Igor y yo habíamos quedado en su casa. Ambos nos encontrábamos sentados en el salón en el que en otras ocasiones habíamos mantenido largas discusiones sobre libros y autores que nos gustaban y también sobre esos otros que nos gustaban menos. Mientras él leía el material que acababa de entregarle, yo no apartaba la vista de su rostro y estaba muy atento a los movimientos de sus manos. A ratos sonreía, a ratos arrugaba el ceño, a ratos meneaba la cabeza en señal de aprobación o rechazo; de vez en cuando soltaba una sonora carcajada o murmuraba “bien, bien”, “no, no” o “extraordinario”… Y nunca dejó de deslizar con vigor y velocidad, sobre cada una de las páginas, el bolígrafo con el que subrayaba, tachaba o encerraba en círculos una palabra, una línea o todo un párrafo.
Aquella
tarde salí de la casa de Igor con la tarea de revisar las correcciones y
sugerencias que él acababa de realizarle a mis textos y pasarlos de nuevo en
limpio. En esa época yo solía escribir a mano; una vez revisadas y corregidas
mis obras, era cuando las pasaba en limpio a máquina de escribir. No tenía
ordenador. Tal vez ahora suene bastante extraño —¡y hasta absurdo!— que un
estudiante de informática no cuente con ordenador en su casa, pero en esos años era de lo más común. Sobre todo lo era para aquellos que nos habíamos
matriculado en la universidad pública.
Igor,
además, me había dicho que tenía que ponerle título a aquel grupo de textos. No
le di muchas vueltas y le puse el primero que se me vino a la cabeza: Infortunio de los objetos.
Una vez que
mis textos estuvieron nuevamente pasados en limpio, una vez que Igor hizo la
debida selección que incluiría la plaquetta
(eligió cinco: “Seres en un texto”, “Nobleza de las aceras”, “Aburrimiento de
una bisagra”, “Inconveniente de los espejos” y “Autorretrato”) lo acompañé a la
imprenta donde ambas publicaciones serían procesadas.
Los Cuadernos Literarios Detrás de la Celosía se
presentaron en el viejo edificio de la extensión de cultura de la UCLA a
principio de 1991. Durante el evento me reencontré con varios de mis compañeros
de taller y me enteré de que, por cuestiones burocráticas, Igor dejaría de ser
el coordinador del taller. La noticia me cayó como un balde de agua fría y me
entristeció. “Son cosas que pasan”, dijo Igor, “Estoy acostumbrado”.
Poco después
también yo dejaría el taller. Aunque no dejé de escribir. De hecho en el
período que va de enero de 1990 a enero de 1992 escribí un puñado de relatos
con los que ingenuamente planeaba comenzar a armar mis dos primeros libros, para
los cuales incluso tenía títulos: “Mensajes en la pared” y “Textos snob”. He
dicho “ingenuamente” porque en mayo de 1992 la realidad se hizo presente y empecé
a ejercer mi profesión de informático.
Ambos
proyectos de libros quedaron en suspenso.
Retomando la
historia de Infortunio de los objetos,
no volví a saber de la plaquetta a lo
largo de 1991, cuando se suponía que sería publicada y presentada. En cierta
oportunidad le pregunté a Igor y, encogiéndose de hombros, me dijo que ya todo
lo que él podía hacer lo había hecho, que el resto dependía de las autoridades
de la extensión de cultura con las que ya no tenía contacto. Entendí y me resigné
a que nunca vería aquellos textos publicados.
No obstante,
durante el primer trimestre de 1992, una vecina me entregó una nota donde había
apuntado un nombre y un teléfono —en aquel tiempo no teníamos teléfono en casa
y yo daba el número de nuestra vecina cuando me pedían datos de contacto— y me
decía que llamara en horas de oficina tan pronto como me fuera posible.
Al día
siguiente marqué al número que me había dado mi vecina y de esa llamada salió
una cita con Rosicler Aitken, la nueva coordinadora de la extensión de cultura
de la UCLA.
Días más
tarde, tras una breve espera, entraba en el despacho de la nueva coordinadora
de la extensión de cultura de la UCLA. Rosicler Aitken, una mujer atractiva y
elegante, me recibió con gran amabilidad y me felicitó por el trabajo realizado.
Yo estaba desorientado y fue entonces que ella, percatándose de mi desconcierto, me extendió un ejemplar de Infortunio
de los objetos, la plaquetta que
creía que nunca vería publicada.
Allí supe
que, junto con otras publicaciones, Infortunio
de los objetos se presentaría dentro de un par de semanas. No podía creérmelo.
Años
después, siendo ya amigos, Rosicler me confesó que apenas se instaló en su
despacho de la extensión de cultura de la UCLA, había mandado a hacer una
revisión profunda del material almacenado en los depósitos del viejo edificio y
cuando se topó con Infortunio de los
objetos quedó impresionada, según sus propias palabras, mis textos la sedujeron
enseguida. De modo que ordenó incluyeran de inmediato la obra en la
programación de presentaciones y que me buscaran a mí para darme ella misma la
noticia.
Así fue cómo aquella
plaquetta se convirtió en el embrión
y el origen de “La naturaleza de las cosas” (titulado en un principio “Textos
snob”), el libro que acaba de publicar Ediciones Carena y que el próximo martes 13 de
marzo estaremos presentando en Madrid.
Ahora, casi
treinta años más tarde, los dos libros que planifiqué escribir por aquella época
y que con ingenuidad creía que se convertirían en mis dos primeros libros se
encuentran uno al lado del otro sobre uno de los anaqueles de mi biblioteca.
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