Un libro es
más que la suma de sus partes. Esto siempre debemos tenerlo en cuenta. Si
pacientemente diseccionamos una obra y encontramos algo de original en alguna
de sus partes, desde luego esta originalidad permeará el resto. Pero también puede darse el caso que un libro
nos parezca original aún si no logramos identificar en cuál de sus partes reside
dicha originalidad. De nuevo: el conjunto por encima de las partes.
Roberto
Bolaño solía decir que lo que contamos es siempre una variación de lo que el
hombre viene contándose a sí mismo desde hace miles de años. Es decir, que para
él, en nuestros tiempos, la originalidad de una obra literaria no residiría ya en
la anécdota. Lo afirma el autor de Estrella distante, esa pequeña joya de
la literatura sobre la maldad, en la que un poeta visual se convierte en
asesino en serie. O viceversa.
Agregaba
Bolaño que el hecho que se catalogue a una narración como original se debe en
gran medida al envoltorio que elija su creador para presentarla. Y con
envoltorio no se estaba refiriendo a otra cosa que a la forma, a la estructura.
Entonces no sería
tan descabellado suponer que una historia mil veces contada vuelva a parecernos
original en su versión 1.001. Es lo que me ha ocurrido con Moravia, del escritor argentino Marcelo Luján.
Ciertamente Moravia no es la versión 1.001 de una
historia mil veces contada, pero se basa en un hecho real que resonó en la
prensa francesa de finales de los años treinta del siglo pasado y que un
reconocido autor —cuyo nombre me
reservo con la intención de no estropearle el placer de la lectura a los
interesados— utilizó para darle
cuerpo y forma a una de sus más celebradas novelas y además a una de sus piezas
de teatro más representadas.
Estructurada
en dos partes y veintidós capítulos, la novela de Luján nos relata la historia
del emigrante que mucho tiempo después retorna al lugar de partida con la
finalidad de saldar cuentas con el pasado. En capítulos que se van alternando entre presente y pasado, la primera
parte nos describe a la vez tanto ese retorno como la partida. Juan Kosic
regresa a la tierra que lo vio nacer, un pueblo perdido de la pampa argentina,
tras acumular fama y fortuna como músico en New Orleans. Su deseo es hacerse
pasar por un desconocido, un forastero, ante los ojos de su madre y hermana y,
luego, sorprenderlas diciendo quién era en realidad. “Volver con el único
propósito de resarcirse. Volver para preguntar ¿quién era el inútil?, ¿quién
era vago, el atorrante bueno para nada? Volver para decir acá tienen: acá
estoy, este soy yo y eso son ustedes”. Sin embargo, Lidia Estefanía, su esposa,
que lo acompaña durante la travesía, nunca ha estado de acuerdo con la obsesión
de su marido (y así se lo ha hecho saber en repetidas ocasiones), con ese juego
infantil que pretende, puesto que una madre reconocerá a su hijo no importa el
tiempo transcurrido. Ella lo sabe porque es madre; o al menos así lo intuye, lo
siente. Si por fin ha accedido a viajar a la Argentina es simplemente obligada
por el respeto y la obediencia que debe a su marido.
El presente de
la novela está anclado en 1950.
En esta
primera parte también se nos revela parte del pasado de Lidia Estefanía, sobre
su familia y cómo ella y Kosic se conocieron. Al igual que Kosic, aunque por
razones muy distintas, ella y sus padres son emigrantes: se vieron obligados a
huir de la Checoslovaquia ocupada por los nazis en 1938. Lidia y Kosic
comparten así un pasado de éxodos y renuncias, de humillaciones y sufrimiento que en lugar de unirlos ha abierto un
abismo entre ambos. Se quieren y desde luego tienen cosas en común, entre ellas
su pequeña hija, pero a veces la comunicación entre marido y mujer se corta con
la violencia de un estornudo.
La segunda
parte de la novela se suscribe sólo al presente, ya cuando los viajeros han
arribado a destino. No habrá más flashback; lo que ahora interesa son los
hechos que suceden en ese pueblecito perdido de la pampa argentina. Es acá
cuando el autor corre mayor riesgo, puesto que es acá cuando el relato se hace
previsible para aquellos que conozcan (que conocemos) el origen de la historia.
Es acá cuando se nos desvelan ciertas claves que nos permiten atar cabos y
establecer las necesarias conexiones. No obstante, gracias a las habilidades de
Luján como narrador, al magnetismo y poderío de su prosa, consigue mantenernos
enganchados y él mismo sale indemne de su atrevimiento. Confieso que en cuanto a técnica y
emotividad, a eso de sumergirse en las profundidades de la condición humana, los
últimos capítulos de Moravia son de
una contundencia admirable y sobrecogedora.
En cierta
ocasión León Tolstói escribió que todas las familias felices se asemejan, pero
que cada familia desdichada era desdichada a su manera. Éste sería un buen
colofón para la novela de Luján, para todas las familias de las que en ella se
habla.
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