jueves, 1 de mayo de 2008

La literatura como pararrayos


Poco a poco uno va llenándose de libros. Por aquí y por allá se van acumulando las pilas puesto que en los anaqueles de la biblioteca ya no queda lugar disponible. Todavía así nunca parecen suficientes.

Libros de viejos y queridos autores que hemos convertido en nuestros libros de cabecera. Otros de autores recientes y por descubrir. Algunos leídos en la adolescencia, que nos negamos a releer, porque tememos no reencontrar en ellos la magia que en su momento nos trastocó.

Y es que los libros, como los seres vivos, también cambian con el paso del tiempo, se van haciendo viejos (y aquí no me refiero, desde luego, a su aspecto puramente físico, sino a algo más recóndito), unos con mayor rapidez que otros.

Incluso hay libros que pese a haberlos adquirido años atrás, aún conservan, intacta, la envoltura original, virgen, sin una sola rasgadura. Libros que quizá nunca llegaremos a leer.

En mis años de informático, cuando el dinero no era un problema serio —no como ahora, quiero decir, porque el dinero fue, es y será siempre un problema serio en nuestras sociedades— acostumbraba a comprar libros aún a sabiendas de que no podría leerlos. Al menos no de inmediato. En aquel tiempo mi promedio de lectura era realmente patético, lastimoso. Tan sólo dos o tres libros al año. No más. Aún así era difícil resistirme a la tentación de entrar en una librería y salir, rato después, cargado de libros. Y si esa librería echaba sus anclas en ciudades como Buenos Aires, Ciudad de México o Bogotá, la experiencia se tornaba todavía más intensa y desestabilizadora. Ahora estoy seguro de que en aquellos años, sin saberlo, me aboqué a la tarea de construir una especie de fondo de libros para esta otra etapa que vivo en la actualidad, en la que, por muchas razones, comprar un libro ya no es lo mismo que antes.

Precisamente de aquellos años data el libro —releído una y otra vez en no pocas ocasiones— del que quiero hablar en este post. Y quizá en los siguientes. Se trata de un libro ideal para quienes nos iniciamos en el arte de contar historias, escrito por un consagrado e inigualable contador de historias: Mario Vargas Llosa. ¿Su título? Cartas a un joven novelista (Editorial Planeta, 1997).

Vargas Llosa estructura su libro como epístolas dirigidas a un interlocutor, aspirante a novelista, con el que mantiene una íntima, sincera, didáctica y muy extensa correspondencia. A veces, mientras avanzamos en la lectura, nos sentimos como fisgones que hemos violentado un espacio creado exclusivamente para dos. Y otras, incluso, como los destinatarios del texto que leemos. Pero no es en la forma, sino en el contenido, donde se halla lo sustancial de Cartas a un joven novelista. Vargas Llosa, de una manera sencilla, amena y en extremo inteligente, dicta cátedra, una clase magistral en el arte de contar historias. Allí reflexiona sobre las motivaciones, la vocación, las perspectivas, la disciplina y perseverancia de alguien que ha decido elegir el oficio de escribir. Pese a estar enfocado hacia el género de la novela, creo que funciona con igual validez para el resto de los géneros literarios (sobre todo los narrativos, como el relato y la crónica) que tienen como meta principal precisamente ésa, la de contar historias. “La predisposición a fantasear nada más que como umbral del verdadero ejercicio de la literatura; la indisoluble relación fondo-forma, el estilo, la técnica narrativa, la voz propia, el tiempo, el poder persuasivo de una historia, la organización del relato, la ambigüedad, los datos escondidos, las ‘mudas’ de una historia”, son, entre otros, algunos de los tópicos que, con la precisión de un neurocirujano, el autor aborda en Cartas a un joven novelista. Sin duda, un libro de obligada y reiterada relectura para cualquier novel escritor.

En lo sucesivo, iré posteando aquí algunas de las notas que he tomado durante mis relecturas del libro de Vargas Llosa; en su mayoría citas o fragmentos que he considerado relevantes para acercarles la lupa.

Con la intención de que sirva de abreboca a curiosos o interesados en el tema, aquí va el primer fragmento:

Tal vez el atributo principal de la vocación literaria sea que quien la tiene vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos. Ésa es una de las seguridades que tengo, entre muchas incertidumbres sobre la vocación literaria: el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante lo que escribe.

¿Acaso hubiera podido elegir un mejor fragmento para dar inicio a esta especie de vía crucis literario?

Puede que sí, pero he comenzado por éste porque sin duda me toca en lo inmediato.

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