Cuando era
niño, una de las aseveraciones que más me sorprendió e impresionó de las clases
de religión fue aquella en la que la maestra, con una solemnidad que me dejó
sin aliento, dijo que si nos lo proponíamos todos podríamos llegar a ser santos.
¿Cómo?, pensé. ¿Llegar yo a convertirme
en aquellas imágenes de yeso que nuestras madres y abuelas veneraban en las
iglesias?
Imposible.
No me cabía en la cabeza.
Tiempo
después, ya siendo adolescente, mientras hacía un apostolado en la parroquia
donde vivía, me topé de nuevo con el mismo discurso. Esta vez, pese a que
entendí a la perfección la metáfora, preferí continuar dejándola fuera de mi
cabeza. Me sentía demasiado imperfecto, demasiado egoísta y demasiado humano
para siquiera pensar en algo como ser santo. Sin embargo, es justo aquí donde
reside la singular maravilla de la contradicción religiosa (católica, en este
caso): se llega a ser santo sólo si antes se ha sido humano.
St. Vincent, de Theodore Melfi, es una
divertida y conmovedora comedía que explica lo que yo he tratado de resumir en
los párrafos anteriores.
Vincent
(Bill Murray) es un viejo cascarrabias que odia relacionarse con la gente. No
le gusta y es evidente que tampoco a la gente le gusta él. Mal vecino, fumador
y bebedor empedernido, adicto a las apuestas de caballo y asiduo a locales de
strippers. De hecho, es cliente habitual de una de estas chicas, Daka (Naomi
Watts), que por unos pocos dólares le proporciona de tanto en tanto favores
sexuales. Pero un día nuevos vecinos se mudan a la casa de al lado y, ante una
emergencia de Maggie (Melissa McCarthy), su nueva vecina, Vincent ve la ocasión
de darle un respiro a sus maltrechas finanzas haciendo de canguro de su hijo.
Es acá dónde los caminos de Vincent y Oliver (Jaeden Lieberher), un chaval de doce
años, introvertido y en el ojo del huracán de varios cambios (nuevo barrio,
nuevo colegio, divorcio de sus padres), se cruzan para trastocar la vida de
ambos. Vincent se traza la meta de hacer de Oliver un hombre (un hombre a la
manera que él está acostumbrado, claro) y Oliver comienza a ver en Vincent a
alguien más que un circunstancial tutor.
Con un guión
sencillo pero contundente, Melfi nos da
un paseo de 102 minutos por la vida de estos personajes que nos hace reír,
sorprendernos, indignarnos, reflexionar y conmovernos. De hecho la sencillez es
la gran virtud de St. Vincent, tal y
como solía pregonarlo Chejov.
Y aunque no
pueda entrar en nuestras cabezas, siempre existe la posibilidad de llegar a ser
santo a pesar de que nunca nos lo hayamos propuesto, de que jamás haya formado
parte de nuestros planes de vida. Porque en el fondo los verdaderos santos no
se hacen a sí mismos, sino que son descubiertos y nombrados por otros. Son esos
otros los que le confieren el título. A veces, los verdaderos santos, ni
siquiera saben que están obrando el bien.
Así de
simple.
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