martes, 4 de septiembre de 2018

En el país de Alicia (VIII)



La buena marcha de un país, o de una sociedad, puede por lo general diagnosticarse a través del análisis del crecimiento y condiciones de vida de sus clases medias. En países cuyo porcentaje mayor de ciudadanos se aglutina en torno a este estrato social, si una buena parte de sus miembros se halla satisfecha con las condiciones de vida que lleva y, sobre todo, en su relación con el Estado —los ciudadanos confían en que les ayudará cuando lo necesiten—, podría entonces concluirse que las cosas en estos países marchan sobre ruedas. Es el caso de las sociedades nórdicas, donde las clases medias están sujetas a altas cargas tributarias que son a su vez el sustento de la calidad de los servicios sociales que sostienen el Estado de bienestar.

En Venezuela el mayor crecimiento y esplendor de la clase media se registró entre las décadas de los cincuenta y setenta del siglo pasado. En los ochenta este estrato social se estancaría y, posteriormente, a partir de los años noventa (con sus altos y bajos en períodos puntuales) empezaría a contraerse hasta llegar a los deprimidos valores que se perciben hoy. Para nadie es un secreto que el peso de la crisis —que dura ya más de tres décadas— ha recaído sobre los hombros y ha golpeado de especial manera a la clase media.

Según datos históricos del Banco Mundial, en los años sesenta el PIB de Venezuela era similar al de Noruega. En la actualidad el PIB per cápita de los escandinavos supera en más de seis veces el de los caribeños.

De mis amigos y excompañeros de Seagram presentes en aquella reunión de un sábado por la tarde en Caracas, el grueso procedía de la clase media. Sus padres, gracias al trabajo, habían conocido lo que era prosperar en un país lleno de oportunidades y en su momento le habían cedido el testigo a sus hijos. De igual forma que sus progenitores en el pasado, al final de la década de los noventa, mis amigos (como yo y tantos otros profesionales de mi generación) habían alcanzado unos ingresos que les permitía vivir con cierta comodidad. No miento al afirmar que incluso algunos habíamos llegado a vivir mejor, con más holgura que nuestros predecesores.

Pero no todo era color de rosa. También en aquella época se vivieron distorsiones que la clase dirigente de entonces no pudo, no supo o no quiso ver. Y lo que no se ve es imposible que pueda corregirse. Creo imprescindible mencionar que entre las décadas de los setenta y noventa, por diversas razones (sobre todo la excesiva dependencia y mal manejo de la renta petrolera), la brecha entre ricos y pobres se incrementó de forma desmesurada y preocupante. Bastaría con mencionar el Caracazo —la serie de protestas, disturbios y saqueos que conmocionó a nuestra sociedad en febrero de 1989— como síntoma incuestionable de dicha tendencia. Aquellos 27 y 28 de febrero de 1989, los días en que las protestas y saqueos fueron más multitudinarios y violentos, miles de jóvenes observábamos sorprendidos e incrédulos las imágenes que mostraban los canales de televisión: en muchos sentidos estábamos frente a un país que no reconocíamos. A estas alturas no creo que exista persona que se atreva a decir que la desigualdad no representa un factor de desestabilidad importante para cualquier sociedad o estado moderno.

Tras esta pequeña digresión, retornemos al asunto que nos ocupa: las nuevas generaciones de jóvenes que residen en Venezuela —hombres y mujeres que rondan la veintena y treintena— se enfrentan a condiciones muy diferentes a las que sus padres, tíos, abuelos o bisabuelos se enfrentaron; las adversidades se han multiplicado hoy y ya no basta con estudiar y procurarse un buen empleo, o emprender una iniciativa particular exitosa para alcanzar un relativo bienestar. Esto ha pasado a ser una quimera. De modo que son remotas las posibilidades de que un joven pueda repetir lo que sus antecesores consiguieron en otra época que se vislumbra ahora bastante lejana. Por tal motivo una nada despreciable cantidad de estos jóvenes está emigrando o planea hacerlo en el corto plazo.

El país actual no consigue enamorarlos ni ilusionarlos.

¿Qué futuro le espera a una nación en la que la mayoría de jóvenes no pueda desarrollarse ni en la que encuentra ilusión?

En las universidades se eliminan materias o cierran cursos enteros y se juntan secciones por la falta de alumnos; profesores retirados se han visto en la obligación de retornar a las aulas para volver a dictar clases a causa de la deserción de sus colegas; las asociaciones de padres y representantes de los colegios privados emprenden variadas y arriesgadas iniciativas con el propósito de mantener un nivel aceptable, idóneo, en la educación de sus hijos y algunas empresas comienzan a resentir, a tener graves problemas por la ausencia o abandono de personal cualificado. Me informaron de que empresas como El Metro de Caracas (una entidad que depende del Estado), por ejemplo, desde hace aproximadamente dos años tomó la decisión de suspender la tramitación de renuncias en su departamento de recursos humanos con el fin de frenar el éxodo masivo de sus trabajadores especializados y, todavía así, no ha logrado parar dicha sangría: ante la imposibilidad de renunciar muchos empleados acaban desertando, es decir, se van del país sin siquiera finiquitar sus contratos debido a que lo acumulado en prestaciones sociales no representa ya nada, ningún valor, esos ahorros se han diluido con la descomunal inflación que asfixia a la nación.

La escalada de precios que ha vivido en los últimos años Venezuela, como consecuencia de una serie de medidas económicas aplicadas por el gobierno, ha desembocado en una hiperinflación sin precedentes que prácticamente ha fulminado los ingresos y salarios de las personas. A mediados de la década de los noventa, un profesional de la informática (área en la que me desempeñé durante años) de nivel medio (hablo de un líder de proyecto), podía llegar a ganar, en una buena empresa y a la tasa de cambio de entonces, entre 1.500 y 2.500 dólares mensuales. Hoy esas cifras son inconcebibles de manejar para cualquier compañía, aun para las multinacionales que continúan operando en el país. Tengo amigos y ex compañeros de carrera empleados en el área que no llegan a cobrar ni siquiera 30 dólares mensuales. Y esto pese a ocupar puestos medios de supervisión en la pequeña y mediana empresa. Es evidente que con tales niveles de ingresos se les haga cuesta arriba cubrir las necesidades básicas y dependan de buscar y adquirir los artículos a precios regulados que fija el gobierno. Es otra de las profundas distorsiones que padecen los venezolanos: mientras los precios de casi todos los artículos que consumen se encuentran dolarizados, sus ingresos se han quedado anclados en el pasado. Lo que gana la gente y los precios de los productos que consume van a ritmos muy disparejos, descompensados.

Lo anterior me da paso para hablar de lo que representa en la Venezuela de hoy el tener o no acceso a divisas: marca la diferencia en la manera de cómo se enfrenta la crisis; incluso la manera de sobrevivir o no.

Limitada su circulación en un principio por el gobierno (desde 2003 existe un rígido control cambiario), el dólar es la divisa que más se mueve y su influencia sobre la economía venezolana es enorme. Los precios de una gran gama de bienes y servicios que se comercializan están por lo general calculados en función de ella y la manera que tienen muchos de cuidar sus ahorros es adquiriendo y acumulando dólares. Tener o no acceso a ellos, como dije antes, puede marcar la diferencia en la manera de cómo se sobrelleva la crisis. Y no estoy hablando de ingentes sumas de dólares sino de pequeñas cantidades. Un hogar podrá capear mejor los efectos de la crisis si los familiares que tiene en el exterior le hacen llegar con cierta regularidad 50, 30, 20 o hasta 10 dólares: todo depende de la capacidad económica de quien envía, de ahí la importancia que para muchos (gobierno incluido) tienen las remesas que arriban desde más allá de las fronteras.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (VII)

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