Living is easy with
eyes closed
J. Lennon
La casa en
la que crecí fue construyéndose como la mayoría de casas de la calle del
barrio: poco a poco y a medida que la familia iba haciéndose más grande.
A principio
de los setenta, por ejemplo, mi hermana y yo compartíamos habitación. Por
entonces nuestra casa apenas contaba con cinco estancias: dos dormitorios, una
sala-recibidor minúscula, una cocina en la que había una mesa en la que nos
sentábamos a comer y desde luego un baño que compartíamos los cuatro: mis
padres, mi hermana y yo.
Recuerdo que
la única ventana de nuestro cuarto daba al patio trasero de la casa vecina. Era
un patio muy pequeño porque la casa de nuestros vecinos era aún más pequeña que
la nuestra. Digo “la casa de nuestros vecinos” por llamarla de algún modo,
puesto que no recuerdo que allí viviera nadie. Tampoco había allí nada especial,
pero igual a mi hermana y a mí nos encantaba asomarnos por la ventana y,
como era bastante angosta y no cabíamos los dos al mismo tiempo, solíamos
acabar peleándonos por el privilegio de echarle un vistazo al patio vacío de la
casa de al lado.
Ya saben
cómo son los niños de entre cinco y seis años.
Sin embargo,
un buen día de inicios de los setenta se mudó a la casa vecina un grupo de
jóvenes. No se trababa de jóvenes cualesquiera. Eran de esos que los adultos
llamaban hippies, con largas cabelleras, descuidadas barbas, llamativa
vestimenta, de suaves y acompasados andares y una sonrisa perenne en los
labios. A partir de entonces asomarnos por la ventana de nuestra habitación cobró nuevo atractivo para mi hermana y para mí.
Por sus hábitos y comportamiento, al parecer nuestros nuevos vecinos se ganaban la vida fabricando y
vendiendo artesanía de cuero: carteras, sandalias, billeteras, anillos, pulseras, collares y demás
complementos de vestir. Por lo general trabajaban al aire libre, a veces en aquel patio
trasero, mientras escuchaban música en un diminuto tocadiscos y fumaban un
cigarrillo tras otro.
Creo que fue
gracias a ellos que escuché los primeros temas de rock en mi vida o así me
gusta recordarlo: Crosby, Still & Nash, The Hollies, Janis Joplin, John
Lennon, Led Zeppelin y desde luego The Beatles. Uno de aquellos jóvenes solía
alternar un par de camisetas con caras de hombres muy disímiles entre sí en su parte
delantera: uno llevaba una boina con una estrella y el otro, más jovial, lucía
unas pequeñas gafas redondas.
Con el paso
de los días, la casa de al lado no tardaría en convertirse en el principal foco de
perturbación de nuestra calle, porque gente entraba y salía a cualquier hora
del día y era difícil saber quiénes vivían allí de manera permanente o quiénes solo
se hallaban de paso, de visita. Además, de tanto en tanto a los vecinos se les elevaban
las revoluciones y se ponían como motos: música a todo volumen, gritos, discusiones,
peleas. Incluso mamá se quejaba “del olor a yerba
que se cuela y esparce por toda la casa, y por más que sea uno tiene niños pequeños”. Pronto
los mayores empezaron a plantearse entre sí que algo tendrían que hacer. La ley
entró por casa y mamá nos prohibió a mi hermana y a mí asomarnos por la ventana.
También vigilaba que durante el día permaneciéramos el menor tiempo posible en
nuestra habitación. Pero al menos yo, cuando mamá no estaba cerca, me colaba furtivamente a
nuestro cuarto y me asomaba por la ventana cada vez que se me presentaba la
oportunidad.
Y es que me
gustaba mirar a aquellos jóvenes trabajar y escuchar la música que escuchaban.
Creo que ellos también disfrutaban de mi compañía viéndome observarlos desde el
otro lado de la ventana. En cierta ocasión una chica se acercó hasta la ventana
y sin decir palabra —o tal vez las dijo y no lo recuerdo— me obsequió una microscópica
cartera de cuero en la que no obstante se cuidaba cada detalle de su
elaboración.
Un buen día,
así como habían llegado, se marcharon. No se despidieron de nadie y el patio de la
casa vecina volvió a ser un lugar vacío y desolado. Inclusive mucho más que
antes.
Cada año por
estas fechas —puntual como el estallido de los colores del otoño— el recuerdo
de aquellos jóvenes regresa a mi memoria. Es imposible separarlo de la voz,
susurros, gritos, gemidos y ese aire de utopía e irreverencia con los que Lennon impregnó sus canciones. Después de casi medio siglo esas mismas canciones
continúan emocionándome como lo hicieron en un principio, como cuando era niño y luego adolescente.
Hay cosas
que no cambian pese a que todo haya cambiado a nuestro alrededor.
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