martes, 18 de septiembre de 2018

En el país de Alicia (IX)



Cuando por fin el piloto dio inicio a las maniobras de descenso y aterrizaje, me he inclinado todo lo que podía hacia la izquierda con el propósito de asomarme por la ventanilla —hace mucho que en nuestros viajes por avión o tren le cedo a Irma el asiento que va junto a la ventanilla—: un rato después distinguía con claridad las formas de cuatro concéntricas, algo lechosas y sutiles, del Centro Comercial Sambil (y acá me refiero a la figura del instrumento musical, muy popular en América Latina, y no a la del número natural). Entonces he recordado que en los últimos años que viví en Barquisimeto, cada vez que salía o regresaba de la ciudad por el Aeropuerto Internacional Jacinto Lara, ponía en práctica un candoroso juego que consistía en hallar, en el menor tiempo posible, la manzana y la calle donde se ubicaba mi casa. No era una tarea demasiado compleja de conseguir si volaba de día, si me tocaba el lado de la cabina y las filas de asientos adecuadas y si por supuesto sobre Barquisimeto no se tejía ese manto de nubes que en términos aeronáuticos se conoce como «techo bajo». Si todos estos factores se alineaban y confabulaban a mi favor era cuestión de minutos dar desde las alturas con la casa de mis padres. Bastaba con ubicar primero el río Turbio, enseguida la Rivereña y luego buscar el antiguo Hotel Hilton (ahora Jirahara); bajar con la mirada un par de cuadras por una de las calles aledañas y… ¡Ya estaba!

Al juego se le añadían ciertos grados de dificultad si en lugar de salir regresaba a la ciudad. Y es que ignoro por qué razón siempre se me hacía más fácil conseguir el objetivo de aquel juego a la salida que a mi regreso.

Y a pesar de que en esta oportunidad no he cronometrado el tiempo (¿para qué?), prefiero pensar que avisté la casa de mis padres dentro del promedio de mis anteriores registros como jugador.

Tenía más de cinco años sin visitar Barquisimeto, la ciudad en la que había nacido. Tras el emotivo, vehemente y prolongado abrazo con el que me ha recibido mi madre —en algún momento de aquel abrazo he comenzado a dirigirle tímidos gestos al resto de miembros de la familia con los que intentaba expresarles que estaba «atrapado», que no podía liberarme y había que esperar a que mi madre me «soltara»—, me he fundido en otros largos y efusivos abrazos con la gente que nos había ido a recibir. A mi madre la acompañaban mi padre, mi hermana menor y tres sobrinos de distintas edades; Kimberly, mi hermana mayor, esperaba por nosotros a las puertas del aeropuerto, al volante de su Ford Escape de 2005, con la intención de trasladarnos cuanto antes a casa. Mientras caminábamos hacia la salida hubo un instante en el que me han invadido las dudas y por unos minutos me he puesto a analizar cómo demonios íbamos a caber todos en el coche de mi hermana. Porque, además, Irma y yo traíamos con nosotros dos maletas y dos mochilas enormes... De improviso me he visto ofreciéndome de voluntario a aguardar en el aeropuerto por un segundo viaje que tendría que realizar Kimberly y a Irma diciendo que ella se quedaba a esperar conmigo. Fantasía completamente absurda puesto que mi familia no nos hubiera dejado hacer tal cosa a ninguno de los dos.

Al fin, todavía no sé cómo, logramos entrar todos (bastantes apretujados) en el Ford Escape de mi hermana y enfilamos con rumbo a casa de mis padres.

Tan pronto hemos alcanzado las calles de nuestro barrió me he sentido desubicado. En las parcelas en las que recordaba se hallaban las casas de antiguos vecinos, casas que solía visitar en mi infancia y en las que con otros niños solía jugar sin descanso en los límites de sus jardines y solares, se levantaban ahora edificios de varias plantas. En los días sucesivos mi extrañamiento iría en aumento al recorrer algunas de las calles en las que crecí, puesto que en la parte alta del barrio la metamorfosis había sido aún más drástica: hoteles, restaurantes, tiendas comerciales, posadas turísticas, clínicas, locales de venta de motos y coches usados, etcétera. El comercio había invadido lo que antes era un barrio residencial.

¿Cómo podía cambiar tanto la fisonomía de un barrio en apenas cinco años? Y sobre todo había otra pregunta que rebotaba de manera incesante en mi cabeza: ¿cómo había sido esto posible con la crisis del país?

Al atravesar la puerta principal de la casa de mis padres me ha reconfortado corroborar que dentro las cosas escasamente habían cambiado. Seguía siendo la casa que rememoraba, esa que había ido creciendo poco a poco y a medida que la familia había ido haciéndose más grande. En el salón, en el mismo lugar en el que lo había instalado años atrás al sacarlo de las cajas y fundas de protección, estaba el equipo de sonido que había comprado con mi primer sueldo como ingeniero informático. Recuerdo que la mañana de un sábado de junio de 1992, había quedado con mi amigo Juan Carlos que me acompañaría a elegirlo. Quería el mejor aparato, el más potente que pudiera pagar con mi nuevo salario y él siempre había sido un entendido en la materia. Era un Sony de 60W de salida, en color negro, con plato, reproductor de CD triple, doble casetera, radio y ecualizador. ¡Y sonaba como los dioses! Cuando he hecho el amago de acercarme a él, mamá ha dicho: «Ay, hijo. No funciona. Lleva roto mucho tiempo».

A diferencia de nuestra estadía en Caracas, en Barquisimeto no teníamos planeado hacer ningún recado en instituciones públicas o privadas. Nuestro único plan allí era pasar y compartir el mayor tiempo posible con familiares y amigos. Y fue a eso a lo que particularmente yo me dediqué, bien porque los amigos y familiares vinieron a casa de mis padres o bien porque yo conseguí quedar con ellos en algún lugar o les caí por sorpresa en sus casas. De este modo me encontré con gente que tenía más de cinco años sin ver. De este modo volví a entrar en casas que no visitaba incluso desde antes de mudarme a Caracas hacia finales de 1993. Volví a encontrarme con Carmen y Job; volví a encontrarme con Gerardo y Héctor; con Teresa; con hermanos, sobrinos y resto de familia por parte de mi padre; con amigos y ex compañeros de bachillerato; con la familia Cornieles (mi segunda casa en Barquisimeto), la familia Rodríguez-Álvarez y la familia Pastrán (ambos vecinos entrañables, de toda la vida) y con mucha otra gente a la que me dio gusto ver y saludar. Sin duda reunirme con todos ellos ha sido de las cosas más agradables que me ocurrieron durante nuestra visita.

Con mis hermanas y sobrinos salimos a cenar casi todas las noches durante nuestra estancia, sin alejarnos demasiado de casa ni del barrio. Todos nos subíamos y como mejor podíamos nos acomodábamos en el Ford Escape de Kimberly y dejábamos que ella nos llevara a dónde más idóneo le pareciera. «¿Qué les apetece?», nos preguntaba y nosotros empezábamos a soltar lo primero que se nos pasaba por la cabeza. Yo bromeaba nombrando platos raros y mis sobrinas se quejaban, hacían gestos de asco y me lo reprochaban entre risas. Dos o tres veces estuvimos en Los Cardones, un pequeño centro comercial ubicado en las cercanías del Parque Los Cardenalitos, en la entrada oriental de Barquisimeto. A primera vista, en cuanto accedías al estacionamiento, parecía que ahí la crisis no existía. El sitio era una de las tantas burbujas que había repartidas por gran parte del país. Nada más echar un ojo sobre los coches aparcados —a pesar de no ser coches nuevos, con matrículas del último año, puesto que el parque automotor en Venezuela tiene al menos entre ocho y diez años de antigüedad, eran coches de buenas marcas y en muy buen estado, bien cuidados— te dabas cuenta de que los que estábamos ahí éramos unos privilegiados. Tras la cena, Kimberly nos llevaba de paseo por algunas de las zonas exclusivas del este de Barquisimeto. El deficiente alumbrado público no nos facilitaba la tarea de apreciar en todo su majestuosidad las casas (mansiones en algunos casos) de esas zonas exclusivas, pero nos permitía que nos formáramos una idea. Lo sorprendente es que un número nada desdeñable de aquellas casas era de construcción reciente. Porque pese a la situación del país la construcción no se ha detenido del todo. Se continúa construyendo: casas y edificios de lujo, así como gigantescos centros comerciales y edificios de oficina. En Caracas también habíamos observado un montón de nuevas construcciones. Cuando pregunté cómo era esto factible me informaron de que muchas empresas multinacionales, que todavía siguen operando en Venezuela y que por restricciones del gobierno no podían repatriar las ganancias a sus respectivas casas matrices, estaban invirtiendo dichas ganancias en un mercado que les diera cierta seguridad como el inmobiliario; otros me insinuaron, sin aspavientos, que estos proyectos de nueva construcción estaban siendo financiados con dinero provenientes del blanqueo o lavado de capitales.

(Continuará)

PD: Este post es continuación de este otro: En el país de Alicia (VIII)

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