El tema de la lucha armada de los años sesenta en Venezuela —léase guerrilla— ha sido abordado en no pocas ocasiones por nuestro cine.
Sobre todo aquél que se realizó en la década de los setenta.
Películas como Cuando quiero llorar no lloro (1973) y Crónica de un subversivo latinoamericano (1975), de Mauricio Walerstein; La quema de Judas (1974), de Román Chalbaud; Compañero Augusto (1976), de Enver Cordido; Canción mansa para un pueblo bravo (1976), de Giancarlo Carrier; País portátil (1979), de Antonio Llerandi e Iván Feo; entre otras.
Pero creo no exagerar si digo que ninguna de ellas aborda el tema desde una óptica tan original y personal —intimista, sería la palabra correcta— como Postales de Leningrado (2007), de Mariana Rondón.
El enorme atractivo de Postales de Leningrado reside sin lugar a dudas en la forma en que se cuentan los hechos. La voz y la mirada de esa niña omnisciente que narra en off, que de pronto nos hace pensar que, en un juego infantil muy bien armado, ha prestado voz e ingenio a una vieja película en super 8 que proyecta a escondidas en un rincón de su casa, cada día, una y otra vez, y que conoce al detalle; una película —a la que los espectadores concurrimos como fisgones— que es quizá su única manera de acercarse a unos padres condenados a estar lejos, siempre distantes. Porque ésta es otra de las característica de Postales de Leningrado: está narrada desde la nostalgia, desde la perspectiva de dos niños que esperan, que tienen en común la ausencia de sus padres.
La cinta de Rondón, pese a tratar el tema de la guerrilla, no es una obra política ni violenta. Desde luego hay escenas que nos remiten a la violencia de aquellos años, aunque casi nunca de manera explícita. Cuando la historia exige lo explícito, allí aparece de nuevo el ingenio de la niña narradora para pintar el horror con colores que no nos duelan, que nos conmuevan pero sin llegar a agredirnos. Gracias a este recurso hay momentos de gran belleza visual, momentos en que la pantalla estalla en imágenes oníricas, de gran contenido poético.
Sin embargo, en Postales de Leningrado también hay lugar para el humor. Un humor de colores pasteles, sutil e inteligente que se agradece. Un humor que en ocasiones se desprende del propio pasado, bien al recrear una cuña o al poner la lupa sobre los símbolos representativos de la cultura de la época. También hay lugar para los despliegues técnicos y de efectos especiales. Una de las secuencias finales de la película, que nada tiene que envidiar a las que vemos en el mejor cine independiente de los Estados Unidos —el fresco, el innovador—, transcurre en una tienda por departamentos. La escena parodia al cine de acción, de suspenso; de espías, para más señas; una deliciosa secuencia hecha con irreverencia, buen gusto, inteligencia y humor, donde lo visual y auditivo se entrelazan para golpear los sentidos del espectador.
En resumen, Postales de Leningrado es una película entretenida, divertida, con una gran carga poética que nos habla de la nostalgia de unos años duros, demasiado duros para unos niños que no tuvieron más alternativa que pintarlos de colores con su imaginación. No en vano el lema que escogieron para promocionar el film fue: “Se fueron a salvar el mundo y los seguimos esperando”. Tanto a ellos como a ese mejor mundo, más justo, que prometieron...
*Postales de Leningrado obtuvo recientemente el premio a mejor largometraje en el Festival de Biarritz y representa a Venezuela en la competencia por las postulaciones a Mejor Película Extranjera en la próxima edición de los premios Oscar.
Sobre todo aquél que se realizó en la década de los setenta.
Películas como Cuando quiero llorar no lloro (1973) y Crónica de un subversivo latinoamericano (1975), de Mauricio Walerstein; La quema de Judas (1974), de Román Chalbaud; Compañero Augusto (1976), de Enver Cordido; Canción mansa para un pueblo bravo (1976), de Giancarlo Carrier; País portátil (1979), de Antonio Llerandi e Iván Feo; entre otras.
Pero creo no exagerar si digo que ninguna de ellas aborda el tema desde una óptica tan original y personal —intimista, sería la palabra correcta— como Postales de Leningrado (2007), de Mariana Rondón.
El enorme atractivo de Postales de Leningrado reside sin lugar a dudas en la forma en que se cuentan los hechos. La voz y la mirada de esa niña omnisciente que narra en off, que de pronto nos hace pensar que, en un juego infantil muy bien armado, ha prestado voz e ingenio a una vieja película en super 8 que proyecta a escondidas en un rincón de su casa, cada día, una y otra vez, y que conoce al detalle; una película —a la que los espectadores concurrimos como fisgones— que es quizá su única manera de acercarse a unos padres condenados a estar lejos, siempre distantes. Porque ésta es otra de las característica de Postales de Leningrado: está narrada desde la nostalgia, desde la perspectiva de dos niños que esperan, que tienen en común la ausencia de sus padres.
La cinta de Rondón, pese a tratar el tema de la guerrilla, no es una obra política ni violenta. Desde luego hay escenas que nos remiten a la violencia de aquellos años, aunque casi nunca de manera explícita. Cuando la historia exige lo explícito, allí aparece de nuevo el ingenio de la niña narradora para pintar el horror con colores que no nos duelan, que nos conmuevan pero sin llegar a agredirnos. Gracias a este recurso hay momentos de gran belleza visual, momentos en que la pantalla estalla en imágenes oníricas, de gran contenido poético.
Sin embargo, en Postales de Leningrado también hay lugar para el humor. Un humor de colores pasteles, sutil e inteligente que se agradece. Un humor que en ocasiones se desprende del propio pasado, bien al recrear una cuña o al poner la lupa sobre los símbolos representativos de la cultura de la época. También hay lugar para los despliegues técnicos y de efectos especiales. Una de las secuencias finales de la película, que nada tiene que envidiar a las que vemos en el mejor cine independiente de los Estados Unidos —el fresco, el innovador—, transcurre en una tienda por departamentos. La escena parodia al cine de acción, de suspenso; de espías, para más señas; una deliciosa secuencia hecha con irreverencia, buen gusto, inteligencia y humor, donde lo visual y auditivo se entrelazan para golpear los sentidos del espectador.
En resumen, Postales de Leningrado es una película entretenida, divertida, con una gran carga poética que nos habla de la nostalgia de unos años duros, demasiado duros para unos niños que no tuvieron más alternativa que pintarlos de colores con su imaginación. No en vano el lema que escogieron para promocionar el film fue: “Se fueron a salvar el mundo y los seguimos esperando”. Tanto a ellos como a ese mejor mundo, más justo, que prometieron...
*Postales de Leningrado obtuvo recientemente el premio a mejor largometraje en el Festival de Biarritz y representa a Venezuela en la competencia por las postulaciones a Mejor Película Extranjera en la próxima edición de los premios Oscar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario