Me inicié en
la obra de Philip Roth con la lectura de “Cuando ella era buena”, su segunda
novela y tal vez el libro menos leído y menos representativo de su obra.
Recuerdo que el personaje principal, Lucy Nelson, me resultó en muchos aspectos
antipático, aunque tengo que reconocer que es un personaje muy interesante, de
gran complejidad, cargado de un sinnúmero de contradicciones y, desde luego, no
pude dejar de conmoverme con el final que Roth le tenía reservado en las postreras
páginas de aquella novela.
Y como me
gustó tanto “Cuando ella era buena”, decidí buscar más libros del autor, que
por aquel tiempo era un total desconocido para mí. Entonces vinieron “El
lamento de Portnoy”, “La conjura contra América”, “Pastoral americana”, “La
mancha humana”, “El pecho”, “Me casé con un comunista”, “Elegía” y “Némesis”.
Con todos disfruté de principio a fin y con todos me emocioné como un lector espera
hacerlo con el nuevo libro que ha elegido para extraviarse entre sus páginas. No
en balde Virginia Woolf defendía, con uñas y dientes, que tanto al escribir
como al leer la emoción tiene prioridad sobre todo lo demás. Ignoro si Roth
conocía esta sentencia de Woolf, lo que sí me atrevería a decir es que sus
obras pueden tomarse como referente de ella.
Su prosa
sobria y elegante, la manera de contar las historias que elegía contar, la
deliciosa ironía con la que está impregnada las páginas de sus libros o los
temas —algunos no exceptos de controversia— que abordaba en ellos me llevaron
en algún momento a colocarlo en un pedestal del que todavía no me he decidido a
bajarlo. Su amor a la literatura y su ambición por escribir libros diferentes
lo empujaron siempre a llevar lejos su imaginación y a convertirlo a su vez en
un prolífico autor. Solo esto explicaría que en su bibliografía, títulos como
“El pecho”, en el que el protagonista se transforma en un seno gigante (¿guiño
a Kafka y a Gógol?) que lucha entre la lujuria y la cordura, o “La conjura contra
América”, en el que Lindbergh, héroe de la aviación mundial, vence a Roosevelt
en las elecciones de 1940 y acaba negociando un “acuerdo” con Hitler, convivan con
otros títulos más intimistas e introspectivos como “Némesis” o “Elegia”. Este
último, por cierto, un brillante ejemplo de la destreza de Roth para construir
ficciones: a través de las enfermedades que ha padecido su protagonista, de la
cercanía de la muerte en determinados instantes de su vida, el autor cuenta la
historia de un exitoso publicista de la ciudad de Nueva York que, en la recta
final de sus días, se cuestiona la relación que ha mantenido con sus seres
queridos. “Con esta historia, tan antigua como el género humano (…), Roth
describe nuestra condición de seres perecederos”, escribió Guadalupe Nettel, hace
ya algunos años, sobre esta extraordinaria novela.
Me tomo la
licencia de mencionar que el título original en inglés de “Elegía” es Everyman.
A los pocos
días de la muerte del escritor, Zadie Smith publicó un artículo en The New
Yorker en el que, entre otras cosas interesantes sobre Roth, decía lo
siguiente: “Para Roth la literatura no era una herramienta de ninguna clase.
Era en sí misma el objeto de veneración. Amaba la ficción y (a diferencia de
muchos escritores que no llegan a entregarse a fondo) nunca se avergonzó de
ella. La amaba en su irresponsabilidad y en su comedia, en su vulgaridad y en
su divina independencia. Nunca la confundió con otras cosas hechas de palabras,
como las declaraciones de justicia social o rectitud personal, el periodismo o
los discursos políticos, todos esenciales y necesarios para la vida que vivimos
fuera de la ficción pero que en ningún caso son ficción, un medio que siempre
debe permitirse, como esas otras formas a menudo no pueden, la posibilidad de
expresar verdades íntimas e inoportunas”.
Quizá esa “posibilidad
de expresar verdades íntimas e inoportunas”, de la que habla Smith, es de las
cosas que más aprecio y me interesan en la obra de Roth.
He titulado
estas notas “Dos años sin Roth”, pero bien pudiera haberlas llamado “Diez años
sin Roth”, puesto que siempre me he tenido por un lector que gusta de separar
la obra de la figura de su creador. Lo que pretendo decir es que, como lector,
el Roth que de algún modo me interesaba dejó de existir antes que el Roth de
carne y hueso. Y con lo anterior me estoy refiriendo, por supuesto, a la
decisión voluntaria del autor de renunciar a escribir. “Némesis” se publicó en
octubre de 2010 y, dos años después, Roth declaró en una entrevista para un
medio francés, que esa sería su última novela. De modo que los lectores hemos pasado
casi diez años sin que llegue a nuestras manos nuevo material del escritor. En
cuanto a su determinación de dejar de escribir, aparte del revuelo que causó en
el mundillo literario, en un principio a mí también me sobresaltó y me cogió
desprevenido, pero como tantos otros, supuse que era un farol y que Roth tarde
o temprano retornaría por sus fueros y volvería a publicar, porque, ¿cómo puede
un pez sobrevivir fuera del agua? En fin, pensaba que como había sucedido antes
con otros de sus colegas, acabaría no cumpliendo con su promesa. Me equivoqué. No
fue así y sus lectores hemos tenido que aprender a sobrellevar ese silencio,
desde hace dos años, ya definitivo.
Aunque,
claro, siempre nos quedará el consuelo de la relectura de sus libros.
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