miércoles, 24 de diciembre de 2014

Todos podemos ser santos


Cuando era niño, una de las aseveraciones que más me sorprendió e impresionó de las clases de religión fue aquella en la que la maestra, con una solemnidad que me dejó sin aliento, dijo que si nos lo proponíamos todos podríamos llegar a ser santos. ¿Cómo?, pensé.  ¿Llegar yo a convertirme en aquellas imágenes de yeso que nuestras madres y abuelas veneraban en las iglesias?

Imposible. No me cabía en la cabeza.

Tiempo después, ya siendo adolescente, mientras hacía un apostolado en la parroquia donde vivía, me topé de nuevo con el mismo discurso. Esta vez, pese a que entendí a la perfección la metáfora, preferí continuar dejándola fuera de mi cabeza. Me sentía demasiado imperfecto, demasiado egoísta y demasiado humano para siquiera pensar en algo como ser santo. Sin embargo, es justo aquí donde reside la singular maravilla de la contradicción religiosa (católica, en este caso): se llega a ser santo sólo si antes se ha sido humano.

St. Vincent, de Theodore Melfi, es una divertida y conmovedora comedía que explica lo que yo he tratado de resumir en los párrafos anteriores.

Vincent (Bill Murray) es un viejo cascarrabias que odia relacionarse con la gente. No le gusta y es evidente que tampoco a la gente le gusta él. Mal vecino, fumador y bebedor empedernido, adicto a las apuestas de caballo y asiduo a locales de strippers. De hecho, es cliente habitual de una de estas chicas, Daka (Naomi Watts), que por unos pocos dólares le proporciona de tanto en tanto favores sexuales. Pero un día nuevos vecinos se mudan a la casa de al lado y, ante una emergencia de Maggie (Melissa McCarthy), su nueva vecina, Vincent ve la ocasión de darle un respiro a sus maltrechas finanzas haciendo de canguro de su hijo. Es acá dónde los caminos de Vincent y Oliver (Jaeden Lieberher), un chaval de doce años, introvertido y en el ojo del huracán de varios cambios (nuevo barrio, nuevo colegio, divorcio de sus padres), se cruzan para trastocar la vida de ambos. Vincent se traza la meta de hacer de Oliver un hombre (un hombre a la manera que él está acostumbrado, claro) y Oliver comienza a ver en Vincent a alguien más que un circunstancial tutor.

Con un guión sencillo pero contundente, Melfi nos da un paseo de 102 minutos por la vida de estos personajes que nos hace reír, sorprendernos, indignarnos, reflexionar y conmovernos. De hecho la sencillez es la gran virtud de St. Vincent, tal y como solía pregonarlo Chejov.

Y aunque no pueda entrar en nuestras cabezas, siempre existe la posibilidad de llegar a ser santo a pesar de que nunca nos lo hayamos propuesto, de que jamás haya formado parte de nuestros planes de vida. Porque en el fondo los verdaderos santos no se hacen a sí mismos, sino que son descubiertos y nombrados por otros. Son esos otros los que le confieren el título. A veces, los verdaderos santos, ni siquiera saben que están obrando el bien.

Así de simple.

martes, 2 de diciembre de 2014

Still life


John May es un tipo solitario, silencioso y bastante flemático. También ordenado y meticuloso hasta lo obsesivo. Su vida transcurre de forma tranquila y rutinaria. Es funcionario en uno de los tantos Ayuntamientos de la ciudad de Londres. Su trabajo consiste en encontrar a los allegados de los que han fallecido en soledad y sin familia ni amigos conocidos en el municipio. Trabajo que, dicho sea de paso, realiza concienzudamente y con tal dedicación y esmero, incluso yendo a veces más allá de sus responsabilidades, que nadie podría poner en duda su profesionalismo y que desde luego le gusta y ama lo que hace. Pero un día, por motivos de recortes en la administración, el Ayuntamiento decide prescindir de sus servicios aunque, tras su ruego, el jefe le permita acabar con el último caso que ha llegado a sus manos; le da tres días para resolverlo o cerrarlo.

Los primeros minutos de Still life (en España la han titulado Nunca es demasiado tarde, una vez más, un título desacertado), de Uberto Pasolini, son una clase magistral de lo que significa la presentación de personajes en guion cinematográfico. Me hizo recordar a otras cintas recientes que han hecho de este apartado una declaración de principios, como Little Miss Sunshine, Up o Up in the air. Títulos en los que, con mínimos recursos y apenas diálogos (a veces ni eso), se transmite al espectador el mundo interior de los personajes y toda la información, todo ese background requerido con el fin que uno se sumerja en la historia y tengamos una completa comprensión de cuanto sucede en la gran pantalla.

Hacía mucho tiempo que una cinta no me ponía un embarazoso y corrosivo nudo en la garganta y me hacía saltar las lágrimas. La interpretación que Eddie Marsan hace para meterse en la piel de John May es maravillosa, única. Acabamos enamorados de ese personaje de vida gris, que sin embargo pone una pasión inusual en su trabajo con el fin de ofrecerle a los muertos un dignísimo funeral aunque sea rodeado de puros desconocidos: él, el religioso de turno y los empleados del cementerio.

May le concede a los muertos un cariño y respeto con los que tal vez no contaron en vida. O al menos en los últimos años que anduvieron por este mundo.

Pese a su significado lapidario, quizá la siguiente sentencia que Rubén Blades incluyó en uno de los temas de Tiempos, resuma la esencia de la película de Pasolini: “Si en tu vida no hubo ritmo, en tu muerte no habrá clave”. Así sin más. Aunque nos joda en lo profundo.