martes, 28 de agosto de 2018

En el país de Alicia (VII)



Nueve píldoras de realidad venezolana.

En una abarrotada oficina de un banco, ubicada en la avenida principal de Santa Mónica, un hombre que ha salido apenas unos minutos atrás entra de nuevo y grita que le han robado el móvil. Es el segundo en menos de un mes —el robo de equipos móviles es una práctica común en Venezuela; por tal motivo es infrecuente ver a alguien usar su smart phone en la calle—, dice. Ahora no sabe cuánto tiempo estará sin móvil, dice. Ni siquiera está seguro de que pueda comprarse otro, dice. En cuanto ha descargado su ira, su frustración, da media vuelta y sale por la misma puerta por la que ha entrado. La gente en el interior de la oficina, que por unos instantes ha puesto toda su atención en el hombre y sus quejas, retorna a hacer lo que hacía: esperar.

Estábamos Irma y yo sentados en la Royal Santina, un café del Centro Ciudad Comercial Tamanaco (CCCT) —icono de Caracas desde mediados de la década del setenta del siglo pasado, el CCCT fue el centro comercial más grande y concurrido de Venezuela hasta la construcción del Sambil en 1998, hablando y tomándonos un café con una buena y queridísima amiga, cuando hubo un momento en el que hemos notado que algo ha cambiado de forma drástica en el ambiente. Irma y yo nos volvemos a mirar a nuestro alrededor y hemos visto con asombro que el resto de mesas del local estaban vacías, que las tiendas cercanas habían cerrado y que la planta, el centro comercial al completo parecía un pueblo fantasma. El reloj marcaba apenas las seis y treinta y cinco de la tarde. «¡Bienvenidos a la Caracas del Siglo XXI!», nos ha dicho nuestra amiga.

Al final de una mañana, Irma y yo aguardábamos en un punto acordado a que una de mis primas pasase a recogernos —al no contar con dinero en efectivo con que pagar un taxi o el transporte público, dependíamos de amigos y familiares que nos llevaran y trajeran de un sitio a otro— para llevarnos a su casa. Nos hacía ilusión reunirnos de nuevo con ella y su familia; se trata de ese tipo de afectos que son para toda la vida. Hay algo de movimiento en la calle. No demasiado. Cerca del lugar en el que aguardábamos hay una parada de transporte público. De repente observo que se detiene una camioneta. Bajan y suben pasajeros. Los últimos en intentar subir son dos hombres, uno de los cuales va en silla de ruedas. Entonces se ha iniciado una acalorada discusión entre los dos hombres y el chófer de la camioneta. Entiendo que este último no quiere dejarlos subir. Ellos insisten. Van hasta Chacaíto —y estábamos en Chuao, prácticamente al lado, solo que la enrevesada organización de las arterias viales de Caracas hacen del recorrido algo demasiado complejo y alejado para un hombre en silla de ruedas—, dicen. Tras minutos de discusión, por fin el chófer accede a dejar subir a los dos hombres, debido en gran medida a la presión que le ha hecho el resto de pasajeros. Me saco el sombrero de observador —y me pongo el de ciudadano— y con celeridad me acerco a echarle una mano al acompañante del hombre de la silla de ruedas para que ambos suban a la camioneta.

Mismo lugar. Un rato antes de que sucediera el incidente del hombre de la silla de ruedas, su acompañante y el conductor de la camioneta. Chuao no nos es ajeno. Es una zona familiar para nosotros —¿o lo era?—. Irma y yo solíamos recorrerlo a diario puesto que ambos trabajábamos por allí o en sus inmediaciones. Ella en la Pirámide Invertida del CCCT y yo muy cerca, en la calle Andrés Galarraga. En el Cubo Negro quedaba una oficina del Citibank en la que había abierto una cuenta en 1996 y casi enfrente se hallaba el edificio de IBM, uno de los principales proveedores de Seagram. Chuao, un sitio en el que nos sentíamos como en casa. Sin embargo, en aquella mañana en que aguardábamos a mi prima fue también el lugar en el que hemos pasado más tensión y miedo durante nuestra visita.

En casa de mi prima en El Paraíso, sector El Pinar. Minutos después. Luego de los abrazos y cruces de primeras impresiones con los integrantes de su familia, como en pasadas ocasiones que he visitado esa casa, voy a asomarme a la terraza —está en el ático o PH de un edificio de doce plantas—: delante, una montaña que recordaba verde, luce ahora un feo color marrón desforestado que deprime y ha empezado a llenarse de chabolas.

Otra mañana. En casa de mis padres. Irma se ha despertado con un ligero dolor de cabeza. Me ha pedido que busque en nuestro equipaje Ibuprofeno y se lo acerque con un poco de agua. Enseguida he hecho lo que me solicitaba pero no encuentro por ninguna parte las dichosas pastillas. «Ah… ¡Se las he dejado todas a Juan Carlos!», ha reparado Irma de pronto. Bajé a preguntarle a mamá si tenía algún analgésico que sirviera para el dolor de cabeza y me ha mandado a revisar en la caja donde guarda las medicinas. Busqué y busqué pero no he encontrado nada. Solo un montón de medicamentos caducado. Bastante enfadado, olvidándome por un momento de Irma y de su dolor de cabeza, fui a reclamarle a mamá por conservar todo aquel lote de medicinas vencidas. Le advertí del riesgo de consumir medicamentos caducados y además le he dado la chapa por dejarlos vencerse con la gran escasez de medicina que hay en el país. ¿Por qué no se los había dado antes a alguien que los necesitara? Ella no me ha respondido, solo me ha mirado con unos enormes ojos compasivos que en ese instante no he podido interpretar ni relacionar con nada debido a mi enfado. Más tarde, cuando se lo comenté a mi hermana (que es médico), he caído en la cuenta de la situación: a causa de la crisis, porque muchos son imposibles de encontrar, en Venezuela se están consumiendo medicamentos que llevan hasta doce meses (y a veces más) caducados.

Por solicitud de amigos y familiares, la mayor parte de los «presentes y suvenires» que hemos traído de regalo son medicinas.

Mi amiga Lyl, durante nuestro encuentro de ex Seagrams en Caracas, dejó colar una anécdota que a Irma y a mí nos ha puesto los pelos de punta: una mañana que había tenido que ir al CCCT, se percató de una extensa cola en las cercanías de uno de los distintos accesos que tienen los estacionamientos del centro comercial. Por curiosidad, le ha preguntado a un vigilante que andaba por allí que para qué era aquella cola. El vigilante le respondió que para hurgar en los contenedores de basura. «Hemos tenido que poner un poco de orden entre la gente que viene a revisarlos porque siempre se armaban muchos alborotos», añadió.

En un supermercado en el que hacíamos la compra, estando ya en la caja y pasando los productos por el escáner —las colas para pagar eran kilométricas—, una mujer voluminosa, de unos cincuenta y cinco años y notables problemas para andar, súbitamente grita: «¡¿Qué coño ha pasado con nosotros?! ¡¿A dónde carajo se ha ido nuestra amabilidad y solidaridad?! Llevo un rato pidiendo que por favor me permitan pasar para pagar solo esto», y muestra un par de artículos que llevaba en la mano, «y nadie me hace caso... ¡Nos merecemos todo lo que nos está pasando!». A su intervención siguen unos tensos segundos de absoluto silencio. Tras el silencio, una de las pocas cajeras que atendía en esa tarde llama a la señora que acaba de gritar y le hace señas para que se acerque.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (VI)

martes, 21 de agosto de 2018

En el país de Alicia (VI)



—¿Alguien puede explicarme por qué razón ahora se comercia con el efectivo?

La pregunta la he hecho a mitad de una reunión de antiguos compañeros de trabajo —del departamento de IT de la extinta C. A. Seagram de Venezuela— con quienes me reuní en Caracas un sábado a primera hora de la tarde.

Tal vez sea preciso aclarar que ciertos hábitos y convenciones sociales de los venezolanos se han visto afectados e incluso modificados debido a la crisis. Recuerdo que encuentros como este solíamos realizarlos por la noche y se extendían hasta altas horas de la madrugada; ahora con ellos se comienza a primeras horas de la tarde y acaban poco después de que el sol se haya ocultado.

Es la norma que ha impuesto el hampa desbordada.

En esta oportunidad somos menos de los que acostumbrábamos ser. Lyl, Alicia, Luis, Carlos, yo y las respectivas parejas de algunos de los presentes. Poco a poco, como a cuenta gotas, el grupo había ido menguando; el resto de integrantes (los ausentes) había elegido buscar otro sitio en el mundo en el cual encajar. Es un fenómeno que empezó con el despertar del milenio y que de un tiempo a esta parte ha venido acelerándose en el país, ganando fuerza a pasos agigantados. En lo que va de siglo, Venezuela ha pasado de ser una nación receptora de inmigrantes —y con muy poca tradición de que sus habitantes optaran por radicarse en otras latitudes— a ocupar los primeros puestos de los países de la región que más emigrantes están produciendo hoy en día. La llegada masiva de inmigrantes venezolanos a varios países de Sudamérica está ocasionando serios y complejos trastornos en la cotidianidad de sus habitantes. En algunos pasos fronterizos se ha declarado la emergencia migratoria por la enorme e imparable afluencia de coterráneos y las mafias que crecen al calor de estas movilizaciones están haciendo su agosto. Jóvenes y no tan jóvenes, con profesión o sin ella, familias enteras, gente hasta sin pasaporte están abandonando el país por mar, aire o tierra. Sobre todo por esta última vía. Al escribir estas líneas el dilema de emigrar o quedarse pasa por la cabeza de un sinnúmero de venezolanos.

Álvaro y Jorge, dos de nuestros excompañeros ausentes, viven en la actualidad en México; Eduardo y Orlando en EE UU; Vicente en Portugal; Elsi en Canadá, Raymoond en Chile... José y Jesús, pese a continuar viviendo en Venezuela, no habían podido asistir a la reunión: uno por problemas de salud y el otro porque se había mudado de Caracas y en estos momentos reside en el interior. Habíamos sido un grupo muy unido en la oficina y tras dejarla habíamos hecho todo lo posible por mantener el contacto. Al menos una vez al año, desde que la compañía echó el cierre en 2002, nos habíamos estado reuniendo en casa de alguno de los miembros del grupo, sobre todo en nuestro apartamento de El Rosal.

Hasta que Irma y yo tomamos la decisión de marcharnos del país.

A partir de entonces hemos quedado cada vez que veníamos de visita.

He creído oportuno hacer aquella pregunta (¿por qué se está comerciando con el efectivo?) porque de entre las muchas distorsiones que había podido apreciar durante nuestros primeros días en Venezuela, la compra-venta del efectivo circulante fue una de las que más me había desconcertado e inquietado. Además fue la práctica cuyas motivaciones o trasfondo más me costó entender. Había escuchado que se llegaba a pagar hasta el 300% del valor nominal del dinero en efectivo, esto es, por cada billete de cinco mil bolívares podía llegar a pagarse, a través de transferencia bancaria o punto de venta (datófonos), tres veces más, y que algunos vendedores ilegales de productos regulados (o no regulados de primera necesidad que escaseaban), conocidos en el argot popular bajo el apelativo de «bachaqueros», comerciaban sus artículos hasta un 50% menos del precio que marcaban en los establecimientos formales, siempre y cuando, por supuesto, estos fueran adquiridos pagando con efectivo. En este último caso el verdadero negocio no era vender la mercancía sino obtener los billetes que después ofrecerían al mejor postor por 100%, 200% y hasta 300% por encima de su valor nominal.

En un par de anteriores ocasiones había hecho la misma pregunta a diferentes personas, pero sus respuestas no me resultaron del todo lógicas ni convincentes, de modo que mi curiosidad no se había visto aún satisfecha. Pensé que con mis amigos encontraría las respuestas que buscaba y así fue.

—La escasez de billetes —dijo Luis— ha convertido al efectivo en un bien como cualquier otro. Y es sabido que todo bien escaso genera un mercado negro o paralelo. Lo hemos sufrido ya con productos como la harina de maíz, el café, la leche en polvo, el azúcar, el aceite... Etcétera. Ha llegado el turno de los billetes. Una parte significativa de nuestra economía depende del dinero en efectivo. Para nadie es un secreto que en este país hay muchísima gente fuera del sistema bancario y esto complica todavía más la situación —Luis hace una breve pausa, bebe un sorbo de su vaso y continúa—: En la falta de efectivo intervienen varios factores, entre ellos, el cono monetario y la hiperinflación. Ahora mismo el Banco Central de Venezuela trabaja a media máquina en la producción de dinero por las limitaciones que tiene para importar los insumos con los que se hacen los billetes. Es decir, que la producción de papel moneda no va al ritmo que exige una economía altamente inflacionaria como la nuestra. Debido a la escasez de billetes, y como son indispensables para ciertas transacciones que realizamos a diario, cada vez es más frecuente que se pague por ellos un porcentaje considerable por encima de su valor.

Pagar el transporte público, el estacionamiento o la gasolina son algunos ejemplos de transacciones que en Venezuela requieren llevar efectivo encima.

También, como explicaba más arriba, si el interesado desea favorecerse de descuentos especiales por la compra de ciertos artículos de la canasta básica al pagar en efectivo a los «bachaqueros».

En el pasado mes de marzo, el gobierno nacional había anunciado con bombos y platillos que a partir del 4 de junio —después cambiaría dicha fecha— entraría en vigencia un nuevo cono monetario en el que se le eliminaría tres ceros a la moneda —al momento de escribir esto, el gobierno ha anunciado que el número de ceros a eliminar pasa de tres a cinco—. El «Bolívar Soberano», denominación que las autoridades han elegido para designar el nuevo cono monetario, sustituirá al «Bolívar Fuerte» que, a su vez, hace diez años, sustituyó al bolívar y cuya implementación sirvió para eliminarle tres ceros a la moneda.

Es decir, en poco más de diez años, al bolívar se le han eliminado nada más y nada menos que ocho ceros.

—Otro factor que incide en la compra-venta de efectivo —dijo Lyl— es el contrabando en la frontera. Los billetes se los llevan para allá porque allá los pagan mejor. Al tratarse de actividades ilícitas, que funcionan al margen del sistema financiero, requieren de gigantescas cantidades de dinero en efectivo.

Más tarde leí en la prensa que en países con alta inflación la compra-venta de efectivo era una práctica frecuente, habitual.

(Continuará)

PD: Este post es la continuación de este otro: En el país de Alicia (V)

martes, 14 de agosto de 2018

En el país de Alicia (V)


El sábado 28 de abril Carmen Elena ha pasado a recogernos por el hotel sobre las nueve y cuarto de la mañana. Nos ha dicho que había hecho reserva para llevarnos a desayunar al Restaurante Monteluna en Usaquén.

Carmen Elena y yo nos conocimos hacia finales de los años noventa del siglo pasado, cuando trabajábamos en Seagram, una de las mayores trasnacionales productoras y comercializadoras de bebidas espirituosas del mundo. A la compañía, ya desaparecida, la sobreviven hoy un edificio (en el número 375 de Park Avenue, antigua Cuarta Avenida de Nueva York), una ginebra («clásica y seca de carácter americano») y por supuesto la entrada de la Wikipedia en la que se habla a los internautas sobre sus pretéritas grandezas. Carmen Elena había fichado por la filial colombiana y yo por la venezolana. Ella ocupaba el cargo de gerente de recursos humanos y yo el de gerente de IT con responsabilidades en varios países de América Latina. Motivado a esta última coyuntura coincidimos. De aquella época recuerdo las interesantísimas y prolongadas conversaciones que ella y yo sosteníamos cada vez que lográbamos comer o cenar juntos en alguna de mis visitas a Bogotá. Nos llevábamos bien, aunque nos perdimos la pista durante una larga temporada. Gracias a la tecnología, y a la intermediación de una buena amiga en común, desde hace poco habíamos vuelto a ponernos en contacto.

El restaurante Monteluna está incrustado en lo alto de una montaña de los Cerros Orientales desde la que pueden apreciarse unas magníficas vistas de Bogotá. El lugar es bucólico, con una terraza de césped muy cuidado y mesas dispuestas con criterio para que los comensales no se estorben unos a otros.

Completada la sesión de fotos, Carmen Elena nos ha hablado sobre los orígenes del restaurante y de lo bien que se come allí, de que en la localidad también se celebran eventos y reuniones y que cuenta con habitaciones para alojar a los clientes que deseen pasar uno o más días en contacto perenne con la naturaleza. De pronto, Irma ha dejado colar como al vuelo un comentario: el sitio le recuerda una posada de Mérida, en los Andes venezolanos, en la que dieciséis o diecisiete años atrás habíamos pasado unas gratas e inolvidables vacaciones. Tras repasar con la vista casa, terraza y proximidades coincido con ella y sugiero que elijamos una mesa y nos sentemos para ordenar porque me estaba muriendo de hambre.

Un camarero nos ha traído la carta y la revisamos con detenimiento. Nada más leer las descripciones de los platos que se proponen en la carta la boca se me ha hecho agua y he comenzado a salivar. Poco después Irma y yo le hacemos un par de consultas a Carmen Elena, referente a algunos platos, y por fin ordenamos. Trio de queso y maíces («dos arepas de choclo con queso doble crema, dos arepas blancas con quesillo y dos arepas de semillas con queso paipa, acompañado de suero y picadillo de tomates»); Calentao («frijol rojo, maíz, pollo deshebrado, madurito, hogao y huevo frito»); y Empanadas de la casa («amasijo de trigo relleno de pollo con una mezcla de vegetales finamente picados o de papa sabanera con morrillo picado en guiso curry»). Además, acompañamos nuestro pedido con tres tazas grandes de chocolates calientes porque hacía fresquito.

Por desgracia, al rato de habernos sentado a una de las mesas de la terraza, el cielo ha cumplido con sus amenazas y ha empezado a lloviznar. Llueve mucho en Bogotá. Era otra de las cosas que había olvidado. Al comienzo los tres aguantamos con estoicismo debajo de la sombrilla que cubría la mesa pero, en cuanto ha arreciado, decidimos ponernos a resguardo.

Tal como nos lo había prometido Carmen Elena, todo está delicioso.

Entretanto desayunamos, le pido a mi amiga que nos hable de la actual situación de Colombia, cómo vislumbra ella el futuro inmediato del país tras los acuerdos de paz y qué opina sobre las elecciones presidenciales que, al igual que en Venezuela, se llevarán a cabo en los próximos días. Le brillan los ojos y enseguida se arranca a conversar. Lo primero que ha dicho es que observa con optimismo el presente y futuro del país. Piensa que Colombia atraviesa un buen momento y que falta todavía por venir tiempos mejores. Nos dice que pese a la polarización que se ha suscitado en torno a las figuras de Iván Duque y Gustavo Petro —hay otros tres candidatos con posibilidades pero son Duque y Petro los que acaparan la atención de la gente de pasar a la segunda vuelta; en las horas que llevamos en Colombia hemos percibido quizá demasiado recelo de uno y otro lado con respecto al bando contrario—, cree que por vez primera en muchos años los aspirantes a ocupar la Casa de Nariño que dominan la campaña electoral por intención de voto son personas preparadas y de reconocida trayectoria en la política y la sociedad colombiana. Alcides Duarte, otro amigo colombiano con quien me reuniría días más tarde, no se ha mostrado tan optimista como Carmen Elena. En su opinión el triunfo de Iván Duque representaría un claro peligro para el futuro del país. Según sus propias palabras, significaría un grave retroceso y el posible retorno de la guerra. Creo que fue a Tomás Eloy Martínez que le leí en una oportunidad que un país son en realidad varios países, pero sobre todo dos países.

Después de desayunar, Carmen Elena nos ha llevado en su coche a dar un largo paseo por Bogotá. Se nota a leguas que ama esta ciudad y que no la cambiaría por ninguna otra. Que es aquí donde quiere residir y envejecer. O al menos es eso lo que a mí me ha parecido desde que la conozco.

A propósito, me he enterado en este viaje que ella había vivido parte de la infancia y de la adolescencia en Medellín, otra ciudad colombiana que me gusta mucho y a la que me unen una serie de afectos.

Carmen Elena serpentea con su coche por las angostas calles del casco histórico de Usaquén. Lo hace despacio para que de este modo podamos disfrutar de la bella arquitectura de los edificios, plazas, casas y monumentos. A veces se detiene del todo y nos cuenta alguna anécdota o nos habla de determinado edificio o monumento. Es una anfitriona exquisita. De Usaquén ponemos rumbo hacia el centro por la séptima y, a la altura de la 92, hemos cogido por la Avenida Circunvalación. A cierta distancia de nuestro recorrido por la Circunvalar o avenida de los Cerros, como también se la conoce, tan pronto he conseguido salir de mi asombro, me vuelvo emocionado hacia Irma (yo voy en el asiento del copiloto y ella en los traseros) y, apenas observo la expresión de su rostro, entiendo que en ese instante a ambos nos embarga la misma certidumbre: el gran parecido de esta arteria vial con la Cota Mil o Avenida Boyacá de Caracas. ¿Cómo es que antes no he caído en la cuenta de dicha similitud? ¿O es que nunca antes había pasado por esta avenida? ¿Cómo podía ser esto posible? Y concluyo que un asunto es visitar una ciudad de vacaciones y otra muy distinta es hacerlo en plan de trabajo. Volviendo a la Circunvalación: resulta ser una suerte de fiel retrato de la Cota Mil, como si se tratara de uno de los doppelgänger de Borges que hubiera cobrado vida, que se hubiera materializado ante nuestras propias narices: la montaña a la izquierda y la ciudad a la derecha; el intenso verde y los cubos de cristal y hormigón separados por un cauce de entre 20 y 25 metros de asfalto que nos lleva zigzagueante de un extremo a otro de la urbe; nos movilizamos sin interrupciones, como si nos desplazáramos subidos sobre dos veloces esquís… A los pies de la montaña y sobre los hombros de Bogotá que se nos muestra a la distancia sosegada, gigante e inabarcable, inalterable, o así creo percibirla desde el interior del coche.

Pero llegando a Monserrate damos de bruces con un atasco.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (IV)

martes, 7 de agosto de 2018

En el país de Alicia (IV)



Cuando a finales del año pasado Irma me dijo que no podíamos seguir postergando nuestra visita a Venezuela, supe que a lo largo de 2018 regresaríamos al país.

Por una u otra razón llevábamos al menos dos años aplazando el viaje. En un principio se debió a problemas de salud de ella —había caído enferma a causa de una neumonía que derivó en pleuritis y estuvo veinte días hospitalizada; en aquella oportunidad habíamos comprado inclusive los billetes de avión— y luego por cualquier otro motivo en el que yo creía encontrar alguna justificación.

Reconozco que era yo quien en el fondo se negaba a hacer el viaje.

Sin embargo, la resolución y convencimiento de Irma a finales de 2017 me sacaron de mi estado de negación y empezamos a preparar la visita.

Con el primer obstáculo que tropezamos fue con la poca oferta que desde Madrid había para volar a Caracas; el segundo obstáculo estaba muy ligado al primero: los altos precios de los billetes de avión. Pasamos varios días analizando alternativas tanto de vuelos directos como con escalas. No hubo éxito. Hasta que por esas fechas llegó al buzón del correo electrónico de Irma una atractiva oferta de AirEuropa que no podíamos dejar pasar. Al fin y al cabo, cuando el destino te requiere en algún lugar, en ocasiones también te muestra el camino que debes seguir para llegar hasta ahí. Se trataba de una promoción por el día del padre; enseguida sacamos cuentas y nos percatamos de que podíamos beneficiarnos de la compra de billetes antes de que el período de disfrute de la promoción caducara. La fecha que previamente habíamos elegido para nuestro viaje a Venezuela coincidía con los inicios del mes de mayo de 2018. Entonces tuvimos que adelantar el viaje unos pocos días con la finalidad de aprovechar la promoción de la aerolínea.

Otro asunto que contribuyó a definir el itinerario de nuestro viaje fue el hecho que meses atrás una sobrina de Irma se había marchado a vivir a Bogotá. En aquellos días en los que analizábamos alternativas para comprar los billetes de avión, noté que mi mujer experimentaba cierta melancolía, cierta saudade que me llevó a preguntarle qué le pasaba. Resulta que solo imaginar que no vería a esta sobrina durante nuestra inminente visita al país la entristecía. Así que le propuse que evaluáramos la posibilidad de tomar un vuelo a Bogotá —Irma no conocía la ciudad y a mí me apetecía volver y reencontrarme con viejos afectos— y desde allí viajar más tarde a Caracas. La idea le gustó y ambos nos enfocamos en ello, nos pusimos manos a la obra. De este modo descubrimos con asombro que volar directo a Bogotá, y de allí coger después un vuelo de low cost a Caracas, salía casi al mismo precio que hacerlo desde Madrid directamente a la capital venezolana. Había que coger la ocasión por los pelos y fue lo que hicimos. No lo consideramos más y por fin compramos los billetes bajo esta modalidad.

Arribamos a Bogotá en el atardecer de un día jueves de finales de abril. No visitaba la ciudad desde 2002. Mientras trabajaba en Seagram hubo períodos en los que solía viajar a la capital colombiana dos o tres veces al mes. La primera vez que había puesto un pie allí fue en 1995. Desde entonces a esta parte la ciudad ha cambiado mucho, para mejor, según mi criterio y punto de vista.

De aquella primera vez en Bogotá recuerdo que me gustaron su clima, la arquitectura, el verde que podía encontrarse levantando apenas la mirada y desde luego su gente.

Volver es siempre grato.

A las puertas del hotel estaba Gabriela, la sobrina de Irma. La acompañaba su marido Leo. Llevaban más de una hora aguardando por nosotros. El coche que habían enviado del hotel para recogernos estuvo puntual en el Aeropuerto Internacional El Dorado, pero yo había olvidado lo complejo y pesado que puede hacerse el tráfico de la ciudad a hora punta. Gabriela recibió a Irma con un ramillete de flores. Las dos mujeres se abrazaron, se besaron y lloraron. A un lado, Leo y yo nos estrechamos de manera cordial las manos y cruzamos algunas palabras intrascendentes. Ambos entendíamos que lo importante de aquel encuentro eran tía y sobrina, nosotros dos no pintábamos nada en esa escena.

Después de registrarnos y dejar el equipaje en la habitación, los cuatro salimos a cenar y, más tarde, tras un corto paseo por los alrededores, retornamos al hotel y nos quedamos conversando hasta bien entrada la madrugada.

Hablamos de todo un poco.

Gabriela y Leo rondan los veintitrés años de edad. Ambos son técnicos superiores universitarios pero ninguno ejerce en la actualidad sus respectivas profesiones. Ambos están subempleados en Colombia. Ambos son dependientes en locales de venta de ropa y calzado en el sur de Bogotá, en un centro comercial del barrio Venecia. Trabajan doce horas al día y libran apenas un día cada quince… Evidentemente los están explotando. Se lo dijimos. Ellos lo saben. Sin embargo, aparte de esta «nimiedad», están contentos y agradecidos con el país que los ha acogido porque acá el salario que ganan les permite pagar un piso, hacer la compra, adquirir artículos para ellos y para la casa y de vez en cuando disfrutar de algunas de las distracciones que nos hacen más llevadera la vida. Además, de tanto en tanto envían algo de dinero a sus familiares que siguen en Venezuela. Allá en cambio, en Venezuela, nos dijeron que todo se les hacía cuesta arriba. A pesar de no tener que pagar alquiler por la vivienda, puesto que siempre vivieron con algún familiar, el salario no les alcanzaba para nada y llegaron a pasar muchísima «roncha» —como de forma coloquial el caraqueño llama al hecho de subsistir en la precariedad—; se habían visto en la necesidad de endeudarse a niveles desproporcionados —todavía continúan abonando parte de esas deudas— para poder sobrevivir y, aunque prácticamente todo lo que ingresaban se lo gastaban en comprar comida, aun así, llegaron a un punto en el que comenzaron a pasar hambre... Fue esto último lo que los hizo reaccionar y los empujó a salir del país.

De todo esto nos enteramos a las pocas horas de arribar a Bogotá.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (III)

martes, 31 de julio de 2018

En el país de Alicia (III)



Efectuar cualquier tarea en la Venezuela de hoy, por más anodina y rutinaria que parezca, puede en ocasiones resultar un despropósito. Y para muestra un botón: a causa de los racionamientos de agua a los que vive sometida la población desde hace varios años, un acto tan sencillo como tomar una ducha se reviste de un sentimiento de angustia, de desasosiego, y obliga a la gente a acatar y cumplir a rajatabla con horarios rígidos y carentes de practicidad.

Durante nuestra estadía en Caracas, Irma y yo teníamos que levantarnos a las 5.30 de la madrugada para ducharnos. Y encima estábamos forzados a hacerlo a la velocidad del rayo puesto que solo contábamos con una hora —el intervalo en el que el agua corriente estaba disponible en el edificio— y porque éramos cuatro las personas que ocupábamos y compartíamos aquel apartamento y que desde luego necesitábamos darnos una ducha antes de salir a la calle.

Tiempo atrás, con olfato previsor, al igual que han hecho miles de familias venezolanas, Juan Carlos había instalado en su casa un tanque de agua con capacidad para 560 litros; esto nos permitía llevar a lo largo del día una vida más o menos normal, hasta que volviéramos a disponer de agua corriente al final de la tarde —cosa que sucedía entre las 19.00 y 20.00 horas—. Pero por supuesto teníamos que administrar el contenido de este tanque con mucho criterio y hasta con algo de racanería puesto que no debíamos descartar la posibilidad de que al día siguiente no entrara agua en el edificio. Algunos días antes, mientras conversaba por teléfono con mis padres —que viven en la provincia y no cuentan con ciertos «privilegios» con los que pueden contar quienes residen en la capital—, me comentaban que llevaban una semana sin agua. Los invadía la zozobra porque los tanques —en casa de mis padres hay tres, con una capacidad total de cinco mil quinientos litros aproximadamente— se hallaban ya en niveles muy bajos y preocupantes. ¿Qué iban a hacer cuando se vaciaran del todo? La situación era tan crítica que hasta algunos vecinos se les habían acercado con baldes y envases para solicitarles que les regalaran un poco de agua. Las autoridades competentes, como única explicación, habían informado a la población de que debido a la carencia de uno de los productos o insumos con los que hacían potable el agua —no quedaba claro el porqué de dicha carencia—, se habían visto en la obligación de mantener suspendido el servicio por todo aquel tiempo.

Sin embargo, nada decían de cuándo sería restablecido.

Otra de las muchas contrariedades con las que tienen que enfrentarse y lidiar los venezolanos de manera cotidiana la representan los cortes de electricidad. A veces el servicio funciona de modo intermitente y en otras oportunidades se interrumpe por horas e incluso días en ciertas regiones del país. En Caracas suelen presentarse estas fallas de tanto en tanto, pero quienes las padecen con mayor frecuencia e intensidad son los habitantes del interior del país.

Como mis padres y sus vecinos.

Algo que vi como novedad y que no había notado en mis anteriores visitas fue el gran menoscabo que ha sufrido el transporte público. No es que en el pasado el servicio de transporte público de nuestras ciudades haya sido una maravilla, pero mal que bien funcionaba, y a sabiendas de sus deficiencias uno podía contar con él. Yo, por ejemplo, durante mi época de estudiante, me movía de forma exclusiva en transporte público y, después de graduarme, viviendo todavía en Barquisimeto, cuando me tocaba trabajar por temporadas en Caracas. Hoy en día el servicio ha desmejorado muchísimo, a tal punto que en ciertas ciudades es casi inexistente. Los usuarios pueden pasar horas esperando para trasladarse de un lugar a otro, sobre todo de sus hogares al trabajo y viceversa. Algunos de mis amigos de Barquisimeto me comentaron que preferían ir o venir andando del trabajo aun cuando el trayecto fuera largo y les llevara horas completarlo. Preferían enfrentarse con este percance en lugar de contar con el transporte público. Y a causa de sus bajos salarios no podían permitirse el lujo de pagar un taxi. Al Metro de Caracas, otrora emblema de los avances, civismo y modernidad del país me advirtieron de que ni se me ocurriera siquiera bajar, que estaba colapsado, al igual que el Metro Bus, del que quedaban ya pocas unidades en servicio. Me dijeron que las averías en el Metro son frecuentes y obligan a los pasajeros a desalojar los trenes en medio de las vías y túneles sin el apoyo del personal de seguridad. Además, observé con estupor —tanto en Caracas como en Barquisimeto— cómo las personas se subían a camiones de carga de particulares en los que iban hacinadas y desprotegidas, como si de ganado se tratase —en Barquisimeto, a propósito, le llaman a estos camiones los «ruta-chivos» en alusión al macho de la cabra—, porque son los únicos vehículos que cubren ciertas rutas de las zonas urbanas. Determinadas circunstancias, una vez más, nos hacen ciegos y sordos frente a los riegos y los peligros de vivir. De hecho me contaron que con estos camiones se habían producido un número impreciso de accidentes en los que el saldo resultante había sido personas heridas de gravedad e incluso fallecidas.

En algunas zonas de Caracas me percaté de que la gente hacía autostop, o pedían cola, como solemos decir en Venezuela. Pero, ¿cómo es que en un país con índices de criminalidad tan elevados siga existiendo personas que se atrevan a practicar esta actividad?, le pregunté en una oportunidad a Juan Carlos. Su respuesta me perturbó tanto como observar aquellas escenas de gente pidiendo cola: «Porque a las personas no les queda otra alternativa. Es arriesgarte o ir andando a todas partes, en cuyo caso igualmente te expones a ser víctima de los malandros. Lo increíble es que todavía haya choferes que se atrevan a montar extraños en sus carros, pero por increíble que parezca, todavía los hay».

Otro de los signos distintivos de la actual Venezuela son las colas. En el país se hacen colas por casi cualquier cosa. Colas en las que pueden desperdiciarse, mandar por el caño del desagüe prolongados tramos de tu vida. Colas para comprar alimentos o productos de primera necesidad, regulados o no (cuatro horas y media diarias invierte en promedio un venezolano para comprar algunos de los productos regulados por el gobierno); colas para subir a alguna unidad de transporte público —las pocas que quedan—; colas para sacar por vez primera documentos oficiales o bien para renovarlos; colas para retirar dinero del banco o cualquier otro recado que tengas que hacer en estas instituciones; colas para comprar la batería del coche; colas para cobrar la pensión; colas para pagar los servicios de luz, agua, gas o teléfono; colas para ser atendidos en los centros de salud tanto públicos como privados; colas para poner gasolina; colas para comprar una bombona de butano… Y aunque para muchos pueda que luzca como una exageración de mi parte, ¡la gente hace colas hasta para hurgar en los contenedores de basura!

Más adelante contaré una anécdota al respecto.

En uno de esos días entretanto aguardábamos turno para ser atendidos por el empleado de una oficina de un banco privado —nos urgía reactivar una vieja cuenta que teníamos en esta institución—, nos enteramos de que ahora, para abrir una cuenta en cualquier banco, debes concertar con anticipación una cita a través de internet. A menudo los plazos de espera de dicha cita van del mes a los tres meses hasta que al fin atiendan tu solicitud.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (II)

martes, 24 de julio de 2018

En el país de Alicia (II)


Caracas es una ciudad de contrastes.

De profundos contrastes.

En un radio de pocos metros, por ejemplo, pueden hallarse los rascacielos más altos, modernos y emblemáticos del país y, a escasa distancia, cientos de chabolas que ascienden por un terreno escarpado, unas sobre otras, para constituir y dar forma a uno de los muchos sectores populosos y deprimidos que se distribuyen a lo largo y ancho de la urbe. Otro ejemplo pudiera ser el Ávila, que se erige como un majestuoso gigante verde sobre el valle en el que se asienta Caracas, una montaña de densa vegetación tropical a la que el caraqueño común venera y a la que innumerables creadores —pintores, poetas, músicos— han dedicado parte de su obra y que contrasta con el Guaire, un río de aguas turbias y malolientes que atraviesa de oeste a este la ciudad. Otro ejemplo que se me ha venido a la mente en mi afán por ilustrar los contrastes de Caracas es el que representan dos especies de aves muy familiarizadas con la geografía caraqueña: las que cada mañana y cada tarde atraviesan con gran alboroto los cielos de la ciudad y las que en silencio revolotean los alrededores del Guaire; mientras el plumaje de las guacamayas o papagayos (las «gritonas» o aves que surcan los cielos caraqueños) está lleno de brillo y color, el de los zamuros o zopilotes (las aves que en silencio revolotean sobre el Guaire) es oscuro e irisado como la noche. Mientras para algunas personas las guacamayas simbolizan la belleza, los zamuros en cambio encarnan su reverso.

Pese a sus evidentes contrastes por mucho tiempo Caracas llegó a tener la reputación de ser una de las capitales más atractivas y modernas de América Latina.

Distinción que ostentó al menos hasta fines del siglo pasado.

Viví a lo largo de quince años en Caracas y sus contrastes siempre me chocaron y maravillaron a partes iguales.

Durante este lapso la ciudad y yo mantuvimos una compleja relación, una especie de vínculo de amor-odio, de repulsión-idilio que me es difícil de explicar y que tal vez solo puedan entender algunos caraqueños que mantienen un sentimiento similar con ese trozo de tierra que los ha visto nacer y crecer. Raras veces se desprecia con tanta intensidad lo que también se ama con arrebato.

Quizá debido a este dual y extraño sentimiento me ha sabido mal, me ha dolido en lo profundo ver a Caracas en las condiciones en que la he visto. Constatar de primera mano el franco deterioro en el que se halla inmersa. El asfalto de sus calles y avenidas fracturado y lleno de agujeros; las fachadas de los edificios descoloridas, sin el ángel que lucieron en otras épocas; basura y malos olores en cada rincón; las áreas verdes de algunas zonas del este se encuentran en tal descuido que un marrón pálido, reseco, se ha instalado en lo que antes era yerba y césped cuidados; centros comerciales como el de los Chaguaramos son ahora monumentos al abandono y la desidia —Irma y yo entramos por pura casualidad y salimos casi enseguida horrorizados, con una opresión en el pecho, porque de recién casados solíamos ir mucho a este centro comercial y allí pasamos muy gratos momentos acompañados de buenos amigos o solos ella y yo— como lo son, de idéntica manera, otros sitios simbólicos tales como el Jardín Botánico —no hace falta aventurarse en sus entrañas, desde fuera pueden apreciarse los estropicios—; puentes de guerra sobre el Guaire, que si bien han aliviado el infernal tráfico de Las Mercedes, contribuyen a darle a la ciudad un aire de fealdad y permanente conflicto.

Me atrevería a afirmar que hasta la luz natural que la alumbra ha perdido algo de su característico fulgor.

Considero pertinente aclarar que en ningún momento de nuestra estadía (o previo a ella) tuve la tentación, la curiosidad o el interés de salir a recorrer las calles de Caracas con propósitos antropológicos, como unos días antes me confesara que había hecho en su última visita a la capital venezolana mi amigo Frank. El propósito de nuestra visita era simple: reencontrarnos con familiares, amigos y conocidos y aprovechar de solventar unos asuntos personales con bancos y otras instituciones. Por tanto lo que describo en estas notas es lo que vimos Irma y yo entretanto hacíamos todos nuestros recados. Con él, con mi amigo Frank, habíamos sostenido un breve pero provechoso encuentro en Bogotá, ciudad en la que ahora reside. El encuentro se produjo un par de días previos a nuestro viaje a Venezuela. Habíamos quedado en el Parque de la 93 y el plan era sentarnos a conversar tranquilamente en cualquiera de los locales que se hallaban alrededor, de modo que acabamos en un Juan Valdez. Frank y yo llevábamos años sin vernos. Gracias a internet y a las redes sociales nos habíamos mantenido en contacto y al tanto de las trayectorias vitales de cada cual. «Claro. Veámonos», dijo, tan pronto me puse en contacto con él a nuestra llegada a Bogotá. «Creo que es importarte que les cuente un poco de cómo andan las cosas por allá. Para que vayan preparados…». Él había estado meses atrás en Caracas y había tenido tiempo de patearla. Visitó varios de sus sectores, incluido el centro, y nos habló con lujo de detalles de lo que se había encontrado. Yo, a cierta altura de su exposición, lo interrumpí para comentarle que si acaso había querido despedirse de su ciudad porque no había tenido la oportunidad de hacerlo al mudarse a Bogotá y me dijo, con cierta expresión sombría en el rostro, que ya no consideraba a esa su ciudad, que le había costado reconocerla de lo cambiada que estaba y continuó dibujándonos un panorama apocalíptico.

Frank llevaba viviendo en Bogotá poco más de un año.

Entretanto lo escuchaba, pensaba con ingenuidad que tal vez exageraba. En su relato creía haber percibido una mezcla de indignación, frustración y tristeza. Ya se sabe: las emociones que en ocasiones nos juegan malas pasadas y nos alejan del tan anhelado y necesario equilibrio cuando opinamos sobre algo que nos afecta. Sin embargo, a Irma y a mí apenas nos bastó con un par de días de nuestra estancia para corroborar la versión que de la actual Caracas nos había hecho Frank y, el resto del tiempo que pasamos allí, nos sirvió para constatar con estupor y desaliento que más bien mi amigo se había quedado corto en sus descripciones y anécdotas sobre la ciudad y su gente.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (I)

martes, 17 de julio de 2018

En el país de Alicia (I)

Cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala calidad, 
es hora de comenzar a decir la verdad.
Bertolt Brecht

Mientras recorríamos los pasillos del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía, esos que llevan desde las puertas de desembarque al área de inmigración, hubo un momento en el que Irma y yo nos hemos mirado instintivamente a la cara y, con este breve y sencillo gesto, ha quedado sobreentendido para ambos lo que pasaba por la cabeza del otro: nunca antes en nuestras muchas idas y vueltas, en nuestros muchos arribos a aquel aeropuerto, nos habíamos topado con tanta desolación. Aparte de los pasajeros del vuelo P5 7008 de Wingo, procedente de Bogotá —en el que viajábamos—, parecía que en ese instante no estuviera desembarcando ningún otro vuelo. Nuestra percepción ha quedado refrendada cuando en el área de inmigración apenas hemos tenido que formarnos unos pocos minutos para cumplir con los procedimientos de entrada al país.

Eran las seis y cuarenta y cinco de la tarde de un día miércoles.

Tampoco había demasiada gente en la zona del aeropuerto reservada para la retirada del equipaje facturado. De hecho la mayoría de rostros que he podido apreciar allí me han lucido familiares; supuse entonces que habrían venido con nosotros en el P5 7008. Aguardamos un buen rato antes de que la correa en la que se indicaba que saldrían nuestras maletas comenzara a funcionar, a moverse.

Fuera esperaba por nosotros Juan Carlos, un viejo y entrañable amigo de la infancia, con quien tuve la fortuna de cursar prácticamente toda la carrera universitaria en la UCLA de Barquisimeto. Días atrás él no solo se había ofrecido para irnos a recoger a Maiquetía, sino que incluso nos había puesto su casa a nuestra entera disposición con el fin de alojarnos durante nuestra estadía en Caracas. De modo que tras los abrazos y las primeras palabras que nos hemos cruzado, dirigimos con agilidad nuestros pasos hacia su camioneta.

En el parking, entretanto metíamos el equipaje en el maletero, se nos han acercado tres niños y un señor pidiendo que le diéramos alguna ayuda. La insistencia era el único rasgo distintivo que al parecer compartían el hombre y los niños. Juan Carlos les ha informado en un tono nada amigable, de que no cargábamos efectivo encima, que el efectivo era un bien escaso por esos días, tan difícil de conseguir como la honestidad y volviéndose hacia nosotros nos ha pedido que subamos rápido a la camioneta. Eso hemos hecho enseguida Irma y yo. Dentro del vehículo, Juan Carlos murmura entre dientes —como para sí mismo— que Venezuela se ha convertido en una nación de pedigüeños, ha puesto el motor en marcha y hemos enfilado con rumbo a su casa.

En el trayecto nos topamos con una autopista Caracas-La Guaira también desolada, casi vacía. Solo unos pocos coches subían y bajaban por los diferentes carriles. Como era día de semana, esa soledad no me pareció compatible con la de otras épocas y así se lo he hecho saber en un comentario a mi amigo.

—Mucha gente tiene los carros parados en sus casas por falta de repuestos. Si a esto le añades la cantidad de personas que está saliendo del país, entonces puedes hacerte una idea del por qué la autopista se encuentra tan sola. Además, a estas horas ya la gente está «guardada». A menos que sea indispensable salir a la calle, a estas horas todos prefieren mantenerse resguardados en sus casas.

A causa de los elevados índices de criminalidad, la inseguridad está entre las principales preocupaciones para los venezolanos.

Había anochecido y en ningún tramo de la autopista funcionaba el alumbrado público. O mejor dicho, solo en los boquerones —los dos túneles que atraviesan el sistema montañoso que separa a Caracas del litoral— hemos podido notar algo de luz artificial, aparte, desde luego, de la de los faros de los poquísimos coches con los que nos habíamos topado bajando o subiendo de La Guaira.

Confieso que Irma y yo nos habíamos preparado mentalmente a lo largo de semanas con la finalidad de enfrentarnos a estas y otros tipos de situaciones que imaginábamos nos íbamos a encontrar durante nuestra visita. Para los venezolanos que vivimos en el exterior los problemas que afectan al país no nos son ajenos. La distancia no tiene por qué hacernos indiferentes. Pero una cosa es leerlo o verlo en los medios de comunicación o redes sociales, o incluso escucharlo de boca de nuestros propios familiares, amigos o conocidos, y otra muy distinta era constatarlo en directo, de primera mano. Nadie puede experimentar la sensación de estar frente al mar a través de las opiniones de otros; hay que estar frente al mar para saber de verdad qué es eso, para saber con exactitud qué se siente.

Como Santo Tomás ante la noticia de la resurrección de Jesús.

O quizás era más como observar las montañas que ahora se desplegaban frente a nosotros, salpicadas de miles de puntos luminosos, un espectáculo que recuerdo siempre asombraba y fascinaba a los extranjeros que por vez primera subían de noche a Caracas desde Maiquetía; los venezolanos, en cambio, sabíamos muy bien que detrás de aquel subyugante espectáculo se escondía una realidad diferente. Que la experiencia de contemplar aquellas montañas de noche no era ni remotamente parecida a la de hacerlo con la luz del día.

(Continuará)

viernes, 9 de marzo de 2018

Los orígenes de un libro (y II)


Igor y yo habíamos quedado en su casa. Ambos nos encontrábamos sentados en el salón en el que en otras ocasiones habíamos mantenido largas discusiones sobre libros y autores que nos gustaban y también sobre esos otros que nos gustaban menos. Mientras él leía el material que acababa de entregarle, yo no apartaba la vista de su rostro y estaba muy atento a los movimientos de sus manos. A ratos sonreía, a ratos arrugaba el ceño, a ratos meneaba la cabeza en señal de aprobación o rechazo; de vez en cuando soltaba una sonora carcajada o murmuraba “bien, bien”, “no, no” o “extraordinario”… Y nunca dejó de deslizar con vigor y velocidad, sobre cada una de las páginas, el bolígrafo con el que subrayaba, tachaba o encerraba en círculos una palabra, una línea o todo un párrafo.

Aquella tarde salí de la casa de Igor con la tarea de revisar las correcciones y sugerencias que él acababa de realizarle a mis textos y pasarlos de nuevo en limpio. En esa época yo solía escribir a mano; una vez revisadas y corregidas mis obras, era cuando las pasaba en limpio a máquina de escribir. No tenía ordenador. Tal vez ahora suene bastante extraño —¡y hasta absurdo!— que un estudiante de informática no cuente con ordenador en su casa, pero en esos años era de lo más común. Sobre todo lo era para aquellos que nos habíamos matriculado en la universidad pública.

Igor, además, me había dicho que tenía que ponerle título a aquel grupo de textos. No le di muchas vueltas y le puse el primero que se me vino a la cabeza: Infortunio de los objetos.

Una vez que mis textos estuvieron nuevamente pasados en limpio, una vez que Igor hizo la debida selección que incluiría la plaquetta (eligió cinco: “Seres en un texto”, “Nobleza de las aceras”, “Aburrimiento de una bisagra”, “Inconveniente de los espejos” y “Autorretrato”) lo acompañé a la imprenta donde ambas publicaciones serían procesadas.

Los Cuadernos Literarios Detrás de la Celosía se presentaron en el viejo edificio de la extensión de cultura de la UCLA a principio de 1991. Durante el evento me reencontré con varios de mis compañeros de taller y me enteré de que, por cuestiones burocráticas, Igor dejaría de ser el coordinador del taller. La noticia me cayó como un balde de agua fría y me entristeció. “Son cosas que pasan”, dijo Igor, “Estoy acostumbrado”.

Poco después también yo dejaría el taller. Aunque no dejé de escribir. De hecho en el período que va de enero de 1990 a enero de 1992 escribí un puñado de relatos con los que ingenuamente planeaba comenzar a armar mis dos primeros libros, para los cuales incluso tenía títulos: “Mensajes en la pared” y “Textos snob”. He dicho “ingenuamente” porque en mayo de 1992 la realidad se hizo presente y empecé a ejercer mi profesión de informático.

Ambos proyectos de libros quedaron en suspenso.

Retomando la historia de Infortunio de los objetos, no volví a saber de la plaquetta a lo largo de 1991, cuando se suponía que sería publicada y presentada. En cierta oportunidad le pregunté a Igor y, encogiéndose de hombros, me dijo que ya todo lo que él podía hacer lo había hecho, que el resto dependía de las autoridades de la extensión de cultura con las que ya no tenía contacto. Entendí y me resigné a que nunca vería aquellos textos publicados.

No obstante, durante el primer trimestre de 1992, una vecina me entregó una nota donde había apuntado un nombre y un teléfono —en aquel tiempo no teníamos teléfono en casa y yo daba el número de nuestra vecina cuando me pedían datos de contacto— y me decía que llamara en horas de oficina tan pronto como me fuera posible.

Al día siguiente marqué al número que me había dado mi vecina y de esa llamada salió una cita con Rosicler Aitken, la nueva coordinadora de la extensión de cultura de la UCLA.

Días más tarde, tras una breve espera, entraba en el despacho de la nueva coordinadora de la extensión de cultura de la UCLA. Rosicler Aitken, una mujer atractiva y elegante, me recibió con gran amabilidad y me felicitó por el trabajo realizado. Yo estaba desorientado y fue entonces que ella, percatándose de mi desconcierto, me extendió un ejemplar de Infortunio de los objetos, la plaquetta que creía que nunca vería publicada.

Allí supe que, junto con otras publicaciones, Infortunio de los objetos se presentaría dentro de un par de semanas. No podía creérmelo.

Años después, siendo ya amigos, Rosicler me confesó que apenas se instaló en su despacho de la extensión de cultura de la UCLA, había mandado a hacer una revisión profunda del material almacenado en los depósitos del viejo edificio y cuando se topó con Infortunio de los objetos quedó impresionada, según sus propias palabras, mis textos la sedujeron enseguida. De modo que ordenó incluyeran de inmediato la obra en la programación de presentaciones y que me buscaran a mí para darme ella misma la noticia.

Así fue cómo aquella plaquetta se convirtió en el embrión y el origen de “La naturaleza de las cosas” (titulado en un principio “Textos snob”), el libro que acaba de publicar Ediciones Carena y que el próximo martes 13 de marzo estaremos presentando en Madrid.

Ahora, casi treinta años más tarde, los dos libros que planifiqué escribir por aquella época y que con ingenuidad creía que se convertirían en mis dos primeros libros se encuentran uno al lado del otro sobre uno de los anaqueles de mi biblioteca.

Se ha cerrado el círculo.

PD: Este post es continuación de este otro: Los orígenes de un libro (I)

jueves, 22 de febrero de 2018

Los orígenes de un libro (I)


Entre finales de 1989 y mediados de 1990, asistí como alumno a mi primer taller de escritura creativa. Se trataba de un taller de narrativa convocado por la extensión de cultura de la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA), en la que por entonces cursaba la carrera de Ingeniería en informática.

Recibíamos clases en un viejo edificio de la Avenida 20, entre las calles 9 y 10 de la ciudad de Barquisimeto; el mismo donde funcionaban las oficinas administrativas de la extensión de cultura de la UCLA. Me gastaba de diez a quince minutos ir o venir andando desde mi casa hasta aquel viejo edificio.

Igor Zamora, poeta y escritor de la región, estaba al frente de la coordinación del taller.

La cita con Igor y mis otros compañeros de curso era una vez por semana y yo esperaba su llegada con ansias, como si ese fuera el día más importante de la semana. En ocasiones salía del viejo edificio como si estuviera andando por las nubes y en otras casi arrastrándome; en ocasiones pensaba que mis textos tenían algún valor y en otras que eran una absoluta mierda, que no merecía la pena dedicarles tanto tiempo. Pero saliera como saliera, bien colgado de una nube o rodando como una piedra cuesta abajo en una ladera, volvía puntual a honrar mi siguiente cita con la literatura.

No falté a ninguna sesión del taller a lo largo de aquel período.

Recuerdo que hasta allí me había llevado la necesidad de compartir con gente de similares intereses a los míos, la necesidad de continuar creando rodeado de gente, puesto que el grupo de teatro en el que había venido trabajando en los últimos años, de pronto se desintegró, se volvió añicos y tuve que enfrentarme a una especie de síndrome de abstinencia. El taller literario de la UCLA fue mi tabla de salvación. Aunque por aquellos años sabía, como sigo sabiéndolo hoy, que el trabajo del escritor es una labor solitaria, aislada, individual —ya había escrito varias obras de teatro y algunos cuentos—, también era consciente de que atravesaba una etapa en la que tenía la urgencia de sentir que a mí alrededor había personas que compartían mi vocación.

Además de escribir y leer mis textos frente a otros —o que otros los leyeran—, de obtener su feedback, una de las principales y atractivas motivaciones del taller era que existía la posibilidad que algunos de los textos producidos durante el curso fueran incluidos en la revista literaria que publicaba la extensión de cultura de la UCLA, los Cuadernos Literarios Detrás de la Celosía. En dicha publicación, los textos seleccionados de los talleristas se codearían con los de autores de reconocida trayectoria tanto regional como nacional.

Sin duda un gran aliciente para alguien que deseaba ser escritor.

La depresión que sigue al final de un ciclo que ha sido enormemente placentero y enriquecedor —como cuando finaliza la temporada de un espectáculo en el cual llevabas meses o quizás años trabajando— quedó minimizada tras dos maravillosas noticias que Igor me dio el último día de clase: la primera, que uno de mis textos había sido elegido para ser publicado en los Cuadernos Literarios Detrás de la Celosía y, como si esto no hubiera sido suficiente, la segunda noticia era aún mejor que la anterior: Igor había conseguido que el próximo número de la serie literaria “Dr. Argimiro Bracamonte”, que de igual forma publicaba la extensión de cultura de la UCLA, estuviera dedicado a “mi obra”.

A continuación inserto una aclaración que a esta altura considero indispensable: en la serie literaria “Dr. Argimiro Bracamonte” solía recogerse una muestra de la obra de un autor novel que a la vez representaba una promesa para las letras de la región por la calidad de sus textos. Enterarme de esto por boca de Igor fue para mí una sorpresa y una gran satisfacción. Sabía que a él le gustaba lo que yo escribía, pero de allí a que trabajos míos fueran incluidos en un número de aquella publicación me pareció en principio excesivo.

“No tengo material para eso”, le respondí tan pronto el corazón volvió a bombear sangre por mis venas y recuperé por fin el aliento. “Pues entonces ponte a trabajar. Tienes al menos cuatro meses para entregarme el material porque el próximo número de la serie no se publicará hasta comienzos del año próximo”, dijo Igor.

Regresé a casa con un montón de emociones encontradas. Sentía euforia y angustia, sentía miedo y orgullo, sentía descaro y bochorno.

Sin embargo, sabía que nada de lo que había escrito hasta ese momento me serviría. No le había mentido a Igor al decirle que no contaba con material para publicar en el número que me había conseguido de la serie literaria “Dr. Argimiro Bracamonte”. De modo que me encerré en mi habitación y me puse a trabajar como él lo había recomendado, como un poseso. La primera certeza que se me vino a la cabeza al conocer el formato de la plaquetta —de cuatro caras y unos 35 cm. de alto por 15 cm. de ancho— que componía la colección fue que tenía que escribir textos cortos. Tras varias horas de trabajo y meditación, descarté la poesía en verso —sí, por aquel tiempo, como muchos otros autores noveles, enamorados de las palabras, escribía poesía— y opté por la prosa. Los siguientes días fueron un calvario puesto que nada de lo que producía acababa por satisfacerme. Hasta que de repente, una madrugada, tuve un chispazo y escribí un texto en el que daba vida a objetos y hablaba sobre sus desventuras o infortunios aunque todo en el fondo era una excusa para reflexionar sobre la condición humana. “Por aquí van los tiros”, susurré y, en medio de una suerte de epifanía, escribí una docena de textos en aquella línea durante los días que vinieron a continuación.

Este material sería el que semanas después le presentaría a Igor.

(Continuará)

lunes, 22 de enero de 2018

Cuando dejamos de jugar


Picasso solía decir que aprender a pintar como los pintores del renacimiento le había llevado cuatro años. Sin embargo, para pintar como los niños había necesitado toda una vida.

Una opinión que es a la vez una firme declaración de principios.

No es extraño que la obra de un gran número de creadores tenga una insalvable deuda con esta primera etapa en el desarrollo de los seres humanos, la infancia; porque en muchos sentidos, al fin y al cabo, el proceso creativo lo que busca es conectar, meternos de nuevo en la piel de aquel niño que fuimos. Cuando por casualidad, mientras observo a la gente, me topo con un niño que juega solo, viviendo con genuinidad el universo que ha creado, abstraído por completo de ese otro mundo que lo rodea, pienso inevitablemente en los creadores y desde luego en el proceso creativo.

De esta manera me atrevería a concluir que quizá los únicos que en nuestros tiempos conservan un auténtico sentido lúdico de la vida sean los niños y los creadores. El resto de mortales, con contadas excepciones, podría afirmarse que ha dejado de jugar.

Este tema tan atractivo, complejo y no exento de polémica lo aborda el escritor Edgar Borges en su nueva novela, “La niña del salto” (Ediciones Carena, 2018). Antonia, la protagonista de la historia que nos narra, es una mujer que ha renunciado a jugar, a entender la vida con ese sentido lúdico con el que la conciben niños y creadores. Ella misma ha decido levantar los gruesos muros dentro de los cuales habita junto a un hombre que la violenta y humilla. Aunque más allá de esos muros tampoco hay grandes esperanzas para Antonia: más allá solo existe un pueblo gris y aburrido conformado por gente gris y aburrida. La única ilusión que le permite respirar y seguir adelante a la protagonista es su pequeña hija, una niña que en lugar de andar salta, de allí el título de la obra. Pero un buen día llega al pueblo un grupo de extranjeros cuyo objetivo es organizar una serie de recitales de poesía y Antonia, de pronto, siente que vuelve a conectar con la niña que fue. No obstante, ha pasado tal vez demasiado tiempo expuesta a una realidad que la ha limitado y atrofiado espiritualmente que, en un principio, siente miedo y prefiere esquivar a esos extranjeros —que en ocasiones se hacen llamar a sí mismos simuladores— con el fin de continuar inmersa en la rutina. Antonia no será la única que se perciba amenazada por estos personajes y el pueblo vivirá una pequeña revolución.

Con “La niña del salto” Borges nos invita a sumergirnos de nuevo en su particular universo literario, con esas frases poderosas y llenas de ingenio que retumban en nuestra cabeza como si en su interior acabara de romperse un rack de billar: “Cuando él la atormentaba o la buscaba para penetrarla, ella le soltaba algún verso como si se tratara de un rezo que la fuera a liberar de un exorcismo. El hombre, formado contrario a las metáforas, se quedaba atónito, sin comprender la intención de semejante defensa”.

Y es que la poesía ocupa un sitial especial en esta novela: es una suerte de fluido atemporal que funciona como catarsis a lo largo de la narración.

Durante una entrevista que le concediera a Christian Zervos en 1935, Picasso hablaba de la falsedad en los cánones de belleza que había impuesto la academia y que de alguna manera el malagueño rompería para siempre con innumerables pinturas, entre ellas, Guernica o Les demoiselles d’Avignon. En este sentido me arriesgaría a decir que “La niña del salto” es una novela de una belleza inquietante y perturbadora, una belleza que duele, horroriza y conmociona al mismo tiempo, una belleza que seguramente descolocará a muchos de sus lectores.

Pero desde que en el siglo pasado Picasso cambiara la historia del arte, la belleza dejó de ser lo que era.