Ocurrió a finales de 1992. En aquella época yo tenía 25 años y unas ganas enormes de comerme el mundo. En mayo habían coincidido dos hechos que me cambiaron la vida: un título de Ingeniero en Informática y un contrato en una compañía codiciada por varios compañeros de promoción.
La empresa era filial de una corporación transnacional —número tres a escala mundial— dedicada a la manufactura y comercialización de bebidas alcohólicas. Una planta industrial a 45 minutos de Barquisimeto. Luego de tres meses de prueba, ingresé formalmente como analista-programador en la gerencia de IT, lo que conllevaba otros retos y responsabilidades. Uno de ellos fue instalar un nuevo programa en la sucursal de Caracas, adonde nadie le gustaba ir, tal vez porque quedaba en el mismo edificio de la oficina matriz, a un paso de los despachos de la plana mayor.
Recuerdo que aquel día viajé a Caracas la noche previa. Según lo planificado, llegué temprano a las oficinas. Le informé de mi actividad a los usuarios (en realidad una, la asistente de administración, la única que conocía el sistema) y comencé a hacer mi trabajo. De acuerdo a mis cálculos no me llevaría más de 30 minutos. El asunto es que, antes de empezar, fui objeto de presiones porque yo no podía, “arbitrariamente” —así dijeron—, detener la facturación. Primero fue la administradora de la sucursal, luego la gerente. Como ninguna logró influir en mi determinación acudieron a instancias superiores. En menos de 10 minutos tuve enfrente a la directora de operaciones. Una mujer alta, delgada, hermosa, de unos 35 años. Sin inmutarme le dije lo mismo que le había dicho a las otras mujeres: “mientras instalo, nadie puede usar el sistema”. Ella me dejó terminar, sonrió, dio media vuelta y se marchó. Poco después recibí una llamada de mi jefe ordenándome que abortara el plan y retornara a la planta.
Durante el viaje de regreso, además de frustrado, me sentía indignado. Incluso pensé en renunciar en cuanto viera a mi jefe. Y eso hice. Pero él me persuadió para que no le diera importancia al incidente y lo olvidara.
No volvería a pisar la oficina matriz sino hasta mucho tiempo después, cuando la directora de operaciones dejó de prestar sus servicios en la empresa y su posición fue ocupada por otra persona. Sin embargo, en cierta ocasión, la encontré en la oficina de mi jefe, que ahora tenía despacho en Caracas. Al verme entrar él le preguntó que si me recordaba. Para mi sorpresa ella dijo que sí. Que era el arrogante que en una oportunidad intentó contrariarla. Yo sólo intentaba hacer mi trabajo, dije. Ella sonrió y dijo que también era importante que aprendiera a relacionarme con el poder.
Confieso que todavía no lo he conseguido.
*Publicado en el número 9 de la revista Clímax, agosto de 2006.
La empresa era filial de una corporación transnacional —número tres a escala mundial— dedicada a la manufactura y comercialización de bebidas alcohólicas. Una planta industrial a 45 minutos de Barquisimeto. Luego de tres meses de prueba, ingresé formalmente como analista-programador en la gerencia de IT, lo que conllevaba otros retos y responsabilidades. Uno de ellos fue instalar un nuevo programa en la sucursal de Caracas, adonde nadie le gustaba ir, tal vez porque quedaba en el mismo edificio de la oficina matriz, a un paso de los despachos de la plana mayor.
Recuerdo que aquel día viajé a Caracas la noche previa. Según lo planificado, llegué temprano a las oficinas. Le informé de mi actividad a los usuarios (en realidad una, la asistente de administración, la única que conocía el sistema) y comencé a hacer mi trabajo. De acuerdo a mis cálculos no me llevaría más de 30 minutos. El asunto es que, antes de empezar, fui objeto de presiones porque yo no podía, “arbitrariamente” —así dijeron—, detener la facturación. Primero fue la administradora de la sucursal, luego la gerente. Como ninguna logró influir en mi determinación acudieron a instancias superiores. En menos de 10 minutos tuve enfrente a la directora de operaciones. Una mujer alta, delgada, hermosa, de unos 35 años. Sin inmutarme le dije lo mismo que le había dicho a las otras mujeres: “mientras instalo, nadie puede usar el sistema”. Ella me dejó terminar, sonrió, dio media vuelta y se marchó. Poco después recibí una llamada de mi jefe ordenándome que abortara el plan y retornara a la planta.
Durante el viaje de regreso, además de frustrado, me sentía indignado. Incluso pensé en renunciar en cuanto viera a mi jefe. Y eso hice. Pero él me persuadió para que no le diera importancia al incidente y lo olvidara.
No volvería a pisar la oficina matriz sino hasta mucho tiempo después, cuando la directora de operaciones dejó de prestar sus servicios en la empresa y su posición fue ocupada por otra persona. Sin embargo, en cierta ocasión, la encontré en la oficina de mi jefe, que ahora tenía despacho en Caracas. Al verme entrar él le preguntó que si me recordaba. Para mi sorpresa ella dijo que sí. Que era el arrogante que en una oportunidad intentó contrariarla. Yo sólo intentaba hacer mi trabajo, dije. Ella sonrió y dijo que también era importante que aprendiera a relacionarme con el poder.
Confieso que todavía no lo he conseguido.
*Publicado en el número 9 de la revista Clímax, agosto de 2006.
2 comentarios:
Buena metáfora... Detesto esas situaciones. He renunciado a mas de un trabajo por los mismos conflictos de "baja la cabeza", no por experiencia o capacidad, sino por una absurda jerarquía.
Saludos.
Hola, Vicent:
Sí, el poder... ese monstruo verde que siempre quiere ponernos de rodillas... Sea público o privado, el poder tratará por todos los medios de hacernos sentir su fuerza, de humillarnos...
saludos
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