lunes, 18 de junio de 2007

La independencia de las palabras


Todo aquel que tenga a la palabra escrita como oficio corriente, consciente y más o menos serio, seguramente se habrá enfrentado, en diversas oportunidades —y capitulado más de una vez, desde luego—, a la independencia de las palabras.

Las ideas suelen ser soberanas indiscutibles a lo largo y ancho de su territorio abstracto. Sin embargo, al intentar traspasar la frontera de la imaginación para materializarse sobre la hoja en blanco, muchas veces se encuentran con el férreo y nada cordial recibimiento del quisquilloso agente de inmigración que, por lo general, es el sentido del oído.

Para un escritor, salir victorioso de la batalla que significa la creación de un texto, no siempre es hazaña de frecuencia cotidiana. Y no estoy hablando sólo de acabar el texto, porque éste, a menudo, se termina o abandona en el punto final. De lo que hablo es que ese texto se parezca o se aproxime (al menos) a lo que se ha pensado o imaginado momentos atrás, previo a iniciarse el trabajo. Es aquí donde la independencia de las palabras hace de las suyas para conspirar contra el autor.

Antes de comenzar a escribir las ideas lucen estupendas desde sus vitrinas; parecieran originales, diferentes, distintas a las que otros han expresado a través de su verbo —que es la aspiración de cualquier escritor. No obstante, a medida que la página se va llenando de líneas, que va perdiendo su celosa y resguardada virginidad, notamos que algo no anda bien, que así no es como quisiéramos que nuestras ideas aparezcan sobre el papel, que sean leídas, degustadas por el lector... Que en definitiva es el fondo pero no la forma. Entonces, en un arrebato de indignación, de locura (¿?), deshacemos lo hecho para recomenzar desde cero.

Cuando escribimos, el oído es quizá el órgano más disciplinado, el más exigente, el que trabaja sin receso; en fin, el último en claudicar y ceder posiciones. Riguroso y detallista, es quien lleva la batuta y nos obliga a esforzarnos, a escoger las palabras adecuadas y colocarlas en lugares estratégicos, a reemplazar ésta por aquella otra que suena mejor, que encaja casi a la perfección dentro del discurso o la trama. En ocasiones, el texto se nos hace interminable, no por el volumen de ideas acumuladas, sino porque el oído pareciera nunca quedar satisfecho con lo que hacen las manos y el ingenio. Hacer y deshacer se convierte en un círculo vicioso, en una carrera desquiciada hacia la meta del punto final.

A esta altura del trabajo otras partes del cuerpo habrán bajado la guardia, como los ojos o, por qué no, el trasero; por citar tan sólo un par de ejemplos. En cambio el oído permanece atento al proceso creador, empeñado en capitalizar cada idea, cada chispazo que pueda aportar el ingenio. Pero el ingenio, que carece de disciplina ni sabe de fidelidades, no siempre está dispuesto a soportar cierta clase de sacrificios y prefiere, aprovechando el cansancio de los otros órganos, traicionar a su tenaz compañero y pasarse a las filas del bando contrario, que no es otro que el de la independencia de las palabras. Ante esta confabulación, desafortunadamente, el oído cae redondo y aún cuando llegue a percatarse del engaño, será siempre demasiado tarde: después de que el texto haya sido rechazado por el editor, o, peor aún, cuando haya sido publicado y no exista la menor oportunidad de remendar el capote.

Por cierto, en esta cita habría deseado presentarles una ingeniosa reflexión sobre la importancia del oído en el oficio del escritor, sin embargo, terminé cediéndole la tarea a la independencia de las palabras que, cada vez, va ganando mayor terreno en la batalla.

(Por favor, que nadie se lo diga a mi oído)

4 comentarios:

Gabriel Payares dijo...

Jajajaja. Qué buen texto. Estamos más o menos de acuerdo. A ver si te hago un contrapunteo en estos días, que es un tema divertido.

un abrazo

Henry S. dijo...

Muy bueno este post

Víctor Vegas dijo...

Hey, Gabriel!!! Entonces estaré pendiente de tu “derecho a réplica” en Campanas en la mañana. Saludos.

Henry, gracias y espero que desde ahora te pasees por acá más a menudo...

J. L. Maldonado dijo...

Estupendo Roger. Ese "agente de inmigración" creo que nos persigue a todos, es implacable. Es como si todos estuviéramos con el pasaporte vencido a la hora de parir algunas ideas sobre el papel: a veces la palabra está vigente, a veces está vencida. Excelente.