Sé que habrá
gente que comparta estás líneas y gente que no. Y está bien que así sea, puesto
que vivimos en un mundo diverso y no todos tenemos que pensar o sentir lo mismo que
otros piensan o sientan. Ni una misma persona tiene que significar para unos lo que
significa para otros.
Conocí a
Carlos Noguera en enero de 2004. Asistí a su taller de narrativa, organizado
por Monte Ávila Editores, buscando relacionarme con gente con la que
compartiera inquietudes similares. Confieso que ya estaba algo crecidito para andar
en esas búsquedas. Sin embargo, entonces no se me ocurrió una idea mejor, diferente.
Sólo sabía que la literatura era mi vocación y que me había mantenido demasiado
tiempo alejado de ella. El año anterior había decidido abandonar mi carrera de
informático y retornar a la literatura, abandonada a su vez, más de 10 años
atrás, cuando me gradué de ingeniero en la universidad. Cambiar para volver a
ser lo que éramos. Es así. ¿Qué puedo decir? La ingenuidad acompaña siempre a los creadores.
Sin ese toque de ingenuidad es imposible acometer los proyectos que nos
planteamos. Por más pragmáticos que podamos considerarnos en ciertas ocasiones,
sin ese toque de ingenuidad no habrá nada al momento de sentarnos a crear.
Decía que en
enero de 2004 ingresé al taller de narrativa dictado por Carlos Noguera. Al principio me pareció un
hombre taciturno y demasiado serio, lejano, pero con el paso de los días llegué
a descubrir que gustaba de conversar y de hacer bromas. De hecho, a veces, era
difícil discernir si hablaba en serio o estaba de puro cachondeo.
Es preciso decir que hubo una química
especial entre los integrantes de aquel taller de narrativa de Monte Ávila
Editores de 2004. Tanto, que se extendió unos meses más del período regular.
Nadie quería dejarlo. Y cuando fue inevitable y tuvimos que despedirnos, abandonar
las aulas de la acogedora quinta de la Castellana porque debíamos dar paso a
otros, seguimos reuniéndonos en bares o casas que algún miembro del grupo ponía
a disposición del resto. Mi casa se hizo una de las habituales. Y Carlos
asistía puntual a la cita.
En el país
político que nos convertimos a partir de 1998, era difícil no saber de antemano
la filiación política de alguien que apenas comenzábamos a tratar. De modo que
conocía bien la posición política de Carlos y él conocía la mía. No está demás
decir que eran irreconciliables. No obstante, en lugar de esquivar el trapo con
el fin de mantener las formas, en varias ocasiones discutimos sobre el tema. Y en más de una ocasión dicha discusión se
volvió acalorada. Aunque, debo decirlo, siempre mantuvimos el respeto y el
cariño que desde luego sentíamos uno por el otro.
Que Monte
Ávila Editores publicara en 2006 Mensajes
en la pared, mi primer y único libro de relatos publicado hasta ese momento, se
lo debo en gran medida a Carlos. Pese a que varios de los relatos reunidos ahí
habían obtenido premios, tanto nacionales como internacionales, el libro había
sido rechazado montones de veces por editoriales de mi país. No importaba tanto
su calidad como que yo era un total desconocido y además demasiado viejo para publicar
un primer libro. Por entonces tenía 39 años.
Hoy la
noticia de su muerte me ha producido un shock inenarrable del que he tardado en
recuperarme. He llorado por el maestro, por el amigo, por el colega con el que
compartía la admiración por la obra de autores como Cortázar, Bolaño (Carlos
fue miembro del jurado que le otorgó el Rómulo Gallegos en 1998), Pirandello o Gallegos.
Estaré
siempre agradecido por su amistad y su incondicional apoyo de aquellos días.
Sé muy bien que
Carlos no creía en Dios y que los amigos no pueden obligarnos a nada, ni
imponernos ideologías ni religiones, porque la amistad está por encima de eso.
A pesar de todo, deseo finalizar estas líneas diciendo, como un cristiano
cualquiera, “Dios lo tenga en su gloria”. Que él no hubiera estado de acuerdo,
no me inhabilita a mí para desearlo.
Adiós,
amigo. Buen viaje.