
Tengo un par de amigos a quienes les incomodan los lugares comunes. Aunque pensándolo bien, los efectos que los lugares comunes producen en ellos se acercarían más a las expresiones siguientes: les aterra, les da pavor, les causa pánico, animadversión...
Para ellos un lugar común es una especie de blasfemia, una hiedra que se adhiere a la obra y a la velocidad del rayo va cubriéndola con sus ramas hasta abrazarla por completo y por fin asfixiarla. Me cuentan, con la exageración natural del escritor, que mientras trabajan o leen un libro y sienten a la distancia el olor de un lugar común, apagan la computadora o cierran el libro y echan a correr.
Pero, ¿puede escribirse hoy en día con semejante temor a los lugares comunes cuando las historias de tanto contarlas se han agotado?
Recuerdo que a finales de los ochenta escuché una vieja canción que me encantó, una de esas rarezas que uno sólo se encuentra de tanto en tanto. La historia que se contaba en ella me pareció en extremo original y de paso muy cortazariana. Enseguida dije para mis adentros, “algún día escribiré algo basado en este tema”. Los años discurrieron como liebres, anduve de aquí para allá y de allá para acá, sin embargo, el azar me permitió cumplir con aquella promesa: “Cartas para Celia”, relato que aparece en mi libro Mensajes en la pared, viene a ser su materialización.
Tiempo después, a principio de la década de dos mil, compré un par de novelas de Milan Kundera, autor cuya obra me impuse casi como una obligación leer a partir de La insoportable levedad del ser. Mientras me adentraba más y más en la lectura de una de aquellas novelas de Kundera (no voy a mencionar su título para azuzar la curiosidad del lector) iba descubriendo más y más que las historias que a veces creemos originales no son tales y que los seres humanos, no importa en la latitud-longitud del globo terráqueo donde les haya tocado nacer, en cuestiones de sentimientos y emociones, tienden a comportarse o reaccionar más o menos de forma parecida. ¿Cómo si no llegamos a identificarnos con las historias que otros nos cuentan?
En fin. La canción que creí muy original —que hasta me empujó a escribir un relato corto— y la novela de Kundera se asemejaban tanto en sus anécdotas que cualquiera hubiera jurado que uno le había robado, o copiado, la idea al otro. Una cosa si bien no imposible sí bastante descabellada. No obstante, esas coincidencias suelen ocurrir con mayor frecuencia de lo que el común de la gente piensa que ocurren. Y aún más si nos enfocamos en los entornos creativos. Picasso y Braque, por ejemplo, inventaron el cubismo casi al mismo tiempo y antes de llegar a trabajar juntos, sin conocer uno lo que había estado haciendo el otro, por “pura casualidad”. Bueno, esto sólo es un decir (por eso lo he entrecomillado), puesto que ambos eran grandes admiradores de la obra de Cezanne.
Desde entonces, en mi caso particular, dejaron de molestarme los lugares comunes y comencé a preocuparme más por la manera cómo se abordaban las historias en los libros que leía, en lugar de abocar toda mi atención a la historia que se contaba. Es decir, desde entonces empezó a interesarme más la forma que el fondo. Por supuesto sigo creyendo que el fondo de cualquier relato es importante, pero definitivamente no es lo más importante, puesto que una buena obra es más que la suma de sus partes. Una historia mil veces contada puede aguantar otras mil veces más de narración (y creo que más aún), siempre y cuando la manera de narrarla aporte alguna novedad, alguna diferencia significativa con sus predecesoras. O que simplemente hinque sus dientes sin compasión ni titubeos en la condición humana, una característica a la que cada vez más le doy importancia cuando leo una buena historia.
No olvidemos que el miedo a los lugares comunes entre los escritores, desde hace ya bastante, se ha convertido también, en sí mismo, en un lugar común.
Para ellos un lugar común es una especie de blasfemia, una hiedra que se adhiere a la obra y a la velocidad del rayo va cubriéndola con sus ramas hasta abrazarla por completo y por fin asfixiarla. Me cuentan, con la exageración natural del escritor, que mientras trabajan o leen un libro y sienten a la distancia el olor de un lugar común, apagan la computadora o cierran el libro y echan a correr.
Pero, ¿puede escribirse hoy en día con semejante temor a los lugares comunes cuando las historias de tanto contarlas se han agotado?
Recuerdo que a finales de los ochenta escuché una vieja canción que me encantó, una de esas rarezas que uno sólo se encuentra de tanto en tanto. La historia que se contaba en ella me pareció en extremo original y de paso muy cortazariana. Enseguida dije para mis adentros, “algún día escribiré algo basado en este tema”. Los años discurrieron como liebres, anduve de aquí para allá y de allá para acá, sin embargo, el azar me permitió cumplir con aquella promesa: “Cartas para Celia”, relato que aparece en mi libro Mensajes en la pared, viene a ser su materialización.
Tiempo después, a principio de la década de dos mil, compré un par de novelas de Milan Kundera, autor cuya obra me impuse casi como una obligación leer a partir de La insoportable levedad del ser. Mientras me adentraba más y más en la lectura de una de aquellas novelas de Kundera (no voy a mencionar su título para azuzar la curiosidad del lector) iba descubriendo más y más que las historias que a veces creemos originales no son tales y que los seres humanos, no importa en la latitud-longitud del globo terráqueo donde les haya tocado nacer, en cuestiones de sentimientos y emociones, tienden a comportarse o reaccionar más o menos de forma parecida. ¿Cómo si no llegamos a identificarnos con las historias que otros nos cuentan?
En fin. La canción que creí muy original —que hasta me empujó a escribir un relato corto— y la novela de Kundera se asemejaban tanto en sus anécdotas que cualquiera hubiera jurado que uno le había robado, o copiado, la idea al otro. Una cosa si bien no imposible sí bastante descabellada. No obstante, esas coincidencias suelen ocurrir con mayor frecuencia de lo que el común de la gente piensa que ocurren. Y aún más si nos enfocamos en los entornos creativos. Picasso y Braque, por ejemplo, inventaron el cubismo casi al mismo tiempo y antes de llegar a trabajar juntos, sin conocer uno lo que había estado haciendo el otro, por “pura casualidad”. Bueno, esto sólo es un decir (por eso lo he entrecomillado), puesto que ambos eran grandes admiradores de la obra de Cezanne.
Desde entonces, en mi caso particular, dejaron de molestarme los lugares comunes y comencé a preocuparme más por la manera cómo se abordaban las historias en los libros que leía, en lugar de abocar toda mi atención a la historia que se contaba. Es decir, desde entonces empezó a interesarme más la forma que el fondo. Por supuesto sigo creyendo que el fondo de cualquier relato es importante, pero definitivamente no es lo más importante, puesto que una buena obra es más que la suma de sus partes. Una historia mil veces contada puede aguantar otras mil veces más de narración (y creo que más aún), siempre y cuando la manera de narrarla aporte alguna novedad, alguna diferencia significativa con sus predecesoras. O que simplemente hinque sus dientes sin compasión ni titubeos en la condición humana, una característica a la que cada vez más le doy importancia cuando leo una buena historia.
No olvidemos que el miedo a los lugares comunes entre los escritores, desde hace ya bastante, se ha convertido también, en sí mismo, en un lugar común.