jueves, 14 de diciembre de 2017

Coco


Con su última película, Coco, la gente de Pixar lo ha vuelto a hacer. Ingeniosa, mágica entretenida, hermosa. Aunque he de confesar que tras disfrutar de la extraordinaria Inside Out me acerqué a la sala de cine con ciertas reservas. Pensaba que luego de este largometraje pasaría muchísimo tiempo sin ver algo que al menos se le acercara, que se le equiparara, algo al menos similar cocinado en estos estudios cuyas producciones suelo seguir desde que en 1995 debutaron con Toy Story. Pero sucede que apenas dos años después de Inside Out vienen y estrenan Coco y yo he alucinado en colores.

De veras. Me han dejado sin aliento.

Antes de continuar debo hacer otra confesión: soy un gran admirador y enamorado de la cultura mexicana; crecí viendo las películas de la época de oro de su cine, en la que estrellas como Pedro Infante, Jorge Negrete, María Félix, Tin Tan y Cantinflas brillaban con una luz cegadora; las rancheras y el bolero mexicano forman parte de la banda sonora de mi vida y el gusto por cantantes como Pedro Infante y Javier Solís lo heredé de mis padres. En cuanto a mi amor por la literatura mexicana, ya he hablado de ello en otras ocasiones.

Incluso, para mí, lo más interesante en la carrera cinematográfica de Luis Buñuel lo encuentro justamente en su etapa mexicana.

Y no solo digo esto para que se entienda mi entusiasmo por Coco, sino para que también se entienda el riesgo que corrió Pixar desde el inicio al abordar el proyecto de esta película. Al tratarse de una historia profundamente mexicana, que bebe de su folklor y de sus tradiciones más arraigadas, parte del equipo que trabajó en Coco, según he leído, se gastó más de seis años investigando, indagando en las costumbres de este país con el fin de intentar ser lo más fiel posible al relato de Miguel Rivera y de su numerosa familia que abarca cinco generaciones.

A través de dos vertientes que en principio lucen contrapuestas —la familia y la fascinación de un niño por la música—, Lee Unkrich (director) y Adrián Molina (codirector y guionista) nos invitan a deslizarnos por un relato que exuda pasado, colorido, emoción y encanto. ¿Y qué otra ambientación habrían podido haber elegido Unkrich y Molina para relatar la historia de Miguel y de su familia sino la de las fiestas más populares y conocidas a escala mundial del país latinoamericano: el Día de los Muertos? Y es que para los mexicanos la muerte no suele tener el mismo significado que tiene para el resto de mortales del planeta. Cómo si no se explica que tengan una fiesta en la que a los muertos se les recuerda y honra de una manera alegre y llena de colorido y que encima se extienda a lo largo de tres días. Durante esta festividad la gente se lanza a las calles que se llenan de luces, música y algarabía, de preciosos altares adornados con flores especiales de Cempasúchil y es normal comer calaveras de dulce y el famoso “pan de muerto”, un delicioso pan elaborado con anís y naranja.

Gran parte de este espíritu alegre y festivo puede apreciarse en la película, pero el espectador también se topará con esa clase de momentos conmovedores a los que las producciones de Pixar nos tienen acostumbrados.

La música, los colores y las luces no siempre están reñidos con aquellos sentimientos más cercanos a la aflicción y la pesadumbre. La vida la componen tanto alegrías como tristezas. Y de ambas cosas saben mucho los mexicanos.

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