Hay una anécdota del abuelo Juan —mi abuelo materno— que recuerdo de
tanto en tanto y que creo habla mucho de él. Ocurrió el 31 de diciembre de 1984.
A principios de este año (el 16 de febrero, para ser exactos) se había producido
en casa una de esas situaciones que suelen reconfigurar la manera en que los
miembros de una familia se relacionan: la abuela Eustaquia, esposa del abuelo
Juan, moría en el Hospital Antonio María Pineda de Barquisimeto, a la edad de
64 años, tras sufrir un accidente cerebrovascular. Quedarse viudo volvió en
cierto modo más reservado, arisco y huraño que de costumbre al abuelo Juan. Aquel
fue un año duro para todos en casa, pero supongo que lo fue mucho más para él. Cuando
cayó la noche del 31 de diciembre —día en que ocurrió la anécdota que pretendo
contar—, el abuelo Juan cogió las llaves de su Chevrolet Apache del 58 y se
marchó sin despedirse. Nadie dijo ni hizo nada. Sin embargo, todos sabíamos a
dónde se dirigía. Yo había pasado la tarde bebiendo con unos amigos y a esas
alturas el alcohol se me había subido a la cabeza. Así que al escuchar a mamá sollozar
tras la puerta de su cuarto ni me lo pensé. Es sabido que el alcohol y las emociones
no combinan bien y a veces esa mezcla suele empujarnos a cometer tonterías. Más
en tiempos de adolescencia. Y eso fue lo que hice aquella noche. El abuelo
Juan venía del campo y hablaba a menudo de él. En casa no fue sorpresa para
nadie cuando un buen día nos diera la noticia que había comprado un terreno en
El Roble, una localidad rural a unos diez o doce kilómetros de Nueva Segovia,
el barrio donde vivíamos. Allí sembraba y pasaba varios días de la semana
apartado de las prisas de la ciudad con la abuela Eustaquia. Todos sabíamos que
hacia allí había puesto rumbo la noche del 31, que había decidido recibir el
año nuevo solo en aquellas soledades. No sé cuánto tiempo me llevó hacer a pie
aquel recorrido. Solo sé que al detenerme frente a la verja y llamarlo, el
abuelo Juan salió con unos ojos desorbitados y una expresión confusa en el
rostro. Le pedí la bendición y creo que ni me escuchó. “¿Qué hace usted aquí”,
dijo. “Vine a buscarlo”, repuse yo. “¿Y cómo es que ha llegado hasta aquí a
estas horas?”, dijo. “Caminando”, repuse yo. Echó a andar hacia mí, abrió la
verja y con un gesto me invitó a pasar. Luego se metió al pequeño cuarto que él
mismo había construido con la ayuda de un sobrino de papá, recogió sus cosas con parsimonia y por
fin los dos subimos a la vieja Chevrolet Apache. No volvimos a cruzar palabra
mientras retornábamos a casa.
Ayer el abuelo Juan murió. Lo ha hecho en la tranquilidad de su
cama y rodeado de nietos, bisnietos y de su única hija. Tenía 101 años. Aprendí
bastantes cosas de él y creo que en el fondo incluso me le parezco. Echando la vista atrás y haciendo balance entre subidas y bajadas, entre equívocos y aciertos,
me atrevería a decir que vivió una vida plena, de esas que merecen la pena
vivir. QDEP.
2 comentarios:
EXCELENTE,GRATO Y MARAVILLOSO RECUERDO DE UN GRAN HOMBRE QUE DE VERDAD SUPO VIVIR LA VIDA, FUE UN GRAN EJEMPLO PARA QUIENES LO CONOCIMOS, ME CONSIDERO BENDECIDO POR HABERLO CONOCIDO DE CERCA, Y AUNQUE POCO HABLE CON EL SIEMPRE COMENTABA DE SU HONESTIDAD,HONRADEZ Y FIDELIDAD A QUIEN FUE SU ESPOSA ..... Y TANTAS COSAS MAS
JOSE QUINTERO
Gracias, José.
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