domingo, 15 de julio de 2007

El detective más salvaje


Qué difícil es escribir sobre los ídolos.

Al menos a mí me cuesta una enormidad.

Sin embargo, el post anterior, inevitablemente, me ha hecho desembocar en este otro.

¿Y qué puedo decir de Roberto Bolaño, o de su obra, que no se haya dicho ya? Sólo me queda echar mano al manoseado recurso de contar cómo llegué hasta él, o hasta ella, que aunque no son la misma cosa es igual.

Entre 1997 y 2001, por motivos que no vienen a cuento, tuve la oportunidad de viajar por gran parte de América Latina. Sobre todo a ciudades como Bogotá, Buenos Aires, Ciudad de México, Guadalajara, San José y Sao Paulo. Ya por entonces me tentaba el deseo de abandonar mi carrera como informático y retomar la literatura. Pero la comodidad es quizá la peor enemiga de alguien que aspira a convertirse en escritor.

Durante mis viajes, hacía todo lo posible por acercarme a las librerías de estas ciudades en busca de novedades. Mis preferidas eran las de Buenos Aires (en Corrientes, un buen lector de estos parajes, si se descuida, puede llegar a rozar la locura), Bogotá y Ciudad de México. Las consideraba un verdadero paraíso. De cada una de aquellas visitas regresaba a Caracas cargado con un lote de al menos diez libros, entre autores conocidos y desconocidos (desconocidos para mí, se entiende). Entre alguno de estos lotes de libros, por cuestiones de puro azar, venía un ejemplar de Llamadas telefónicas.

Por diversas circunstancias —entre ellas el efecto Y2k, o año 2000, que nos mantuvo a la gente de IT muy ocupada entre 1997 y la media noche del 31 de diciembre de 1999— no leí Llamadas telefónicas hasta finales de 2001. Terminar de leerla y comenzar a buscar desesperadamente el resto de los títulos publicados por el autor fueron acciones casi simultáneas. El estilo limpio, directo, de su prosa, muy cercano al periodismo, pero sin dejar de lado a la poesía, con esa capacidad para crear atmósferas enrarecidas, ambiguas; con esa destreza para desarrollar personajes construidos “desde afuera” (Arturo Belano, Ulises Lima, Carlos Wieder, Sensini, Buba, Anne Moore, Lalo Cura, José Ramírez, Archimboldi, etcétera), algo que pareciera obligarlos a moverse sobre una delgada línea imaginaria entre verdad y mentira, que, a su vez, los convierte en personajes inolvidables, podrían contarse entre las características renovadoras que le imprimió a la narrativa en idioma español. Además, no hay que olvidar la compleja estructura que tienen sus historias. En muchas ocasiones, después de leer una de sus novelas o relatos, me ha embargado una extraña sensación, un vacío, una tristeza, como si acabara de ocurrir algo terrible a mi alrededor, algo incuestionable, aunque no haya sucedido nada. Pero... ¿no ha sucedido nada en realidad?

Literal y literariamente hablando —después de conocer la obra de Cortázar—, toparme con el trabajo de Bolaño ha sido lo más relevante que me ha sucedido en los últimos años. Y créanme que no se trata de ninguna exageración. Tal vez por ello estoy revisitando de manera constante (como lo hago con la obra de Cortázar) las páginas de cinco de sus libros fundamentales: esa pequeña joya titulada Estrella distante (1996), sus volúmenes de relatos Llamadas telefónicas (1997) y Putas asesinas (2001), y, desde luego, esos monstruos devoradores de lectores que son Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004).

Ahora no recuerdo a qué autor le leí que, al igual que pasa con las familias, existen sólo dos clases de vínculos posibles entre ciertos escritores: bien por afinidad o bien por consanguinidad. Entendiéndose que la interconexión de esos vínculos no está representada más que por otros autores. Otras influencias.

En mi caso, me atrevería a decir que los vínculos que me unen a Bolaño son estrictamente consanguíneos. Y no hace falta conocer su ascendencia ni la mía para afirmarlo, al igual que no hizo falta conocer a mi abuelo paterno para considerarme su nieto.

Cosas de la vida y la literatura.

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