Allí dicta clases tanto a alumnos que estudian Ingeniería en Informática como a aquellos otros que cursan Análisis de Sistemas. La primera carrera se imparte durante el día y la otra en la tarde-noche. Hacía tiempo que a oídos de Glennys había llegado el rumor que algunos alumnos se desmayaban en clase, pero no fue hasta que comenzó a ver jóvenes desvaneciéndose en sus clases que decidió tomar cartas en el asunto. Ahora Glennys coordina una iniciativa que le proporciona desayunos (y en ocasiones almuerzos) gratis a los alumnos de la facultad de Ciencias. «La idea surgió», dice Glennys, «en una reunión de la Pastoral Universitaria del DCyT de la UCLA al considerar que los estudiantes se desmayaban a causa de una mala alimentación, que hay una alta deserción debido a la compleja crisis que atraviesa el país donde el poder adquisitivo es cada vez menor y que los presupuestos de las universidades se tornan cada vez más privativos, hechos que han repercutido en un desmejorado servicio de comedor, limitado a solo un almuerzo de pocas cantidades, ni siquiera balanceado y para colmo a veces pueden transcurrir semanas sin que dicho servicio se preste». La Pastoral Universitaria del DCyT decidió tomar como ejemplo una iniciativa del Decanato de Ciencias Económicas y Empresariales (DCEE), antiguo Decanato de Administración y Contaduría, a través de la cual se ofrecían vasos de atol a los alumnos con el aporte de empresas atendidas contablemente por el profesor Javier Fernández, quien es contable, profesor y coordina la Pastoral Universitaria del DCEE. «Como la población de nuestro decanato es menor», dice Glennys, «nosotros pensamos que era factible replicar dicha iniciativa haciendo una pequeña aportación por parte de cada uno de los miembros del DCyT, pero la idea casi muere al nacer porque además de que todos estamos en pésimas condiciones económicas no era tan fácil conseguir los productos para la preparación del atol y en poco tiempo se volvería insostenible. De modo que tuvimos que posponer su aplicación». Sin embargo, Glennys no se dio por vencida y continuó buscando la manera de paliar la difícil situación que vivían a diario parte del alumnado de la facultad de Ciencias. «En el lapso académico 2017-2, uno de esos días que suspendieron el comedor, les pedí una pequeña colaboración a mis colegas del Departamento de Sistemas y se portaron tan generosos que pude invertir en fororo, azúcar, panela y varios litros de leche de larga duración, asimismo me donaron vasos plásticos, de los cuales usé parte y almacene el resto». La población de estudiantes más castigada del decanato, según Glennys, son los estudiantes de Análisis de Sistemas, quienes reciben clases en los horarios de 17.00 a 20.00 horas y no cuentan con comedor para cenar, ni transporte, ni becas con un monto acorde a sus necesidades. «Imparto clases a estudiantes del primer semestre a quienes se debe intentar motivar y encaminar en sus estudios, así como también orientar en las situaciones que se presentan en esa etapa de la vida, todavía de transición entre la adolescencia y la madurez. Es el nivel en el que se suele presentar el mayor número de deserciones». Tras el éxito de esta actividad puntual mi amiga continuó buscando ayuda y poco después se topó con la gente del Proyecto UNETE, una fundación sin ánimo de lucro que se encarga de tramitar donaciones para apoyar iniciativas solidarias. «Gracias a las gestiones de nuestra decana, la profesora Yenny Salazar, las ingenieros en informática Elizabeth Carolina Cortez Martínez y Enny Elizabeth Querales García, del Proyecto UNETE, y egresadas de nuestro decanato, se comunicaron conmigo. Fue así como conseguimos nuestra primera donación importante a través del Proyecto UNETE. A lo largo de estos meses en que venimos ofreciendo desayunos a nuestros estudiantes también hemos contado con el valioso apoyo de Gisela Vega, que nos atiende desde hace muchísimos años en su cafetín y que de manera amable y desinteresada aceptó que preparáramos dichos desayunos en su cocina, usando sus utensilios y hasta nos ofrece el vapor de la cafetera para esterilizar los frascos de mayonesa donde se sirven los atoles». Lo de reutilizar estos envases de vidrio lo copió Glennys de la celebración de unos 15 años a los que asistió, de esta forma se evitan emplear vasos de plástico. «Empecé pidiéndole los frascos a mis vecinos y luego secretarias, profesores y estudiantes fueron llevando otros». En el lapso académico 2018-1 se sirvieron a los estudiantes, diariamente, un promedio de 70 a 80 vasos de atol. «Sin contar los servidos para los estudiantes de Análisis de Sistemas que solo les atendía los lunes en mi horario de clases. Durante las mañanas contaba con la colaboración de algunos miembros del decanato que participan en las reuniones de la Pastoral Universitaria, algunos estudiantes que forman parte de grupos organizados como ECOTECNO, Tabebuia, Otanigan, entre otros y de algunos miembros de nuestra comunidad del DCyT, tanto estudiantes como personal docente, administrativo y obrero».

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (IX)

martes, 18 de septiembre de 2018

En el país de Alicia (IX)



Cuando por fin el piloto dio inicio a las maniobras de descenso y aterrizaje, me he inclinado todo lo que podía hacia la izquierda con el propósito de asomarme por la ventanilla —hace mucho que en nuestros viajes por avión o tren le cedo a Irma el asiento que va junto a la ventanilla—: un rato después distinguía con claridad las formas de cuatro concéntricas, algo lechosas y sutiles, del Centro Comercial Sambil (y acá me refiero a la figura del instrumento musical, muy popular en América Latina, y no a la del número natural). Entonces he recordado que en los últimos años que viví en Barquisimeto, cada vez que salía o regresaba de la ciudad por el Aeropuerto Internacional Jacinto Lara, ponía en práctica un candoroso juego que consistía en hallar, en el menor tiempo posible, la manzana y la calle donde se ubicaba mi casa. No era una tarea demasiado compleja de conseguir si volaba de día, si me tocaba el lado de la cabina y las filas de asientos adecuadas y si por supuesto sobre Barquisimeto no se tejía ese manto de nubes que en términos aeronáuticos se conoce como «techo bajo». Si todos estos factores se alineaban y confabulaban a mi favor era cuestión de minutos dar desde las alturas con la casa de mis padres. Bastaba con ubicar primero el río Turbio, enseguida la Rivereña y luego buscar el antiguo Hotel Hilton (ahora Jirahara); bajar con la mirada un par de cuadras por una de las calles aledañas y… ¡Ya estaba!

Al juego se le añadían ciertos grados de dificultad si en lugar de salir regresaba a la ciudad. Y es que ignoro por qué razón siempre se me hacía más fácil conseguir el objetivo de aquel juego a la salida que a mi regreso.

Y a pesar de que en esta oportunidad no he cronometrado el tiempo (¿para qué?), prefiero pensar que avisté la casa de mis padres dentro del promedio de mis anteriores registros como jugador.

Tenía más de cinco años sin visitar Barquisimeto, la ciudad en la que había nacido. Tras el emotivo, vehemente y prolongado abrazo con el que me ha recibido mi madre —en algún momento de aquel abrazo he comenzado a dirigirle tímidos gestos al resto de miembros de la familia con los que intentaba expresarles que estaba «atrapado», que no podía liberarme y había que esperar a que mi madre me «soltara»—, me he fundido en otros largos y efusivos abrazos con la gente que nos había ido a recibir. A mi madre la acompañaban mi padre, mi hermana menor y tres sobrinos de distintas edades; Kimberly, mi hermana mayor, esperaba por nosotros a las puertas del aeropuerto, al volante de su Ford Escape de 2005, con la intención de trasladarnos cuanto antes a casa. Mientras caminábamos hacia la salida hubo un instante en el que me han invadido las dudas y por unos minutos me he puesto a analizar cómo demonios íbamos a caber todos en el coche de mi hermana. Porque, además, Irma y yo traíamos con nosotros dos maletas y dos mochilas enormes... De improviso me he visto ofreciéndome de voluntario a aguardar en el aeropuerto por un segundo viaje que tendría que realizar Kimberly y a Irma diciendo que ella se quedaba a esperar conmigo. Fantasía completamente absurda puesto que mi familia no nos hubiera dejado hacer tal cosa a ninguno de los dos.

Al fin, todavía no sé cómo, logramos entrar todos (bastantes apretujados) en el Ford Escape de mi hermana y enfilamos con rumbo a casa de mis padres.

Tan pronto hemos alcanzado las calles de nuestro barrió me he sentido desubicado. En las parcelas en las que recordaba se hallaban las casas de antiguos vecinos, casas que solía visitar en mi infancia y en las que con otros niños solía jugar sin descanso en los límites de sus jardines y solares, se levantaban ahora edificios de varias plantas. En los días sucesivos mi extrañamiento iría en aumento al recorrer algunas de las calles en las que crecí, puesto que en la parte alta del barrio la metamorfosis había sido aún más drástica: hoteles, restaurantes, tiendas comerciales, posadas turísticas, clínicas, locales de venta de motos y coches usados, etcétera. El comercio había invadido lo que antes era un barrio residencial.

¿Cómo podía cambiar tanto la fisonomía de un barrio en apenas cinco años? Y sobre todo había otra pregunta que rebotaba de manera incesante en mi cabeza: ¿cómo había sido esto posible con la crisis del país?

Al atravesar la puerta principal de la casa de mis padres me ha reconfortado corroborar que dentro las cosas escasamente habían cambiado. Seguía siendo la casa que rememoraba, esa que había ido creciendo poco a poco y a medida que la familia había ido haciéndose más grande. En el salón, en el mismo lugar en el que lo había instalado años atrás al sacarlo de las cajas y fundas de protección, estaba el equipo de sonido que había comprado con mi primer sueldo como ingeniero informático. Recuerdo que la mañana de un sábado de junio de 1992, había quedado con mi amigo Juan Carlos que me acompañaría a elegirlo. Quería el mejor aparato, el más potente que pudiera pagar con mi nuevo salario y él siempre había sido un entendido en la materia. Era un Sony de 60W de salida, en color negro, con plato, reproductor de CD triple, doble casetera, radio y ecualizador. ¡Y sonaba como los dioses! Cuando he hecho el amago de acercarme a él, mamá ha dicho: «Ay, hijo. No funciona. Lleva roto mucho tiempo».

A diferencia de nuestra estadía en Caracas, en Barquisimeto no teníamos planeado hacer ningún recado en instituciones públicas o privadas. Nuestro único plan allí era pasar y compartir el mayor tiempo posible con familiares y amigos. Y fue a eso a lo que particularmente yo me dediqué, bien porque los amigos y familiares vinieron a casa de mis padres o bien porque yo conseguí quedar con ellos en algún lugar o les caí por sorpresa en sus casas. De este modo me encontré con gente que tenía más de cinco años sin ver. De este modo volví a entrar en casas que no visitaba incluso desde antes de mudarme a Caracas hacia finales de 1993. Volví a encontrarme con Carmen y Job; volví a encontrarme con Gerardo y Héctor; con Teresa; con hermanos, sobrinos y resto de familia por parte de mi padre; con amigos y ex compañeros de bachillerato; con la familia Cornieles (mi segunda casa en Barquisimeto), la familia Rodríguez-Álvarez y la familia Pastrán (ambos vecinos entrañables, de toda la vida) y con mucha otra gente a la que me dio gusto ver y saludar. Sin duda reunirme con todos ellos ha sido de las cosas más agradables que me ocurrieron durante nuestra visita.

Con mis hermanas y sobrinos salimos a cenar casi todas las noches durante nuestra estancia, sin alejarnos demasiado de casa ni del barrio. Todos nos subíamos y como mejor podíamos nos acomodábamos en el Ford Escape de Kimberly y dejábamos que ella nos llevara a dónde más idóneo le pareciera. «¿Qué les apetece?», nos preguntaba y nosotros empezábamos a soltar lo primero que se nos pasaba por la cabeza. Yo bromeaba nombrando platos raros y mis sobrinas se quejaban, hacían gestos de asco y me lo reprochaban entre risas. Dos o tres veces estuvimos en Los Cardones, un pequeño centro comercial ubicado en las cercanías del Parque Los Cardenalitos, en la entrada oriental de Barquisimeto. A primera vista, en cuanto accedías al estacionamiento, parecía que ahí la crisis no existía. El sitio era una de las tantas burbujas que había repartidas por gran parte del país. Nada más echar un ojo sobre los coches aparcados —a pesar de no ser coches nuevos, con matrículas del último año, puesto que el parque automotor en Venezuela tiene al menos entre ocho y diez años de antigüedad, eran coches de buenas marcas y en muy buen estado, bien cuidados— te dabas cuenta de que los que estábamos ahí éramos unos privilegiados. Tras la cena, Kimberly nos llevaba de paseo por algunas de las zonas exclusivas del este de Barquisimeto. El deficiente alumbrado público no nos facilitaba la tarea de apreciar en todo su majestuosidad las casas (mansiones en algunos casos) de esas zonas exclusivas, pero nos permitía que nos formáramos una idea. Lo sorprendente es que un número nada desdeñable de aquellas casas era de construcción reciente. Porque pese a la situación del país la construcción no se ha detenido del todo. Se continúa construyendo: casas y edificios de lujo, así como gigantescos centros comerciales y edificios de oficina. En Caracas también habíamos observado un montón de nuevas construcciones. Cuando pregunté cómo era esto factible me informaron de que muchas empresas multinacionales, que todavía siguen operando en Venezuela y que por restricciones del gobierno no podían repatriar las ganancias a sus respectivas casas matrices, estaban invirtiendo dichas ganancias en un mercado que les diera cierta seguridad como el inmobiliario; otros me insinuaron, sin aspavientos, que estos proyectos de nueva construcción estaban siendo financiados con dinero provenientes del blanqueo o lavado de capitales.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (VIII)

martes, 4 de septiembre de 2018

En el país de Alicia (VIII)



La buena marcha de un país, o de una sociedad, puede por lo general diagnosticarse a través del análisis del crecimiento y condiciones de vida de sus clases medias. En países cuyo porcentaje mayor de ciudadanos se aglutina en torno a este estrato social, si una buena parte de sus miembros se halla satisfecha con las condiciones de vida que lleva y, sobre todo, en su relación con el Estado —los ciudadanos confían en que les ayudará cuando lo necesiten—, podría entonces concluirse que las cosas en estos países marchan sobre ruedas. Es el caso de las sociedades nórdicas, donde las clases medias están sujetas a altas cargas tributarias que son a su vez el sustento de la calidad de los servicios sociales que sostienen el Estado de bienestar.

En Venezuela el mayor crecimiento y esplendor de la clase media se registró entre las décadas de los cincuenta y setenta del siglo pasado. En los ochenta este estrato social se estancaría y, posteriormente, a partir de los años noventa (con sus altos y bajos en períodos puntuales) empezaría a contraerse hasta llegar a los deprimidos valores que se perciben hoy. Para nadie es un secreto que el peso de la crisis —que dura ya más de tres décadas— ha recaído sobre los hombros y ha golpeado de especial manera a la clase media.

Según datos históricos del Banco Mundial, en los años sesenta el PIB de Venezuela era similar al de Noruega. En la actualidad el PIB per cápita de los escandinavos supera en más de seis veces el de los caribeños.

De mis amigos y excompañeros de Seagram presentes en aquella reunión de un sábado por la tarde en Caracas, el grueso procedía de la clase media. Sus padres, gracias al trabajo, habían conocido lo que era prosperar en un país lleno de oportunidades y en su momento le habían cedido el testigo a sus hijos. De igual forma que sus progenitores en el pasado, al final de la década de los noventa, mis amigos (como yo y tantos otros profesionales de mi generación) habían alcanzado unos ingresos que les permitía vivir con cierta comodidad. No miento al afirmar que incluso algunos habíamos llegado a vivir mejor, con más holgura que nuestros predecesores.

Pero no todo era color de rosa. También en aquella época se vivieron distorsiones que la clase dirigente de entonces no pudo, no supo o no quiso ver. Y lo que no se ve es imposible que pueda corregirse. Creo imprescindible mencionar que entre las décadas de los setenta y noventa, por diversas razones (sobre todo la excesiva dependencia y mal manejo de la renta petrolera), la brecha entre ricos y pobres se incrementó de forma desmesurada y preocupante. Bastaría con mencionar el Caracazo —la serie de protestas, disturbios y saqueos que conmocionó a nuestra sociedad en febrero de 1989— como síntoma incuestionable de dicha tendencia. Aquellos 27 y 28 de febrero de 1989, los días en que las protestas y saqueos fueron más multitudinarios y violentos, miles de jóvenes observábamos sorprendidos e incrédulos las imágenes que mostraban los canales de televisión: en muchos sentidos estábamos frente a un país que no reconocíamos. A estas alturas no creo que exista persona que se atreva a decir que la desigualdad no representa un factor de desestabilidad importante para cualquier sociedad o estado moderno.

Tras esta pequeña digresión, retornemos al asunto que nos ocupa: las nuevas generaciones de jóvenes que residen en Venezuela —hombres y mujeres que rondan la veintena y treintena— se enfrentan a condiciones muy diferentes a las que sus padres, tíos, abuelos o bisabuelos se enfrentaron; las adversidades se han multiplicado hoy y ya no basta con estudiar y procurarse un buen empleo, o emprender una iniciativa particular exitosa para alcanzar un relativo bienestar. Esto ha pasado a ser una quimera. De modo que son remotas las posibilidades de que un joven pueda repetir lo que sus antecesores consiguieron en otra época que se vislumbra ahora bastante lejana. Por tal motivo una nada despreciable cantidad de estos jóvenes está emigrando o planea hacerlo en el corto plazo.

El país actual no consigue enamorarlos ni ilusionarlos.

¿Qué futuro le espera a una nación en la que la mayoría de jóvenes no pueda desarrollarse ni en la que encuentra ilusión?

En las universidades se eliminan materias o cierran cursos enteros y se juntan secciones por la falta de alumnos; profesores retirados se han visto en la obligación de retornar a las aulas para volver a dictar clases a causa de la deserción de sus colegas; las asociaciones de padres y representantes de los colegios privados emprenden variadas y arriesgadas iniciativas con el propósito de mantener un nivel aceptable, idóneo, en la educación de sus hijos y algunas empresas comienzan a resentir, a tener graves problemas por la ausencia o abandono de personal cualificado. Me informaron de que empresas como El Metro de Caracas (una entidad que depende del Estado), por ejemplo, desde hace aproximadamente dos años tomó la decisión de suspender la tramitación de renuncias en su departamento de recursos humanos con el fin de frenar el éxodo masivo de sus trabajadores especializados y, todavía así, no ha logrado parar dicha sangría: ante la imposibilidad de renunciar muchos empleados acaban desertando, es decir, se van del país sin siquiera finiquitar sus contratos debido a que lo acumulado en prestaciones sociales no representa ya nada, ningún valor, esos ahorros se han diluido con la descomunal inflación que asfixia a la nación.

La escalada de precios que ha vivido en los últimos años Venezuela, como consecuencia de una serie de medidas económicas aplicadas por el gobierno, ha desembocado en una hiperinflación sin precedentes que prácticamente ha fulminado los ingresos y salarios de las personas. A mediados de la década de los noventa, un profesional de la informática (área en la que me desempeñé durante años) de nivel medio (hablo de un líder de proyecto), podía llegar a ganar, en una buena empresa y a la tasa de cambio de entonces, entre 1.500 y 2.500 dólares mensuales. Hoy esas cifras son inconcebibles de manejar para cualquier compañía, aun para las multinacionales que continúan operando en el país. Tengo amigos y ex compañeros de carrera empleados en el área que no llegan a cobrar ni siquiera 30 dólares mensuales. Y esto pese a ocupar puestos medios de supervisión en la pequeña y mediana empresa. Es evidente que con tales niveles de ingresos se les haga cuesta arriba cubrir las necesidades básicas y dependan de buscar y adquirir los artículos a precios regulados que fija el gobierno. Es otra de las profundas distorsiones que padecen los venezolanos: mientras los precios de casi todos los artículos que consumen se encuentran dolarizados, sus ingresos se han quedado anclados en el pasado. Lo que gana la gente y los precios de los productos que consume van a ritmos muy disparejos, descompensados.

Lo anterior me da paso para hablar de lo que representa en la Venezuela de hoy el tener o no acceso a divisas: marca la diferencia en la manera de cómo se enfrenta la crisis; incluso la manera de sobrevivir o no.

Limitada su circulación en un principio por el gobierno (desde 2003 existe un rígido control cambiario), el dólar es la divisa que más se mueve y su influencia sobre la economía venezolana es enorme. Los precios de una gran gama de bienes y servicios que se comercializan están por lo general calculados en función de ella y la manera que tienen muchos de cuidar sus ahorros es adquiriendo y acumulando dólares. Tener o no acceso a ellos, como dije antes, puede marcar la diferencia en la manera de cómo se sobrelleva la crisis. Y no estoy hablando de ingentes sumas de dólares sino de pequeñas cantidades. Un hogar podrá capear mejor los efectos de la crisis si los familiares que tiene en el exterior le hacen llegar con cierta regularidad 50, 30, 20 o hasta 10 dólares: todo depende de la capacidad económica de quien envía, de ahí la importancia que para muchos (gobierno incluido) tienen las remesas que arriban desde más allá de las fronteras.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (VII)