Las masas
siempre me han generado reservas. Soy de los que piensa que se dejan arrastrar
con demasiada facilidad por la emoción y el calor del momento. Una vez que han
fijado su mirada sobre un objetivo particular, en una situación determinada, es
imposible hacerlas desviar su vista de él. Imposibles hacerlas entrar en razón
y hacerlas entender que algo está mal o bien, que algo les conviene o no. Quizá
por este mismo motivo, políticos y agencias de publicidad avezadas, suelen sacar
provecho de ellas.
Sin embargo,
reconozco que a lo largo de la historia, en no pocas ocasiones, las masas han
funcionado como catalizadoras del cambio, para provocarlo y ponerlo en marcha.
Aun cuando, al final, ese cambio acabe siendo implementado por individuos.
De manera que
podría decirse que las masas estarían capacitadas, facultadas para derribar
muros, conceptos y regímenes, pero nunca para reemplazarlos por otra cosa, por algo
nuevo. Algo verdaderamente nuevo y progresista, quiero decir. Esta tarea recae
sobre los individuos. Individuos con nombre y apellido, y por supuesto, valores
y principios firmes, que se oponen y enfrentan a las masas con el fin de
conseguir un bien común. Aunque ellas ni lo acepten ni lo entiendan así en el
calor del momento. Con el cabreo general es imposible negociar.
Y es sabido
que destruir ha sido siempre más fácil que construir. Se tardan años, décadas, siglos para
levantar una ciudad, pero sólo horas para reducirla a escombros y desolación.
En su más
reciente película, “El puente de los espías”, protagonizada por Tom Hanks, Steven
Spielberg vuelve sobre este fascinante tema que enfrenta a un individuo contra
las masas. Nueva York, finales de los años cincuenta, el miedo por un ataque
nuclear se extiende y generaliza entre la población. Las dos potencias que se
han repartido el mundo (Estados Unidos y la URSS) mantienen una guerra fría que
amenaza con calentarse en cualquier instante. Tras un operativo de inteligencia,
el FBI ha arrestado a Rudolf Abel (Mark Rylance), un ciudadano soviético a
quien acusa de espía. De inmediato la opinión pública se vuelca y aglutina
alrededor de una misma causa: solicita para él la pena capital. En una jugada con
el fin de lavarle la cara al sistema, y demostrar que en la tierra de las oportunidades la justicia funciona incluso para los enemigos, el gobierno contrata los
servicios de un prestigioso bufete de abogados para que se encargue de la
defensa de Abel. Los socios del bufete eligen entonces a uno de sus mejores
hombres para que lleve el caso: James B. Donovan (Tom Hanks). En un principio
Donovan se niega a coger el caso puesto que está consciente de que se trata de
una causa perdida y además sabe que al final del proceso será el hombre más
odiado del país. No obstante, luego de las insistencias de su jefe y del
representante del gobierno, acepta. El problema es que Donovan no sabe hacer su
trabajo a medias y está dispuesto a llegar más allá de lo que su jefe y el representante
del gobierno esperaban. Cuando esto sucede, Donovan se queda solo, aislado, e
incluso pone en riesgo su vida y la de su familia. En la calle la gente lo
reconoce, señala y repudia; sus vecinos le piden a gritos que se vaya del
vecindario. Pero, como dice el adagio popular, “la noche es más oscura justo
antes de amanecer”, la historia da un giro y Donovan tiene la oportunidad de
demostrarle a sus conciudadanos que desde un principio la razón ha estado de
su lado.
Tom Hanks
está soberbio en su interpretación del abogado que se enfrenta a todo un país
por defender no sólo a Rudolf Abel, el espía enemigo, sino a la propia
democracia estadounidense. Y Mark Rylance contribuye con su parte metiéndose en
la piel del parsimonioso e impertérrito prisionero soviético.
No me ha sorprendido
descubrir, en los créditos finales, que los hermanos Coen, junto con Matt
Charman, eran los responsables del guión. Un guión redondo, cuidadoso en los
detalles, cargado de suspense, que mantiene al espectador pegado a su asiento
de comienzo a fin.
Pese a estar
basada en hechos reales, “El puente de los espías” no es más que una
reinterpretación de la magnífica “Un enemigo del pueblo”, pieza de Ibsen por la
que Spielberg quizá sienta especial debilidad, puesto que en otras de sus
cintas ha abordado el mismo tema: el individuo que se enfrenta a las masas para
salvarlas o en busca de construir una sociedad mejor.
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