sábado, 9 de abril de 2011

A Monster’s Life


Seamos honestos: algunos de mis placeres son anacrónicos para los tiempos que corren.

Por ejemplo, me gusta leer libros en su formato tradicional, sentir el olor de la tinta, del papel y el ruido que hacen las páginas al avanzar con la lectura; me gusta sentarme a charlar con mis amigos viéndoles a la cara, disfrutando de un vino tinto o una cerveza bien fría; me gusta escuchar música en un buen equipo de sonido estéreo (cadenas, como le llaman acá), mientras voy seleccionando de mi musiteca el CD de turno —aunque, también tengo que decirlo, mi anacronismo no llega al punto de hacerme padecer una profunda nostalgia por los discos de acetato; me gusta ver películas en una sala de cine, reclinado sobre una cómoda butaca, envuelto por la oscuridad y el sonido del sistema de audio Dolby Surround…

Sin embargo, no fue en una sala de cine que vi una de las joyas de la era digital que vivimos.

Corría el año de 1995. Si bien algunas empresas como Philips, Sony y Toshiba trabajaban en los estándares para el almacenamiento óptico de alta densidad, quien mandaba en el mercado de los aparatos de reproducción de imágenes para los hogares era el VHS. Aunque suene irónico, gracias a este sistema analógico, disfruté de la primera película creada en su totalidad con efectos de animación digitales. Desde luego, estoy hablando de Toy Story.

En aquella época me dedicaba de lleno a mi carrera de informático y llevaba más de un año viviendo a caballo entre Caracas y Barquisimeto. En la primera trabajaba y en la segunda tenía casa y pareja. Mi vida partida en dos, para variar.

Durante una de mis visitas de fin de semana que hice a Barquisimeto en aquel 1995, me apetecía quedarme en casa durante todo el rato, no salir, de modo que me apertreché de unas cuantas películas en el club de video al que estaba afiliado. La mayoría, películas infantiles, para entretener a los hijos de mi pareja de entonces. Entre aquellas películas, agazapada y con la mayor discreción, venía Toy Story.

Lo que comenzó como una forma de distraer a unos niños durante el fin de semana, acabó convirtiéndose en un placer y luego en una adicción. A partir de aquel fin de semana me declaré fans de John Lasseter y de todo su equipo de los estudios Pixar. De Toy Story —he perdido la cuenta de las veces que la he visto— no sólo me atrapó su atractiva y particular manera de animación, sino sus entrañables personajes y por supuesto los conflictos abordados en la trama, sencillos en apariencia, pero que dejan colar su complejidad, de forma soterrada, en nuestro inconsciente. A sus creadores debió costarles años de trabajo plasmarlos de aquella forma en un guión. En resumen, una película que podían entender y disfrutar por igual tanto niños como adultos. Y quizá sean éstas las principales características (y los principales componentes de su éxito) que tienen en común los 11 filmes que han estrenado los estudios hasta el día de hoy: Toy Story (1995), A Bug's Life (1998), Toy Story 2 (1999), Monsters, Inc. (2001), Buscando a Nemo (2003), Los Increíbles (2004), Cars (2006), Ratatouille (2007), Wall-E (2008), Up (2009) y Toy Story 3 (2010). En todos se abordan, en menor o mayor grado, historias que desnudan la condición humana con una sencillez y una precisión aplastantes. La envidia, el resentimiento, la traición, el egoísmo, la ambición desmedida, la maldad gratuita y la que persigue un fin, la soledad, la mentira, el engaño pero también la nobleza, el arrepentimiento, el valor de la amistad y del trabajo en equipo, el amor, la fidelidad, el agradecimiento, el sacrificio, la sinceridad son sólo algunos de los sentimientos que se ven reflejados en los personajes de los relatos de Pixar. Y aclaro que hablo aquí sólo de sus largometrajes, porque sus cortos son tan buenos que sería necesario dedicarles otro post entero. Además, eso que sus personajes nos parezcan entrañables, se debe únicamente al minucioso cuidado y detalle puestos en su construcción. Son personajes que no siempre aciertan en las decisiones que toman, plagados de un sinnúmero de matices, que evolucionan a lo largo de la cinta, que casi siempre terminan siendo un poco (o bastante) distintos a los que eran al inicio de la película, transmitiendo al espectador la sensación que ha sido testigo de un viaje maravilloso. ¡A eso se le llama progresión dramática! En fin, sentarse a ver una y otra vez estas películas, poniendo la lupa en este tipo de detalles, representa una sesión de aprendizaje enriquecedora e insustituible para cualquier dramaturgo.

Esta semana me he enterado de que los estudios Pixar cumplen 25 años desde su fundación. Sin duda ha sido un cuarto de siglo estupendo para ellos y desde luego para sus seguidores. Seguramente muchas de las secuencias de sus creaciones forman ya parte de los mejores recuerdos de millones de cinéfilos alrededor del mundo. Cómo olvidar, por ejemplo, la parodia (¿o sería más preciso hablar de homenaje?) que hicieron del Imperio Contraataca en Toy Story 2; o aquella actuación delirante, en la que todo les salía mal a “las estrellas” de circo ambulante de A Bug's Life; o las largas secuencias sin diálogo de Wall-E y Up al principio de ambas películas; o la atmósfera retro y sesentona de Los Increíbles; o los minutos de suspenso que nos hicieron vivir hacia el final de Toy Story 3, en la que en verdad todo parecía acabado para Woody y sus amigos… No hay dinero en el mundo que pague semejante placer.

¡Larga vida a Lasseter y a su equipo de los estudios Pixar!

2 comentarios:

Florbella dijo...

Que decirte amigo que me declaro un ser totalmente anácronico y comparto mucho de sus verdades. Quizás como dijo aquel poeta ¿Es que vivimos para solo para recordar? o Tal vcomo dice aquella canción "Uno vuelve siempre a los viejos sitios
en que amo la vida"

un abrazo

Víctor Vegas dijo...

Gracias, amiga. Un abrazo.