viernes, 26 de febrero de 2016

Una noche de rock and roll


Sábado 20 de febrero de 2016. Tarde agradable en Madrid; de poco frío. A las afueras del número 4 de la calle Julián Romea hay alguna gente arremolinada. Tras una corta espera las puertas de acceso a la sala Cats son abiertas. El reloj marca las 20.15. Quince minutos después de la hora prevista.

Dentro un grupo de personas se mueve de un lado a otro. Han ido accediendo a la sala a cuentas gotas, poco antes que nosotros, el público general. Supongo que se tratan de amigos y conocidos de los miembros de las bandas que tocan hoy.

La sala es alargada y amplia. Calculo que tendrá capacidad para unas mil personas. O una cifra aproximada. A ambos lados de la pista hay dos barras; más extensa y mejor surtida la de la izquierda que la de la derecha. De hecho, la primera, la de la izquierda, es la que despacha bebidas a los interesados. La cabina de luces y sonido se encuentra a unos pocos metros de cruzar la entrada y, justo al frente, hacia el fondo del local, destaca el escenario.

Continúa llegando gente de diversas edades y fisonomías mientras por los altavoces se cuela el “Welcome to the Jungle” de Guns N’ Roses. En algún momento mi acompañante hace una broma refiriéndose a la escena del bar de aquella peli de Robert Rodríguez en la que se mezclan criminales y vampiros.

Río celebrándole la ocurrencia.

A las nueve menos veinte, aproximadamente, suben al escenario los Blackbox. Me cuesta bastante apreciar su música punk-rock porque el sonido no ayuda. Ni siquiera cuando habla su frontman puedo entender bien qué es lo que dice. Pese al esfuerzo de sus miembros, la banda no consigue enganchar a parte del público que parece haber ido a Cats sólo a ver al cabeza de cartel y no a teloneros.

Apenas Blackbox  baja y suben los chicos de ’77 (Seventy  Seven), la gente comienza a acercarse, a ocupar y a abarrotar los alrededores del escenario.

Mi acompañante y yo los imitamos.

Desde luego existen también los cautos, esos que no se acercan demasiado, que en un principio prefieren mantenerse a cierta distancia del escenario, pero que a medida que avance la actuación de ’77, se irán uniendo poco a poco al resto.

La banda arranca su directo con “We’re ’77” (“We’re ’77 and we’re ready for rock and roll”) un fragmento de “Promised Land”, tema incluido en su segundo trabajo de estudio, High Decibels. Tan pronto escuchamos los primeros acordes, todos los que estamos allí sabemos que esta vez se trata de otra cosa. El público se engancha de inmediato y el ambiente se anima. El sonido es nítido, cada instrumento se distingue en su justa medida y la voz aguda y ligeramente nasal de Armand Valeta, frontman y segunda guitarra de ’77, nos arropa con su particular registro. A leguas se nota que estos chicos llevan a sus espaldas kilómetros de carretera y se han subido a muchísimos escenarios. Vamos, que dominan a su antojo la escena.

Puro virtuosismo, espectáculo y rock and roll.

A “We’re ’77” sigue “High Decibels”, tema homónimo de su segundo álbum que caldea aún más la temperatura de Cats.  El tema exuda energía y la contagia; pronto el público acompaña a la banda con los coros. LG, guitarra líder de la agrupación, se marca un primer y magnífico solo. No será el único. A lo largo de la presentación hará otros cuantos para deleitarnos con el talento enorme que tiene para la guitarra.

Toca el turno a dos temas de Nothing’s Gonna Stop Us, el más reciente trabajo de estudio de '77, lanzado el pasado mes de noviembre y que se encuentra promocionando con giras por Europa y España y que los ha traído a Madrid: “It's Alright” y “Nothing’s Gonna Stop Us”.

Lo de estos chicos es el hard rock setentero (el atuendo vintage de Armand es una evidente declaración de intenciones), ese rock rítmico y melodioso con profundas raíces en el blues, el folk y el jazz cuyos mejores representantes son bandas como Led Zepellin, Deep Purple y AC/CD, por hablar de las más conocidas y populares.

Uno de los momentos estelares de la noche llega con “Things You Can't Talk About”, también incluido en High Decibels. LG acomete otro de sus magníficos solos y, en determinado instante de su actuación, decide bajar del escenario y mezclarse entre el público mientras no para de hacer gemir a su guitarra. El público enloquece y al concluir “Things You Can't Talk About”, aplaude a rabiar y corea: “¡Seventy Seven!”, “¡Seventy Seven!”, “¡Seventy Seven!”… Y más adelante volverá a corearlo en dos o tres ocasiones. Al respecto de este entusiasmo mostrado por el público, LG dice: “Teníamos una espinita clavada”, y se toca el pecho, “con nuestras anteriores presentaciones en Madrid, porque la gente había respondido más bien ‘regulín’… Pero hoy, esta noche, sois los mejores…”. 

Y, por supuesto, nueva ovación.

Hay otros tres momentos en los que el público se viene arriba, vibra y ovaciona a la agrupación: cuando Andy Cobo hace su estupendo solo de batería al final de “Tightrope”; cuando la banda interpreta “The Hammer”, de Motörhead, en tributo a Lemmy Kilmister; y cuando Armand nos pide que coreemos el nombre de Bo Diddley, contemporáneo de Chuck Berry y Little Richard.

Para el cierre, ’77 ha reservado “Big Smoker Pig”, otro de los temas de 21st Century Rock, su primer álbum, que algunos fans conocen bien y cantan junto a la banda. Hasta yo, de pronto, me sorprendo entonando el pegajoso estribillo.

Acabado el concierto, vueltas las aguas a su cauce, decido, antes de abandonar la sala, pasarme por el lavabo. De camino a los servicios, que están a un lado del escenario, veo que un espectador vestido de negro, con una protuberante tripa y un vaso de cerveza en la mano, le dice a Andy Cobo, a quien tiene enfrente: “Eres el puto amo, chaval. Tocas la batería como los dioses”. Y me pareció ver que en la expresión de Andy había más susto que complacencia.

En la calle, junto a mi acompañante, confirmo que con la entrada de la noche ha refrescado bastante. Me siento bien, con esa sensación cercana a la felicidad que sólo la buena música puede brindarle al alma, y en mi cabeza no para de retumbar el coro de unas de las canciones que ’77 ha interpretado en su enérgico y poderoso directo: “We Want More Rock And Roll”.

*La imagen que acompaña al post es cortesía de Raúl García

martes, 9 de febrero de 2016

El individuo frente a las masas


Las masas siempre me han generado reservas. Soy de los que piensa que se dejan arrastrar con demasiada facilidad por la emoción y el calor del momento. Una vez que han fijado su mirada sobre un objetivo particular, en una situación determinada, es imposible hacerlas desviar su vista de él. Imposibles hacerlas entrar en razón y hacerlas entender que algo está mal o bien, que algo les conviene o no. Quizá por este mismo motivo, políticos y agencias de publicidad avezadas, suelen sacar provecho de ellas.

Sin embargo, reconozco que a lo largo de la historia, en no pocas ocasiones, las masas han funcionado como catalizadoras del cambio, para provocarlo y ponerlo en marcha. Aun cuando, al final, ese cambio acabe siendo implementado por individuos.

De manera que podría decirse que las masas estarían capacitadas, facultadas para derribar muros, conceptos y regímenes, pero nunca para reemplazarlos por otra cosa, por algo nuevo. Algo verdaderamente nuevo y progresista, quiero decir. Esta tarea recae sobre los individuos. Individuos con nombre y apellido, y por supuesto, valores y principios firmes, que se oponen y enfrentan a las masas con el fin de conseguir un bien común. Aunque ellas ni lo acepten ni lo entiendan así en el calor del momento. Con el cabreo general es imposible negociar.

Y es sabido que destruir ha sido siempre más fácil que construir. Se tardan años, décadas, siglos para levantar una ciudad, pero sólo horas para reducirla a escombros y desolación.

En su más reciente película, “El puente de los espías”, protagonizada por Tom Hanks, Steven Spielberg vuelve sobre este fascinante tema que enfrenta a un individuo contra las masas. Nueva York, finales de los años cincuenta, el miedo por un ataque nuclear se extiende y generaliza entre la población. Las dos potencias que se han repartido el mundo (Estados Unidos y la URSS) mantienen una guerra fría que amenaza con calentarse en cualquier instante. Tras un operativo de inteligencia, el FBI ha arrestado a Rudolf Abel (Mark Rylance), un ciudadano soviético a quien acusa de espía. De inmediato la opinión pública se vuelca y aglutina alrededor de una misma causa: solicita para él la pena capital. En una jugada con el fin de lavarle la cara al sistema, y demostrar que en la tierra de las oportunidades la justicia funciona incluso para los enemigos, el gobierno contrata los servicios de un prestigioso bufete de abogados para que se encargue de la defensa de Abel. Los socios del bufete eligen entonces a uno de sus mejores hombres para que lleve el caso: James B. Donovan (Tom Hanks). En un principio Donovan se niega a coger el caso puesto que está consciente de que se trata de una causa perdida y además sabe que al final del proceso será el hombre más odiado del país. No obstante, luego de las insistencias de su jefe y del representante del gobierno, acepta. El problema es que Donovan no sabe hacer su trabajo a medias y está dispuesto a llegar más allá de lo que su jefe y el representante del gobierno esperaban. Cuando esto sucede, Donovan se queda solo, aislado, e incluso pone en riesgo su vida y la de su familia. En la calle la gente lo reconoce, señala y repudia; sus vecinos le piden a gritos que se vaya del vecindario. Pero, como dice el adagio popular, “la noche es más oscura justo antes de amanecer”, la historia da un giro y Donovan tiene la oportunidad de demostrarle a sus conciudadanos que desde un principio la razón ha estado de su lado.

Tom Hanks está soberbio en su interpretación del abogado que se enfrenta a todo un país por defender no sólo a Rudolf Abel, el espía enemigo, sino a la propia democracia estadounidense. Y Mark Rylance contribuye con su parte metiéndose en la piel del parsimonioso e impertérrito prisionero soviético.

No me ha sorprendido descubrir, en los créditos finales, que los hermanos Coen, junto con Matt Charman, eran los responsables del guión. Un guión redondo, cuidadoso en los detalles, cargado de suspense, que mantiene al espectador pegado a su asiento de comienzo a fin.

Pese a estar basada en hechos reales, “El puente de los espías” no es más que una reinterpretación de la magnífica “Un enemigo del pueblo”, pieza de Ibsen por la que Spielberg quizá sienta especial debilidad, puesto que en otras de sus cintas ha abordado el mismo tema: el individuo que se enfrenta a las masas para salvarlas o en busca de construir una sociedad mejor.