Por estas fechas algunos suelen hacer su lista de buenas intenciones que se comprometen a cumplir seriamente durante el nuevo año que está a punto de abrir sus puertas de par en par.
Quizá para muchos sean las mismas buenas intenciones que aspiraban cumplir durante este otro año que se va, y que debido a múltiples razones, tuvieron que dejar de lado empujados por el cúmulo de actividades diarias que a todos nos toca y que nos vemos en la obligación de cumplir.
Sin embargo, lo cierto es que desde un principio muchas de esas buenas intenciones están destinadas al naufragio, al fracaso, principalmente porque se las piensa o se las dice en un momento de arrebato, contagiado por la emotividad de estos días de fin de año que mueven tanto a los compromisos, a los balances y a las buenas intenciones.
Para que esas metas dichas o pensadas, revestidas del aura maravillosa de esta época, lleguen a concretarse, son necesaria al menos dos cosas: metodología y voluntad, o lo que es lo mismo: orden y perseverancia.
Desde que comencé a desempeñar la carrera en la que me gradué —la digo una vez más para aquellos que todavía no lo saben: Ingeniero en informática—, trasladé al ámbito personal la metodología que usaba en el ámbito profesional con el fin de no perder de vista mis “buenas intenciones” de cada año: construir una lista con diez o doce metas concretas (no más), que fueran realmente alcanzables y que dependieran más de mí que del azar (nada como “este año me gano el gordo en la lotería”); fijar a cada una de estas metas un peso específico de acuerdo a su importancia o relevancia; definir un par de fechas tentativas para su cumplimiento dentro del año (la más cercana y la más lejana, por ejemplo, y cuidar de que las fechas de cumplimiento de todas las metas no coincidieran en el último trimestre) y por último crear una hoja de cálculo en la que vaciaría todas esta información y que me serviría de herramienta, de brújula, para dar seguimiento (mensual y a veces hasta semanal) al desarrollo o cumplimiento de cada una de las metas que me había trazado. Esta metodología ha permitido que esté “encima” de mis buenas intenciones y que no las eche al olvido, hasta que vuelvan a mí —para atormentarme, desde luego— a finales de año. Y por supuesto, a lo anterior habría que agregar una buena dosis de empeño, de perseverancia.
Que la gente no cumpla con las metas que se trazó alguna vez creo que, por lo general, depende más de ellas mismas que de su entorno, y de que no se hayan trazado un plan u orden factible para poder lograrlas. O que simplemente hayan escogido o impuesto a sí mismas metas inalcanzables.
Durante un reciente vuelo de Frankfurt a Madrid, me tropecé con una de esas historias anónimas que lo dejan a uno reflexionando sobre la falta de compromiso que a veces tenemos con nosotros mismos, con nuestros pequeños sueños. Al abordar el avión me encontré con que mi puesto estaba ocupado por una persona. Era una mujer de mediana edad, sin duda europea, y con unos enormes lentes oscuros. Me le acerqué y le pregunté en inglés qué asiento tenía, me respondió que el 22D, pero que la azafata la había reubicado en ese —el 22F, el que me correspondía— por cuestiones de seguridad y para mayor comodidad, y que si quería saber algo más ella con gusto me ampliaría la información. Le dije que estaba bien, que no había problema, que yo ocuparía su puesto. Total, hace tiempo que en los aviones prefiero pasillo a ventanilla, sobre todo si la fila que me toca es de tres puestos. Y eso hice. Quiso el azar que el 22E quedara libre y que casi a mitad de vuelo la señora del 22F y yo entabláramos una extensa y agradable conversación, después de que, también por azar, ambos nos percatáramos que habíamos nacido bajo el signo del mismo idioma. La señora resultó ser española, de Segovia, para más señas, y con un nombre muy castizo: María José González.
La historia de María José enseguida me cautivó: hace diez años le detectaron un tumor avanzado que, pese a no lograr arrebatarle la vida, sí dejó sus secuelas: le quitó el sentido de la vista. En menos de seis meses su vida dio un giro inesperado: además de quedar totalmente ciega, su esposo la abandonó y no tuvo más remedio que enfrentar toda aquella tragedia a solas. Tras superar la depresión que le generó el nuevo orden de su vida, acudió a un organismo que prestaba ayuda a los invidentes y decidió empezar desde cero. Ahora María José es una persona independiente, que trabaja y hace una vida en relativa normalidad, hasta navega por internet, y envía y responde emails gracias a dispositivos especiales. Vive y trabaja en Colonia, Alemania. Tiene un humor envidiable y le encanta conversar y conocer personas de otras culturas. Habla varios idiomas, aunque me confesó que el peor que se le daba era el inglés (que sin embargo era muchísimo mejor que el mío), que si tenía que hablarlo lo hacía pero no se sentía cómoda (cosa que no le sucede con el alemán, que lo hablaba a placer con las azafatas de Lufthansa). Entre las muchas cosas que me dijo hubo una que me empujó a escribir este post: “el orden para una persona normal es la mitad de su vida, pero para un invidente es TODA la vida”.
Así que también yo por estos días tengo planeado hacer mi lista de buenas intenciones para el año entrante. Echaré mano a la metodología de siempre, pero esta vez con la mente puesta en las palabras de María José. Y es que algo tenemos que aprender cuando nos topamos con las historias anónimas de personas especiales y maravillosas como ella.
Quizá para muchos sean las mismas buenas intenciones que aspiraban cumplir durante este otro año que se va, y que debido a múltiples razones, tuvieron que dejar de lado empujados por el cúmulo de actividades diarias que a todos nos toca y que nos vemos en la obligación de cumplir.
Sin embargo, lo cierto es que desde un principio muchas de esas buenas intenciones están destinadas al naufragio, al fracaso, principalmente porque se las piensa o se las dice en un momento de arrebato, contagiado por la emotividad de estos días de fin de año que mueven tanto a los compromisos, a los balances y a las buenas intenciones.
Para que esas metas dichas o pensadas, revestidas del aura maravillosa de esta época, lleguen a concretarse, son necesaria al menos dos cosas: metodología y voluntad, o lo que es lo mismo: orden y perseverancia.
Desde que comencé a desempeñar la carrera en la que me gradué —la digo una vez más para aquellos que todavía no lo saben: Ingeniero en informática—, trasladé al ámbito personal la metodología que usaba en el ámbito profesional con el fin de no perder de vista mis “buenas intenciones” de cada año: construir una lista con diez o doce metas concretas (no más), que fueran realmente alcanzables y que dependieran más de mí que del azar (nada como “este año me gano el gordo en la lotería”); fijar a cada una de estas metas un peso específico de acuerdo a su importancia o relevancia; definir un par de fechas tentativas para su cumplimiento dentro del año (la más cercana y la más lejana, por ejemplo, y cuidar de que las fechas de cumplimiento de todas las metas no coincidieran en el último trimestre) y por último crear una hoja de cálculo en la que vaciaría todas esta información y que me serviría de herramienta, de brújula, para dar seguimiento (mensual y a veces hasta semanal) al desarrollo o cumplimiento de cada una de las metas que me había trazado. Esta metodología ha permitido que esté “encima” de mis buenas intenciones y que no las eche al olvido, hasta que vuelvan a mí —para atormentarme, desde luego— a finales de año. Y por supuesto, a lo anterior habría que agregar una buena dosis de empeño, de perseverancia.
Que la gente no cumpla con las metas que se trazó alguna vez creo que, por lo general, depende más de ellas mismas que de su entorno, y de que no se hayan trazado un plan u orden factible para poder lograrlas. O que simplemente hayan escogido o impuesto a sí mismas metas inalcanzables.
Durante un reciente vuelo de Frankfurt a Madrid, me tropecé con una de esas historias anónimas que lo dejan a uno reflexionando sobre la falta de compromiso que a veces tenemos con nosotros mismos, con nuestros pequeños sueños. Al abordar el avión me encontré con que mi puesto estaba ocupado por una persona. Era una mujer de mediana edad, sin duda europea, y con unos enormes lentes oscuros. Me le acerqué y le pregunté en inglés qué asiento tenía, me respondió que el 22D, pero que la azafata la había reubicado en ese —el 22F, el que me correspondía— por cuestiones de seguridad y para mayor comodidad, y que si quería saber algo más ella con gusto me ampliaría la información. Le dije que estaba bien, que no había problema, que yo ocuparía su puesto. Total, hace tiempo que en los aviones prefiero pasillo a ventanilla, sobre todo si la fila que me toca es de tres puestos. Y eso hice. Quiso el azar que el 22E quedara libre y que casi a mitad de vuelo la señora del 22F y yo entabláramos una extensa y agradable conversación, después de que, también por azar, ambos nos percatáramos que habíamos nacido bajo el signo del mismo idioma. La señora resultó ser española, de Segovia, para más señas, y con un nombre muy castizo: María José González.
La historia de María José enseguida me cautivó: hace diez años le detectaron un tumor avanzado que, pese a no lograr arrebatarle la vida, sí dejó sus secuelas: le quitó el sentido de la vista. En menos de seis meses su vida dio un giro inesperado: además de quedar totalmente ciega, su esposo la abandonó y no tuvo más remedio que enfrentar toda aquella tragedia a solas. Tras superar la depresión que le generó el nuevo orden de su vida, acudió a un organismo que prestaba ayuda a los invidentes y decidió empezar desde cero. Ahora María José es una persona independiente, que trabaja y hace una vida en relativa normalidad, hasta navega por internet, y envía y responde emails gracias a dispositivos especiales. Vive y trabaja en Colonia, Alemania. Tiene un humor envidiable y le encanta conversar y conocer personas de otras culturas. Habla varios idiomas, aunque me confesó que el peor que se le daba era el inglés (que sin embargo era muchísimo mejor que el mío), que si tenía que hablarlo lo hacía pero no se sentía cómoda (cosa que no le sucede con el alemán, que lo hablaba a placer con las azafatas de Lufthansa). Entre las muchas cosas que me dijo hubo una que me empujó a escribir este post: “el orden para una persona normal es la mitad de su vida, pero para un invidente es TODA la vida”.
Así que también yo por estos días tengo planeado hacer mi lista de buenas intenciones para el año entrante. Echaré mano a la metodología de siempre, pero esta vez con la mente puesta en las palabras de María José. Y es que algo tenemos que aprender cuando nos topamos con las historias anónimas de personas especiales y maravillosas como ella.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario