Entre finales
de 1989 y mediados de 1990, asistí como alumno a mi primer taller de escritura
creativa. Se trataba de un taller de narrativa convocado por la extensión de
cultura de la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA), en la que
por entonces cursaba la carrera de Ingeniería en informática.
Recibíamos
clases en un viejo edificio de la Avenida 20, entre las calles 9 y 10 de la
ciudad de Barquisimeto; el mismo donde funcionaban las oficinas administrativas
de la extensión de cultura de la UCLA. Me gastaba de diez a quince minutos ir o
venir andando desde mi casa hasta aquel viejo edificio.
Igor Zamora,
poeta y escritor de la región, estaba al frente de la coordinación del taller.
La cita con
Igor y mis otros compañeros de curso era una vez por semana y yo esperaba su
llegada con ansias, como si ese fuera el día más importante de la semana. En
ocasiones salía del viejo edificio como si estuviera andando por las nubes y en
otras casi arrastrándome; en ocasiones pensaba que mis textos tenían algún
valor y en otras que eran una absoluta mierda, que no merecía la pena
dedicarles tanto tiempo. Pero saliera como saliera, bien colgado de una nube o
rodando como una piedra cuesta abajo en una ladera, volvía puntual a honrar mi
siguiente cita con la literatura.
No falté a
ninguna sesión del taller a lo largo de aquel período.
Recuerdo que
hasta allí me había llevado la necesidad de compartir con gente de similares
intereses a los míos, la necesidad de continuar creando rodeado de gente, puesto
que el grupo de teatro en el que había venido trabajando en los últimos años, de
pronto se desintegró, se volvió añicos y tuve que enfrentarme a una especie de
síndrome de abstinencia. El taller literario de la UCLA fue mi tabla de
salvación. Aunque por aquellos años sabía, como sigo sabiéndolo hoy, que el
trabajo del escritor es una labor solitaria, aislada, individual —ya había
escrito varias obras de teatro y algunos cuentos—, también era consciente de
que atravesaba una etapa en la que tenía la urgencia de sentir que a mí
alrededor había personas que compartían mi vocación.
Además de
escribir y leer mis textos frente a otros —o que otros los leyeran—, de obtener
su feedback, una de las principales y atractivas motivaciones del taller era
que existía la posibilidad que algunos de los textos producidos durante el
curso fueran incluidos en la revista literaria que publicaba la extensión de
cultura de la UCLA, los Cuadernos
Literarios Detrás de la Celosía. En dicha publicación, los textos
seleccionados de los talleristas se codearían con los de autores de reconocida
trayectoria tanto regional como nacional.
Sin duda un
gran aliciente para alguien que deseaba ser escritor.
La depresión
que sigue al final de un ciclo que ha sido enormemente placentero y
enriquecedor —como cuando finaliza la temporada de un espectáculo en el cual
llevabas meses o quizás años trabajando— quedó minimizada tras dos maravillosas
noticias que Igor me dio el último día de clase: la primera, que uno de mis
textos había sido elegido para ser publicado en los Cuadernos Literarios Detrás de la Celosía y, como si esto no hubiera
sido suficiente, la segunda noticia era aún mejor que la anterior: Igor había
conseguido que el próximo número de la serie literaria “Dr. Argimiro Bracamonte”,
que de igual forma publicaba la extensión de cultura de la UCLA, estuviera
dedicado a “mi obra”.
A continuación
inserto una aclaración que a esta altura considero indispensable: en la serie literaria
“Dr. Argimiro Bracamonte” solía recogerse una muestra de la obra de un autor
novel que a la vez representaba una promesa para las letras de la región por la
calidad de sus textos. Enterarme de esto por boca de Igor fue para mí una
sorpresa y una gran satisfacción. Sabía que a él le gustaba lo que yo escribía,
pero de allí a que trabajos míos fueran incluidos en un número de aquella publicación
me pareció en principio excesivo.
“No tengo
material para eso”, le respondí tan pronto el corazón volvió a bombear sangre
por mis venas y recuperé por fin el aliento. “Pues entonces ponte a trabajar.
Tienes al menos cuatro meses para entregarme el material porque el próximo
número de la serie no se publicará hasta comienzos del año próximo”, dijo Igor.
Regresé a
casa con un montón de emociones encontradas. Sentía euforia y angustia, sentía miedo
y orgullo, sentía descaro y bochorno.
Sin embargo,
sabía que nada de lo que había escrito hasta ese momento me serviría. No le
había mentido a Igor al decirle que no contaba con material para publicar en el
número que me había conseguido de la serie literaria “Dr. Argimiro Bracamonte”.
De modo que me encerré en mi habitación y me puse a trabajar como él lo había recomendado,
como un poseso. La primera certeza que se me vino a la cabeza al conocer el
formato de la plaquetta —de cuatro
caras y unos 35 cm. de alto por 15 cm. de ancho— que componía la colección fue
que tenía que escribir textos cortos. Tras varias horas de trabajo y
meditación, descarté la poesía en verso —sí, por aquel tiempo, como muchos
otros autores noveles, enamorados de las palabras, escribía poesía— y opté por
la prosa. Los siguientes días fueron un calvario puesto que nada de lo que producía
acababa por satisfacerme. Hasta que de repente, una madrugada, tuve un chispazo
y escribí un texto en el que daba vida a objetos y hablaba sobre sus
desventuras o infortunios aunque todo en el fondo era una excusa para reflexionar
sobre la condición humana. “Por aquí van los tiros”, susurré y, en medio de una
suerte de epifanía, escribí una docena de textos en aquella línea durante los
días que vinieron a continuación.
Este
material sería el que semanas después le presentaría a Igor.
(Continuará)
2 comentarios:
Qué lástima que no finaliza aquí. Me gustó y tengo ganas de seguir leyendo.
Muchas gracias por la lectura y tus amables palabras, querida Ligia. Te dejaré saber en cuanto publique la segunda parte.
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