Hace tiempo leí una definición que me gustó mucho sobre el
oficio de escribir novelas. Lamentablemente, por mi mala memoria, no recuerdo
el texto exacto ni tampoco el nombre del autor. Pero más o menos decía lo
siguiente: escribir una novela consiste en crear un universo del cual el lector
sienta nostalgia una vez llegado al punto y final.
El recuerdo de esta definición me ha venido a la mente en
cuanto he llegado al punto y final de “El río que me habita”, la original y maravillosa
novela de Rodrigo Soto.
Como lector me interesan aquellos libros que me emocionen y
hagan reflexionar; no suelo leer por entretenimiento. Quizá en un principio sí,
cuando era apenas un niño, pero una vez que tuve la ocasión de contactar con la
obra de grandes autores, y quedar prendado de ella, me ha sido imposible volver
a leer por puro entretenimiento. Al hablar antes de emociones me refería al
amplio espectro que las cobija: desde la risa, pasando por la ternura, el
asombro o el horror, hasta llegar a la mismísima rabia, a la indignación que
puede producir en nosotros una situación de injusticia. Todas estas emociones
me las ha hecho vivir la lectura de “El río que me habita”.
“¿Y cómo puede ser esto posible?”, se preguntarán algunos,
pues porque sin duda estamos ante la presencia de un gran autor, que es lo
mismo que decir ante la presencia de un particular buceador de la naturaleza
humana. A veces creo que escribir se trata fundamentalmente de esto,
profundizar en la exploración de la condición humana; desde luego la técnica
forma parte valiosa e importante del oficio, pero sin bucear en las
profundidades de lo humano solo pueden producirse cascarones vacíos. No sé. Es
una opinión personal. Por supuesto, también he podido sentir todo esto que he
dicho, al leer “El río que me habita”, gracias a que Soto ha logrado reunir en
esta novela una serie de pequeñas historias, a lo largo de un lapso considerable,
con el fin de construir ese sobrecogedor universo que vive y palpita en Ciudad
Real.
No he podido tampoco dejar de rememorar viejas y queridas
lecturas leyendo la novela de Soto. A mi memoria han venido los recuerdos de
obras de autores como García Márquez, Gallegos, Cortázar, Juan Rulfo, Carlos
Fuentes, Vargas Llosa, Miguel Ángel Asturias y Onetti. Me atrevería a decir que
“El río que me habita” está emparentada en gran medida con la tradición de la
mejor novela latinoamericana. De esas que se construyen desde una localidad
propia para volverse luego universales. Ignoro las influencias directas que ha
tenido Rodrigo Soto a lo largo de su carrera, pero apostaría a que ha leído a
estos autores o al menos a autores que hayan sido leídos por estos autores.
Porque así trabaja la literatura. Debería añadir además que en la novela he
notado la presencia del ubicuo Faulkner.
“El río que me habita” está compuesta por cinco partes en las
que el autor, haciendo gala de su oficio, consigue, a través de
individualidades, ir creando poco a poco ese universo del que hablé al
principio y del cual seguramente —al menos así lo he sentido yo— el lector
sentirá añoranza una vez culminada la lectura.
En las primeras dos partes, Soto se sirve del intercalado o
alternancia de los relatos en fragmentos que le imprimen un ágil ritmo a la
narración. Como el inagotable fluir de un río. La primera parte consta de
cuatro relatos y la segunda de dos; todos independientes, ajenos y anónimos, que
se desarrollan en distintas épocas de Ciudad Real. En la tercera parte el autor
opta por contar historias de un solo tirón, una detrás de la otra, sin aparente
conexión más que la de tratarse de semblanzas radiofónicas de personajes
emblemáticos de la localidad (de nuevo cuatro historias), para luego retornar,
en la cuarta, con una estructura un poco más compleja, en la que se alternan también
dos relatos (como en la segunda parte) pero que esta vez se entremezclarán con
historias anteriores que en un principio nos pudieron parecer autónomas y que
exigirán una mayor atención del lector. Rodrigo Soto, seguro de que el lector
domina ya los entresijos del universo de la novela, comienza a hacerle guiños y
a profundizar en el juego literario... Hasta que sobreviene la quinta parte, la
última, la de cierre, en la que el autor nos muestra la explosiva inventiva, el
vuelo alto de su imaginación —lo mejor para el final, claro— y nos cuenta, de
una magnifica y bella manera, la prehistoria de Ciudad Real; es un hermoso
relato que combina dolor, ambición, fragilidad, conquista, manipulación e
injusticia, pero también fantasía, ternura y belleza.
Creo
que nos hallamos ante la presencia de una obra monumental, contundente, que no
dudo recalará en el gusto de lectores inquietos y exigentes.
*Texto leído durante la presentación de la novela "El río que me habita", de Rodrigo Soto, en la librería Juan Rulfo de Madrid. Martes 27 de junio de 2017.
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