sábado, 4 de junio de 2011

Chesil Beach


“Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que una conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible”. Así comienza Chesil Beach de Ian McEwan. Una novela en la que se nos relata la historia de Florence y Edward, de sus temores, anhelos e ilusiones, de sus relaciones familiares, de sus fracasos, de cómo se conocen y enamoran, pero, sobre todo, se nos cuenta las reacciones de ambos la primera noche que pasan juntos en la intimidad, justo después de casarse. Alrededor de este último asunto se teje el relato.

Aunque huelga decirlo, tratándose de McEwan, mi primera impresión con esta novela es que está exquisitamente narrada. Soberbia y magnífica. A veces las descripciones se detienen en detalles que parecieran nimios, insignificantes, pero el autor lo hace con tal maestría (¿la sencillez y la honestidad en grado puro?), que más bien nos gustaría que estos pasajes se alargasen para continuar disfrutando de su destreza técnica. Sin embargo, en la mayoría de los casos, párrafos o páginas más adelante, estos mismos detalles que antes nos han parecido baladíes cobran su dimensión exacta y real significado. También las acciones de algunas escenas se hallan intencionalmente pormenorizadas puesto que cada acción, en sí misma, simboliza el mundo interior de los personajes. Bueno, puede que esto último suene a Perogrullo…

La novela tiene la clásica estructura de “espinazo de pescado”, en la que, de forma lineal, secuencial, y en un tiempo predeterminado, se cuenta una historia principal (la de la pareja de recién casados en su primera noche de intimidad en la habitación de hotel a orillas de Chesil Beach) que, de tanto en tanto, es interrumpida o alternada con otras subtramas del pasado (de cómo eran antes y justo después de conocerse Florence y Edward, de cómo son sus respectivas familias, etc.) para darnos mayor información sobre los personajes. Una estructura en apariencia simple, fácil, pero que puede albergar toda la complejidad que la maña y el talento del autor consigan meterle.

Las primeras líneas que ha elegido McEwan para dar inicio a su relato son una suerte de compendio del contenido total de la novela. En ellas se encuentra la clave de cuanto viene a continuación. Estamos hablando que la historia de Florence y Edward se desarrolla a comienzo de la década del sesenta del siglo pasado, cuando la revolución sexual era aún una quimera. “Sin decirlo, aquellas chicas transmitían la clara impresión de que se estaban ‘reservando’ para un futuro marido. No había ambigüedad: para tener relaciones sexuales con alguna tenías que casarte con ellas”. Algo quizá difícil de comprender en nuestros días.

Considero que con esta breve, rara y exquisita novela, McEwan arriesga lo suyo y al final logra salir indemne gracias a su extraordinaria visión y oficio de escritor. Porque es infrecuente que en tan poco espacio consiga reflexionarse sobre tal abanico de temas, encima, apoyándose en elipses o datos ocultos, en anécdotas truncadas y clichés como los son los problemas de comunicación entre las parejas, la consabida historia de amor entre el joven pobre y del campo y la niña rica y citadina; incluso de las relaciones afectuosas en una familia disfuncional basadas, me atrevería a decir, en el viejo adagio popular que afirma que amor y odio son cuernos de la misma cabra.

Tal vez, al acabar Chesil Beach, aquellos amables lectores que acepten su invitación, se sorprendan a sí mismos en el centro de una vorágine de sensaciones encontradas, contradictorias. En el fondo, ¿me ha gustado o no esta novela?, puede que se pregunten. Pero la buena literatura suele dejar, en contados casos, también este extraño sabor de boca.

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